Normópatas
¿Es casual este nuevo mantra del PP? ¿Es normal que no paren de hablar de normalidad?
Lo lógico sería que los políticos supuestamente constitucionalistas y paladines del Estado de derecho apelaran a la legalidad; pero resultaría un tanto paradójico que los miembros del partido más corrupto de Europa, sobre los que no cesan de llover las imputaciones pese a la pertinaz sequía, abusaran de ese término peligrosamente autorreferente, y esa es una de las razones de que a veces lo sustituyan por otro más vago y menos comprometido.
La otra razón es que son normópatas. No hay más que verlos, repeinados y maqueados como comparsas de telenovela (que de hecho es lo que son). No hay más que oírlos. No hay más que leer sus biografías y sus antecedentes. ¿Y qué es un normópata? El prestigioso psicólogo mexicano Enrique Guinsberg lo define como “aquel que acepta pasivamente por principio todo lo que su cultura le señala como bueno, justo y correcto, no animándose a cuestionar nada y muchas veces ni siquiera a pensar algo diferente, pero, eso sí, a juzgar críticamente a quienes lo hacen e incluso a condenarlos o a aceptar que los condenen”.
Para el normópata, lo normal es que una familia la formen un hombre y una mujer, por lo que el matrimonio homosexual (y la homosexualidad misma) es una aberración. Para el normópata, siempre ha habido ricos y pobres, siempre ha habido reyes y súbditos, siempre ha habido obispos pederastas impunes, siempre ha habido brutalidad policial impune, siempre ha habido políticos corruptos impunes, y por tanto es normal que los ricos, los reyes, los obispos, los policías y los políticos sigan abusando impunemente de los demás. Y, consiguientemente, también es normal que quienes se oponen a estos abusos normalizados vayan a la cárcel.
La normopatía está muy cerca de aquella “banalidad del mal” de la que hablaba Hannah Arendt al analizar el caso de Adolf Eichmann,que no parecía un individuo especialmente retorcido o enfermo. Cometió sus horribles crímenes por el mero deseo de ascender en su carrera profesional (como la mayoría de los políticos), y, según repetía sin cesar en su defensa, se limitó a cumplir las órdenes de sus superiores. “Fue como si en sus últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado -escribió Arendt-, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”.
Pero, aunque el pensamiento normópata de Rajoy, Albiol, Rivera y compañía sea impotente ante el mal y su terrible banalidad, nuestro pensamiento, nuestras palabras y nuestras acciones no lo son. No podemos aceptar su “normalidad” y no la aceptamos. No aceptamos su corrupción sistemática, ni su manipulación de la justicia, ni su brutalidad policial, ni su encarcelamiento de inocentes, ni su Constitución mordaza, ni su monarquía franquista, ni su españolismo casposo. Lo demostramos el 1 de octubre y seguiremos demostrándolo, hasta la victoria y más allá, hasta que sea normal ser diferente, hasta que sea normal librarse de los normópatas.