Los Centros de Salud están colapsados. ¿Dónde buscar la alternativa?
"La Atención Primaria, la más necesaria", grita la gente en las manifestaciones poniendo palabras a la intuición popular e indignándose por la saturación de las consultas de medicina de familia.
Efectivamente, con el pretexto del Coronavirus e intentando ocultar la clamorosa falta de recursos en los Centros de Salud, las Consejerías de Sanidad de las CC.AA. han instaurado las consultas telefónicas con resultados desastrosos tanto para pacientes, como para profesionales.
El recurso a la atención telefónica está sobrepasando con creces los límites razonables. Se está abusando de un instrumento que debería ser utilizado de forma rutinaria para evitar la sobrecarga de la consulta médica con aspectos burocráticos como recetas, petición de pruebas diagnósticas, altas y bajas laborales, etc, o bien, en estos momentos, para redirigir la sospecha de Covid hacia un circuito especial.
El personal médico atiende en muchos casos ochenta o cien llamadas por jornada de trabajo, intentando discriminar, a través de la explicación de sus síntomas por parte del paciente, qué patología debe ser derivada a una consulta presencial.
Sobre una situación ya insoportable mucho antes de la pandemia, cuando el tiempo promedio de atención por paciente era ya de tres minutos, se acumula ahora la clamorosa falta de personal por bajas por Covid 19 o por la agotadora presión asistencial, que ocasiona también jubilaciones anticipadas y emigración en busca de un trabajo en condiciones mínimamente dignas.
Las consecuencias más graves recaen sobre la población, sobre todo la que vive en los barrios obreros. Pero la desesperación permanece oculta. Los centros están cerrados para los pacientes y por lo tanto no hay colas en la calle que muestren la saturación, lo que es sin duda - para la administración - el principal objetivo de la consulta telefónica.
Las líneas de los masificados centros de salud están colapsadas. La gente que necesita atención médica pasa muchas horas, y hasta días, esperando que alguien responda al teléfono. Cuando se consigue, se pasa a engrosar la lista de espera que con frecuencia es superior a una semana.
El calvario continúa con la demora para pruebas diagnósticas. En caso de sospecha de enfermedades graves, y aún con la clasificación de "preferente", las citas se dan para dentro de cinco o seis meses. Algunos casos están saltando ya a los medios de comunicación: diagnósticos de enfermedades graves, e incluso mortales, cuando el proceso está ya muy avanzado y el tratamiento es ya inútil o mucho menos eficaz, o bien se da tratamiento puntual a síntomas aparentemente menores, cuando en realidad responden a enfermedades graves que necesitan tratamiento urgente.
En un escenario de shock en el que varias consejerías de sanidad tomaron la aberrante decisión de cerrar los centros de salud para llevar a su personal a reforzar los hospitales, y cuando miles de profesionales enfermaban – en algunos casos falleciendo por Covid 19 - el establecimiento de una muralla física entre personal sanitario y pacientes, se vivió como un alivio.
Durante los meses de marzo, abril y buena parte de mayo hubo una enorme escasez de equipos de protección individual y hasta faltaban mascarillas. En los hospitales se trabajaba cubriéndose el cuerpo con bolsas de basura y con gafas de bucear. En esas condiciones, ¿a quién le puede extrañar que el Estado español ostente el vergonzoso primer lugar de contagios, enfermedad y muerte de personal sanitario por Covid 19?
Pero lo inaceptable es que tanto el gobierno central, como los autonómicos, asistieran impasibles a la tragedia cotidiana de pacientes y personal sanitario sin adoptar medidas que estaban al alcance de su mano y que hubieran podido minimizar el desastre.
Sí, estaban al alcance de su mano. No son sólo palabras ni estoy hablando de una utopía: El artículo de 13 del Decreto de Estado de Alarma1 facultaba al Ministro de Sanidad para "requisar todo tipo de bienes, intervenir y ocupar todo tipo de empresas, fábricas, etc y tomar todo tipo de disposiciones para asegurar la protección de la salud pública"1. Ni una sola de esas medidas se adoptó. En esos días morían mil personas diarias, en los servicios de urgencias de los hospitales públicos se veían enfermos por el suelo, las personas muertas se acumulaban en las residencias sin recibir asistencia médica, se denegaba la hospitalización a los mayores de setenta años, faltaban fármacos necesarios para el tratamiento del Covid, para la sedación, etc.
Ni una sola fábrica fue intervenida para la fabricación de respiradores o equipos de protección. No se obligó a las farmacéuticas a producir los medicamentos que faltaban. No se requisaron hospitales privados que se exhibían semivacíos. En definitiva, los gobiernos, central y autonómicos, facultados legalmente para ello, asistieron impasibles al tétrico cortejo de muertes evitables, sin que osaran alterar la única libertad real que protegieron y ante la que ha sucumbido el derecho a la salud teóricamente prioritario: la del capital privado.
Conviene no olvidarlo: se pudo hacer otra cosa y no se hizo. Lo más grave es que se pretende utilizar esta sensación de parálisis catatónica ante el apocalipsis para enfrentarnos entre nosotras y acabar con lo poco que teníamos. La situación actual lleva el mismo camino.
La consulta telefónica para enmascarar la escasez insoportable de recursos.
La decisión catastrófica tomada por varias consejerías de sanidad en tiempos de shock de cerrar contra toda lógica sanitaria los centros de salud se pretende prolongar con la consulta telefónica, sin mover un dedo para aumentar los recursos, siempre para favorecer el lucro de la sanidad privada que ve aumentar sus beneficios más que nunca.
Tras insistir en que muchos aspectos burocráticos pueden y deben resolverse de forma no presencial, lo que es inaceptable es que en la sanidad pública se prolongue la consulta telefónica, cuando - por ejemplo - la atención odontológica (privada, porque no existe otra), se realiza presencialmente. A pesar del enorme riesgo potencial, la adopción rigurosa de las medidas de prevención pertinentes en este sector está dando como resultado una mínima incidencia de contagios.
Desde los principios más elementales de deontología médica hay que insistir en que no se puede hacer un diagnóstico sin ver la cara del paciente, sin escucharle directamente y sin explorarle. Adoptando todas las medidas de seguridad, de identificación de riesgos y de protección, por supuesto. Porque lo que está ocurriendo es una huida masiva de quien puede permitírselo a la sanidad privada y un dolor impotente y sordo de quienes no pueden detraer más recursos de sus salarios de miseria y ven a sus familiares morir antes de tiempo. No hay estadísticas aún, pero se multiplican las noticias de personas que han recibido telefónicamente tratamiento para un vértigo que en realidad era el comienzo de un ictus, o se les ha diagnosticado un dolor muscular que acabó en un infarto o que síntomas aparentemente inocentes resultan ser los primeros indicios de un cáncer que cuando se diagnostica, meses después, tiene ya metástasis.
Una atención primaria que en realidad es una consulta precaria.
Mucho antes de la pandemia la situación de las consultas en los centros de salud era ya de una masificación insostenible.
Esa forma de atención sanitaria, por llamarla de alguna manera, nada tiene que ver con la atención primaria. Más bien es su negación. Eso lo saben perfectamente quienes han hecho la especialidad de medicina de familia y eso es lo primero que debería enarbolarse como denuncia y como clamor reivindicativo.
Hace décadas que fue demostrada, y la realidad lo ratifica cada día, la ineficacia de los sistemas de salud basados en la consulta a demanda y mucho más, en la atención por el especialista en primera instancia. El conocimiento científico ha verificado hace tiempo que, como estamos viendo ahora, las causas de la enfermedad y la muerte prematura radican sobre todo en la estructura social2, en las condiciones medioambientales, laborales y culturales. Por tanto, la eficacia de los servicios de salud depende de su capacidad para abordar los problemas sanitarios desde una perspectiva integral que, si bien se sintetiza en cada ser humano, hunde sus raíces en las condiciones generales en las que se desarrolla la vida de cada colectividad. La perspectiva miope de un funcionamiento basado exclusivamente en la consulta individual se parece a quien intenta apagar un enorme incendio a cubos de agua.
Este enfoque integral, insisto, el único que se fundamenta en la evidencia científica, se basa en el diagnóstico de salud, es decir en la identificación detallada de las principales causas de enfermedad y muerte en cada población, correlacionándolas con las condiciones concretas de vida y se continúa con la elaboración de programas de promoción de la salud, prevención de la enfermedad y diagnóstico precoz. Para llevarlo a cabo es necesario un funcionamiento articulado de la totalidad del sistema sanitario, pero la Atención Primaria es su principal instrumento. El pilar, es el Equipo de Atención Primaria (EAP), multidisciplinar (personal médico, de enfermería, psicología, trabajo social, medio ambiente, etc) y cuyo tiempo de trabajo debe ir destinado preferentemente a la realización de programas preventivos, en el Centro de Salud y sobre todo en la comunidad.
Sobre esa base se diseñó la reforma de la Atención Primaria en la década de los 80. El conocimiento directo de la comunidad sobre la que actúa el EAP permitió, por ejemplo, el descubrimiento de talleres de aerografía textil clandestinos que produjeron la muerte de seis jóvenes y enfermedades pulmonares graves a más de un centenar. Esos talleres no tenían existencia legal y eran desconocidos, excepto para el EAP de Alcoy que los identificó y pudo relacionar las patologías con las lesiones respiratorias.
Lo que existe ahora en los Centro de Salud, ¿puede llamarse Atención Primaria?
Aún con muchas insuficiencias, la nueva andadura de los EAP produjo resultados sorprendentemente positivos, que sin embargo determinaron su muerte prematura. Este funcionamiento a lo largo del tiempo iba resolviendo problemas antes de llegar al hospital, reducía el tiempo de ingreso y consultas a especialistas mediante un funcionamiento integrado de los diferentes niveles asistenciales y, en definitiva, mejoraba la salud de la población. También, ¡Ay!, sin proponérselo, redujo considerablemente el gasto farmacéutico. De hecho, el ahorro en farmacia fue muy superior a los mayores gastos de personal que el nuevo modelo incorporaba.
Seguramente se pensará que estoy hablando de sueños imposibles de realizar o que requieren una cantidad inasequible de recursos. No es cierto. Ese es el secreto que ha permitido a países con menos recursos como Cuba o Vietnam controlar una epidemia que tantas muertes evitables se está llevando aquí y en toda Europa. Por el contrario, el sistema más caro del mundo, el de EE.UU., es el más privatizado y el que mantiene a ochenta millones de personas sin cobertura sanitaria.
Aquella prometedora reforma se abortó sin que pudiera esgrimirse argumento alguno sobre su excesivo coste. Al contrario, el gasto empezaba a reducirse, sobre todo el farmacéutico, y la racionalidad en el uso de los recursos se iba abriendo camino. Pero fueron las presiones de la industria farmacéutica y las de la sanidad privada, que veían reducirse sus expectativas de negocio, las que consiguieron sus objetivos. Relativamente pocos equipos realizaron su diagnóstico de salud (al que les obligaba y obliga el Real Decreto3 aún en vigor) , que, obviamente, debía actualizarse periódicamente y medir - y reconducir - en función de los resultados, la eficacia de la labor sanitaria.
La vuelta atrás, la actividad centrada exclusivamente en la consulta médica a demanda del paciente, cuando los síntomas son ya evidentes, se fue imponiendo. Los recortes de personal y la hegemonía de la perspectiva estrictamente curativa hicieron su trabajo. La ideología de la individualización carece de base científica y es profundamente ineficaz en términos de salud, pero es el "fundamento" de la privatización de los servicios sanitarios basados en el hospitalocentrismo y en los que se vende como reclamo el acceso directo al especialista.
En resumen, cuando se toca fondo y nuestro sistema sanitario público agoniza, es importante que las reivindicaciones estén bien construidas. Desgraciadamente, la ideología dominante, la del capital, lleva a muchos médicos y médicas, desesperadas por una práctica agotadora, ineficaz e insatisfactoria, a concluir que el problema es que la población utiliza mal los recursos sanitarios, consume tiempo de consulta con patologías poco importantes, acude a los servicios de urgencia de forma injustificada o reclama medicamentos innecesarios.
Esa línea de razonamiento, inteligentemente inducida por los directivos de las administraciones sanitarias - responsables de los recortes y colaboradores necesarios en el negocio de la privada - es la que lleva a una parte importante del personal sanitario a dirigir su ira y su frustración hacia la población. Por ese camino se llega directamente a reivindicar el pago por el servicio (“si pagaran por ello no vendrían tanto”) con la lógica de que ante las joyerías o las peleterías no se observan colas.
De hecho, el copago farmacéutico para los pensionistas ha determinado que cerca del 20% de quienes tienen menos recursos no acudan a la farmacia a retirar los medicamentos prescritos4. Hay pocas dudas acerca del desastre que ello supone, a no ser que la muerte prematura de las personas mayores pobres sea, de hecho, el objetivo buscado.
Así como el Covid 19 ha servido para desvelar la conciencia de clase, que con tanto celo habían enterrado los postmodernos, también la estructura de los servicios sanitarios está profundamente penetrada de ideología y de intereses, también de clase. Es hora de que el conocimiento científico, la eficacia en el funcionamiento del sistema sanitario y la solidaridad humana, profundamente interpenetrados en lo que a la salud se refiere, se abran camino en la reivindicación de cambios estructurales en el sistema sanitario público.
Es evidente que la calidad y la universalidad de la atención sanitaria exige expulsar a las empresas y a la lógica del beneficio económico de la sanidad, que también, por cierto, incluye la precarización progresiva de las condiciones laborales del personal sanitario. Pero no basta con ello. Hay que eliminar también la base ideológica y organizativa sobre la que se estructura la privatización. Y eso, también, es una cuestión de lucha de clases.
Noviembre de 2020
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1 https://www.boe.es/diario_boe/txt.php?id=BOE-A-2020-3692