Los piojos de Villalobos
Las izquierdas huelen mal; las feministas son marimachos o tiorras; los inmigrantes siempre son presuntos delincuentes; la clase trabajadora es inculta. No extraña, pues, que Celia Villalobos, una profesional de la política del PP, tema que las rastas de un diputado podemita puedan tener piojos y representar un riesgo de contagio para su limpieza exquisita de clase alta.
Sus piojos mentales y sus prejuicios ideológicos destilan el odio característico de un fascismo latente de baja intensidad elitista que sale a la palestra cuando hay ocasión propicia para ello. Huyendo de los argumentos, tira de munición populista porque sabe que existe un consenso tácito en la cultura de a pie de calle a favor de una respetabilidad costumbrista y conservadora que prescribe lo que es correcto e incorrecto de modo sibilino. La norma no escrita dice que el hombre debe usar americana y corbata y la mujer ha de mostrarse con los rasgos femeninos que dicta la publicidad y la sociedad machista en la cual vivimos.
Las excepciones a la regla señalan que a la juventud se le permite cierta licencia underground en su indumentaria, que se pueden relajar los usos de la etiqueta los fines de semana por parte de las clases media y alta y que la clase trabajadora más rancia o de arrabal puede acomodarse a distintas estéticas o modas que las identifique de manera rotunda e inequívoca en la esfera social con denominación de origen genuina: son los grupos chavs de Owen Jones, las minorías étnicas, las chonis autóctonas y las diversas mezclas que pululan por la precariedad laboral y vital del capitalismo.
Esos prejuicios que alienta la derecha son autorrealizativos y operan automáticamente en el inconsciente colectivo. Los políticos de la derecha (y otros asimilados por el sistema), además de los medios de comunicación afines, inciden en ellos porque saben que calan hondo en la audiencia. A partir de una banal y fútil estética normativa, la gente suele elevar sus prejuicios hasta cotas éticas y políticas. El resultado es que relacionan una imagen cultural como anormal o impropia para desempeñar unos roles determinados, por ejemplo, la gestión de la cosa pública.
Se traslada la idea de que no es serio ni adecuado ser diputado o ministra o concejal o presidenta de algún órgano público manteniendo una imagen estrafalaria o diferente que no cuadre con la norma al uso de aparentar una respetabilidad formal a través de su vestimenta o peinado.
El territorio invisible de la normalidad es político e ideológico, resultando de esta premisa que las izquierdas huelen desagradablemente mal y son feas hasta la náusea. Estas espurias ideas son sensuales, creando emociones inmediatas que no precisan de la razón para desentrañar su mensaje oculto y tendencioso.
Los piojos mentales son clasistas donde los haya, pero llegan a su destino, minusvalorando o descalificando a todos aquellos políticos e ideas de izquierda que puedan hacer sombra al orden establecido. El olor nauseabundo entra por los ojos y lo feo huele el mal a primera vista. El círculo es perfecto y vicioso, siendo muy difícil escapar de él porque forma parte de una alienación básica que hunde sus raíces en el discurso atávico de la derecha de demonizar a sus adversarios de clase con prejuicios que anidan en el subconsciente colectivo desde hace décadas.
El odio a sí mismo y la culpabilización interior que el neoliberalismo viene predicando desde hace mucho tiempo para reducir la situación social a un problema exclusivamente individual ha hecho que la clase trabajadora se sienta prisionera y responsable de su precariedad laboral, vital y económica. No hay que pensar en razones fuera de la esfera propia: yo soy el único culpable de mi desgracia.
Este ambiente psicológico y sociológico provoca que la clase trabajadora huela su desgracia como una situación de incapacidad particular y vea su personalidad con una imagen desfigurada y fea. La contrapartida compensatoria es ver a la gente normal exitosa como el espejo de la verdad y lo correcto: ellos se han esforzado más y han hecho lo que tenían que hacer. Luego yo soy un paria que solo merezco desprecio y, como mucho, caridad y conmiseración.
Siempre es más fácil digerir emociones sencillas que inducir razonamientos críticos y complejos. En esta tesitura histórica se enmarcan los prejuicios que abonan las derechas, aquí y en todas partes. Lo sucio se vincula directamente con lo malo, el error y la desviación, mientras que lo limpio se relaciona instintivamente con la verdad, lo bueno, lo correcto y lo inmaculado.
Para que ese juego maniqueísta funcione debe haberse instalado antes una cultura ideológica que dispare los resortes adecuados en nuestro cerebro: la derecha es el orden y la izquierda se representa como la resistencia a lo establecido y la oposición radical a la normalidad de la costumbre y las tradiciones seculares o de índole religiosa.
Como todos aspiramos a emular lo mejor, la belleza convencional y la moda del instante consumista, la inmensa mayoría ansiamos huir de lo que somos, clase trabajadora, hacia un estatus superior, clase media. En esta clase el aroma es más soportable y el espejo social nos devuelve una imagen más estereotipada y aceptable para ganar en autoestima privada.
Los piojos de Celia Villalobos son imaginarios pero extremadamente nocivos, contaminando la realidad social hasta el tuétano de las conciencias más débiles o con menos recursos intelectuales a su alcance. No son más que lucha de clases ideológica basada en prejuicios profundos que conforman nuestra cultura capitalista. Y cambiar la cultura dominante no es cuestión baladí ni tarea de un día.
El lavado de cerebro de la publicidad y la propaganda capitalista son tan ubicuos, intensos y eficaces que derribar sus falacias precisará de un discurso muy potente por parte de las izquierdas transformadoras. Desmontar su tecnología es un trabajo que habrá que realizar en simultáneo con las propuestas políticas y las reivindicaciones sociales. La pregunta incómoda es ¿existe esa izquierda ambiciosa y coherente, incluidos los sindicatos, que mire hoy más allá del ombligo del mero reformismo a la defensiva?
El Tribunoide