Matar Libios
“La moral siempre ha sido una tapadera”
Anatole France
1)Liberalismo homicida
Matamos iraquíes, matamos afganos; hemos matado en África, en Asia, en Latinoamérica...; sentimos ganas de matar en Corea del Norte, en Irán, en Venezuela... Ahora, queremos matar libios.
La unanimidad actual en un “Sí a la Guerra”, guerra expansionista que responde (como todas las guerras) a intereses económicos, geo-políticos y de avasallamiento cultural, muestra a las claras que habitamos ya el neo-fascismo de las Democracias, que Occidente remeda a Hitler y a Stalin.
Hitler y Stalin “pasaron”... Ahora nos pasan Obama, los caudillos temporales de los países “desarrollados” de Europa (Sarkozy, Cameron, Berlusconi, Zapatero...) y los prohombres desalmados de las potencias emergentes. Nos pasan Obama, sus subordinados, sus secuaces y sus antagonistas de superficie... Hace tiempo que inauguramos la III Guerra Mundial. El responsable de esta conflagración puede ser nombrado de diversos modos: nosotros lo llamamos “Demofascismo Occidental”, mientras que muchos políticos, analistas y mercenarios de los “mass media” prefieren designarlo como “Comunidad Internacional”. Pero ¿qué es la Comunidad Internacional, en este caso, aparte de una camarilla de potentados y de asesinos? No siendo “democrática” la ONU, persistiendo (entre otras lacras) el “derecho de veto”, ¿quién va creer que el Comité de Seguridad, o una parte mayoritaria del mismo, representa fehacientemente los intereses y las aspiraciones de la Comunidad Global Internacional? No, no es la Comunidad Internacional la que ya ha empezado a matar libios: lo está haciendo, sencillamente, una oligarquía despótica.
Por otra parte, es evidente que, como tal, la Comunidad Internacional nunca se ha dado, no existe en tanto sujeto, carece de un referente social o político discernible; y es esgrimida hoy de forma demagógica, cosmética, siempre al interior de formulaciones mixtificadoras. Hablar de “Comunidad Internacional” puede servir, en esta ocasión, para no señalar con el dedo (como deseaba Nietzsche) a los criminales: EEUU, Francia, Inglaterra y cuantos se irán apuntando a la previsible Victoria de los Neo-imperialistas (España, Italia, regímenes satélites de otros continentes, formaciones oportunistas...).
La coyuntura trágica en la que vivimos quedó reflejada magistralmente en la escena final de una película de Andrzej Wajda (“La tierra de la gran promesa”): los acaudalados, los poderosos, los empresarios y sus acólitos, sorteando y aparcando sus pleitos, sus pulsos, sus muy pequeñas guerras intestinas, “deciden” que la policía dispare contra el pueblo, contra la protesta justa de la gente no del todo envilecida. EEUU, Japón, Europa, China..., en un paréntesis de su competencia, de su rivalidad económica y geo-política, pueden hoy, en consenso, cursar la orden de fuego contra los libios, como contra cualquier otro adversario de “su” democracia y de “su” libre mercado.
La globalización de la democracia representativa (liberalismo político) conlleva la extensión de la ley de la oferta y de la demanda (siempre adulterada, gestionada por el lado de la oferta, como recordó hace tiempo Jean Baudrillard en su opúsculo “La génesis ideológica de las necesidades”) y, en conjunto, propende la expansión del libre mercado (liberalismo económico). El interés hegemónico occidental y ya no solo occidental (interés común de las potencias económicas dominantes, unas en declive, otras ascendentes) se cifra en una “universalización del mercado”, porque en el mercado siempre ganan los más fuertes, los más ricos, los detentadores del poder -poder en el Estado y poder por el Capital. Werner Sombart sugirió hace décadas que no es el “género humano” el que se traduce en el mercado, sino un tipo espiritual específico, objeto de sus sagaces investigaciones: “el burgués”.
Los diversos y ampliables “G” (grupo de los siete, ocho, nueve, diez, veinte y así pronto hasta los treinta o cuarenta) procuran, desde su preeminencia, al lado de las organizaciones internacionales meretricias, de las multinacionales, de la banca mundial y, en fin, de todas esas corporaciones capitalistas tan opulentas como crueles, que el mercado se instale en todas partes. Pero que se instale bajo la égida de la Democracia Liberal... Y, para lograrlo, no escatiman en sangre: fueron usureros de la sangre en Iraq, en Afganistán, en África, en América Latina... Lo cierto es que les cabe la máxima “distinción” en el homicidio, que son criminales “de altura”: masacran como nadie, victimizan casi en masa, y siempre salen ilesos.
Ahora están calibrando el monto de cadáveres con que habrán de apechar a fin de instalar, para su usufructo, esa tenaza de la democracia representativa (falsa democracia, democratismo tiránico) y del mercado libre/desigual (estructuralmente injusto) en Libia o en una parte de Libia. Matar libios puede ser un negocio; y solo se está haciendo porque parece, de verdad, un negocio.
2)Tropa cínica de canallas
Las recientes “revueltas en Oriente Próximo y Norte de África” -porque es erróneo, si no turbio, hablar de “revueltas árabes”, “revueltas musulmanas”, “revueltas democráticas”, etc.-, estos rumbos diversos de la protesta, con un referente mínimo geográfico, exhiben una índole indiscutiblemente autónoma. Tienen que ver con lo que ocurre allí, con lo que ha estado pasando allí, y con el modo de responder de otras gentes, con la contestación de los otros. Es muy bello que no podamos conjeturar hacia dónde camina ese mundo, menos previsible y menos declinante que el nuestro.
Dice Zizek, en “La tiranía de la felicidad”, que la única diferencia entre la modalidad contemporánea de control absoluto de la población adoptada por EEUU y los dispositivos de vigilancia desplegados por el viejo estalinismo estriba en que a éste eran muchas las cosas que se le escapaban, que no “sabía”, que se le hacían opacas (y de ahí aquella hipertrofia de la delación, de la constante sospecha, de las purgas histéricas...), mientras que aquél todo lo conoce, de todo tiene informes, todo lo contempla... Siendo cierta la constatación de este autor, debemos señalar enseguida que la omnisapiencia yanqui solo funciona “hacia el interior”, en lo concerniente al tejido social estadounidense, y que flaquea sorpresivamente, encallando sin remedio, cuando aleja la vista de su propio ombligo. Los países ricos lo saben casi todo de sí mismos, de sus poblaciones, todo de las capacidades de respuesta “militar” de los Estados que atacan; pero desconocen a los pueblos otros agredidos. Y sus “científicos sociales”, esa grey de antropólogos, sociólogos, etnólogos, sicólogos, etc., manifiestan la más absoluta miopía ante las demás gentes y las diversas culturas. Es un suerte...
Reconforta que todavía germinen procesos en cierto sentido “autóctonos”, parcialmente “autónomos”, de algún modo “inciertos”. Pero se ha dado, a continuación, una aproximación parasitaria de Occidente, de los países encumbrados, de las potencias emergentes y de los Estados advenedizos. Han hecho cálculos, previsiones, atendiendo a la economía y a la geo-política, mirando siempre por sus intereses y dispuestos a seguir esgrimiendo la mentira inmensa de los Derechos Humanos, de la Democracia, del Bien Común Planetario. ¡Tropa cínica de canallas!
3)Crisis, guerra y explotación incrementada de la fuerza de trabajo
Y es verdad hoy que, si se ha desatado la guerra mayor, si hemos desplegado nuestras tropas de paz, nuestros ejércitos humanitarios, si hemos hecho uso del más corrupto de los derechos, decretado por nosotros y para nuestro bien particular (el derecho de injerencia), si hemos corrido a matar gente, a matar libios, no ha sido para defender la más profunda filosofía de la vida, el concepto mejor fundado de la libertad, una idea franca de la Paz Mundial. Porque hay, sobre la Tierra, muy distintas filosofías de la vida, muy diversos conceptos de la libertad y muy diferentes modos de entender la Paz y hasta lo que sea “El Mundo”.
Esta guerra se hace para la acumulación de poder y de capital, guerra de bestias que viven de la carnicería humana, de la podredumbre universal. No cabe duda: nos sumamos al conflicto para reclutarlo, para llevarlo al encuentro de nuestras ambiciones económicas, geo-políticas, filosóficas, civilizatorias...
Y estamos dispuestos a seguir matando gentes, a asesinar sin descanso (como ya obramos en Iraq, en Afganistán, en África negra, en Sudamérica...: lo repetiré mil veces), para defender nuestros intereses materiales y afianzar (exportándolo, si es posible) el modo propio, nuestro, de dominar y exprimir a una buena parte de la sociedad. Entre la guerra que hacemos a los de afuera y la vuelta de tuerca que aplicamos a los más débiles de los de adentro se ha establecido un vínculo cofundador. El fascismo clásico nos enseñó la relación típica entre “crisis” y “guerra”; el demofascismo del siglo XXI, dando un paso más, revela la conexión lógica entre “crisis”, “guerra” y “sobre-explotación de la masa laboral”.
Mataremos libios, si hace falta, como hemos matado iraquíes y seguimos matando afganos, como hemos matado a lo largo de la historia en tantos rincones del mundo, a fin de cuentas para mantener sofocados, con la soga al cuello, atornillados a la explotación y al deseo de ser explotados, a la “fuerza de trabajo”, a los “recursos humanos”, a los nuevos “parias” de Occidente, a lo que queda de “pueblo” en regiones de todas formas condenadas, en vías de naufragio definitivo. Matamos allí, y es “vida” lo que segamos, para explotar mejor aquí la “muerte” sostenida, cotidiana, congelada, de nuestros supuestos compatriotas, de nuestros vecinos innegables, de todos estos “ciudadanos”, no quisiera decir “idiotizados”, que, por su docilidad enigmática y su aquiescencia culpable, no solo dan ya un poco de pena. Porque somos como ellos, en días como hoy, a las puertas de otro genocidio, nos damos también un mucho de asco.