No llamemos perdón lo que es genocidio
Mientras España preparaba la celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento, (1992) desplegó una cantidad ingente de medios y dinero para apuntalar su propuesta de reconquista. Recuperar un rol protagónico en el continente. Primero, se dio a la tarea de exportar la ideología de la transición política como modelo para negociar una salida a las dictaduras del Cono Sur y, en segundo término, busco proyectar y asentar el desembarco de sus multinacionales Repsol, Iberdrola, Endesa, banco Santander, BBVA, Telefónica e Iberia en América latina. Luego, hacer ver a sus socios europeos y en EEUU que España era un buen interlocutor para imponer el Consenso de Washington (1989).
PSOE, PP, nacionalistas vascos y catalanes tenían claro su objetivo. No hubo fisuras. España debía recuperar su protagonismo. Para ello contó con la complicidad, si exceptuamos a Cuba, de todos los gobiernos de la región. Su resultado ha sido raquítico, sólo quedan las cumbres iberoamericanas y la Secretaría General Iberoamericana. Un cascarón hueco, venido a menos.
Las empresas españolas, sean bancos, tecnológicas, patrocinadoras del capitalismo verde, turismo, complejos hoteleros o de seguridad, consideran a América Latina un espacio natural del cual extraer beneficios y aumentar su cartera de inversiones. Exposiciones, foros y conferencias mostrando los beneficios de la presencia española para el desarrollo de la región constituyen la cara amable. Bajo cuerda, el apoyo a golpes de Estado, lavado de dinero, destrucción del medio ambiente, venta de armas, repatriación de beneficios y descapitalización.
El etnocidio no es el pasado de España, es actualidad de sus empresas. Baste recordar los informes de Naciones Unidas redactados por Rodolfo Stavenhagen. Megaproyectos tales como presas hidroeléctricas, autopistas o expansión de la minería extractivistas vienen precedidos de la expulsión de los pueblos originarios de sus territorios. Los empresarios españoles, apoyados por la corona, cuentan también con el aval de las burguesías cipayas. ¿Tiene sentido pedir perdón en este contexto?
¿Leyenda rosa o leyenda negra? Defensores y detractores sostienen una polémica enquistada en justificar o condenar, para exonerar o culpabilizar a sus ejecutores. El pasado es un continuo presente. Se reinterpreta a la luz de nuevos datos y perspectivas. No se trata de juzgar con valores del siglo XXI acontecimientos del siglo XVI, XVIII o XX, sino comprender cómo se articuló el capitalismo colonial y la dependencia industrial financiera tras la independencia política en América Latina. No pidamos peras al olmo. Los conquistadores fueron a conquistar y a colonizar. Poco o nada les interesaban las poblaciones existentes, salvo como mano de obra y proyectar su dominio cultural.
Podemos edulcorar los hechos, pero ello no cambia el significado de la conquista. Sostener como argumento que no hay imperio que no haya cometido genocidio es vulgar. Consuelo de muchos, mal de tontos. Pero vayamos al fondo. En este debate, un invitado de piedra, una voz ausente: los pueblos originarios. Su voz no puede ser suplantada o ninguneada, y hasta hoy lo han sido. Son 500 años de lucha y resistencia. Su visión no está en sintonía con la historia construida por la sociedad blanca-mestiza, anclada en la idea de progreso y la sempiterna concepción de una superioridad étnica racial que habilita a los invasores a cometer genocidio.
El perdón es un acto de constricción, más religioso que político. Sin autonomía ni reconocimiento de sus territorios, de sus leyes consuetudinarias, es un brindis al sol. Hoy, los estados-nación siguen el mismo camino que el imperio español. Los pueblos originarios son doblemente explotados como campesinos e indios. Les quitan sus tierras, asesinan a sus dirigentes, envían al ejército para reprimirlos, les niegan sus derechos ancestrales, les roban sus conocimientos, encarcelan a sus líderes, violan a sus mujeres hasta su exterminio. Solo que el genocidio y el etnocidio toman la forma de colonialismo interno. Véase Pablo González Casanova o Frantz Fanon.
Para el imperio español, mucho que celebrar, dice su eslogan este 12 de octubre, y para las repúblicas independientes continuismo, negándose a parar el exterminio. La historia es un campo en disputa. Los hechos brutos deben someterse a un proceso de construcción, dotarlos de sentido. Pedir perdón en pasado y no ver el presente es legitimar una forma de dominación, un sistema político. Desde Alaska hasta la Patagonia se están produciendo los mismos procesos de expoliación de los recursos, expropiación de las tierras a sus legítimos dueños, los pueblos originarios. Esa es la realidad.
Más allá de la polémica entre los gobiernos de España y México, lo que subyace es una visión paternalista de la historia. Como dato, mientras participaba en un debate sobre el V centenario, escuché a Leopoldo Zea afirmar que la colonización de España era legítima, en forma y contenido. Su argumento: los territorios de América Latina no tenían dueño. Así se justificó la dominación imperial. Y me pregunto: ¿si los territorios no tenían dueño, qué eran los pueblos originarios? No llamemos perdón lo que sigue siendo genocidio y colonialismo interno.
La Jornada