Nueva morfología del trabajo: Entrevista con Ricardo Antunes
- En su último libro, usted desarrolla la nueva estructuración del mercado de trabajo a partir de los conceptos de acumulación flexible y formas de trabajo degradado. ¿De qué modo estas conceptualizaciones le permiten entender la nueva morfología del trabajo?
La llamada acumulación flexible, la empresa flexible, es aquella que sustituye la planta de origen taylorista-fordista que fue dominante en el siglo XX. Fundamentalmente, su diferencia está en que el trabajo, la fuerza de trabajo es considerada como costo y, como todos los costos, debe disminuir. En segundo lugar, es la consecuencia de un intenso desarrollo de la maquinaria tecno-científica-informacional y hoy digital.
Esto es importante para el capital porque, por ejemplo, integrada en una red través de una computadora, no es necesaria una empresa concentrada, sino muchas pequeñas unidades desparramadas por distintas partes del mundo. Esto tiene una consecuencia directa: fragmenta la clase trabajadora y dificulta inmensamente la organización sindical. Una cosa es la organización sindical en una fábrica que tiene diez mil trabajadores juntos; otra cosa es un sindicato organizado de una empresa que tiene veinte fábricas con cincuenta, cien o doscientos trabajadores en cada una. Estas plantas más pequeñas, son empresas donde las sustancias vivas el trabajo– está siendo secado, eliminado y los que se quedan en el trabajo, trabajan mucho, porque a diferencia de un trabajador/una máquina como en la planta taylorista-fordista, ahora es un equipo de trabajadores operando simultáneamente con muchas máquinas, y una intensidad más profunda. La empresa crea una situación muy compleja: es aparentemente menos despótica, aparentemente hay más libertad; por ejemplo: los comedores de los trabajadores son los mismos que los de los directores, cuando en el pasado estaban separados. No hay más divisiones.
El hecho de que uno puede mirar al otro genera una situación de aparente igualdad; pero, al mismo tiempo, al no haber divisiones, uno puede vigilar al otro, se ejerce un control más enmascarado, porque todos miran a todos simultáneamente. Hay un proceso en el que, como las plantas son flexibles, las producciones son más flexibilizadas, el consumo no es el mismo tipo de consumo de masas de la época taylorista-fordista: las empresas producen aquellos que la demanda requiere para evitar la hiper producción y la incapacidad de vender los productos. Esto significa que la clase trabajadora debe estar compuesta por un núcleo pequeño y estable, el grupo que dispone del dominio técnico necesario para la empresa. Si la empresa va creciendo mucho toma los tercerizados y cuarterizados. Son aquellos que son contratados cuando los mercados se expanden y que son brutalmente reducidos cuando el mercado se reduce.
Hay otro problema. Los estables, en general, tienen más proximidad con la organización sindical, pero los tercerizados son más vulnerables: tienen empleos más precarizados. Las empresas de tercerización y gestión del trabajo tienen una política muy fuertemente anti-sindical.
Fundamentalmente, son estas las cuestiones que caracterizan a la empresa flexible, que produce para la clase trabajadora una situación muy difícil. En la planta taylorista-fordista, el trabajo estaba más reglamentado, con más derechos; pero era un trabajo animalizado. Taylor hablaba del “gorila amaestrado”: era un trabajo manual, prescripto. Los obreros tenían que hacer únicamente lo que estaba prescripto. En la planta más delgada de la era de acumulación flexible, hay un proceso inverso. Los trabajos aparentemente son más independientes. Se pueden hacer más cosas, no hay tanta prescripción. Es la base de lo que se conoce como “toyotismo”: Taiichi Ohno, el gerente ingeniero de la Toyota, a diferencia de Taylor, decía que es preciso inducir e incentivar la dimensión intelectual y cognitiva de los trabajadores.
Pero, en lo que concierne a las condiciones de trabajo, nos encontramos con trabajos inestables, frecuentemente desregulados, desprovistos de derechos y flexibilizados. Entonces, claro, entre la empresa taylorista y fordista y la empresa de la era de la acumulación flexible, existen estas diferencias. Y entre una y otra, hay graduaciones. En nuestro último trabajo que se llama Riqueza y miseria del trabajo en Brasil, mostramos que hay muchas graduaciones. Hay empresas flexibles que mantienen esa herencia taylorista-fordista; y hay empresas que son tayloristas y fordistas pero tienen algunos elementos del mundo flexibilizado. Este es el escenario de lo que yo llamo “la empresa flexible”.
- Usted hacer mención en un momento a un mecanismo de mediatización que opera sobre la fuerza de trabajo flexibilizado, a partir de la figura del péndulo...
El mundo de trabajo hoy tiene un movimiento pendular. Cada vez menos hombres y mujeres trabajan menos, encuentran menos trabajo estable y necesitan de muchos trabajos –dos, tres, hasta cuatro– para sobrevivir. Y, cada vez más, hombres y mujeres no encuentran trabajo y viven disputando la búsqueda de cualquier labor. Por ejemplo, los cartoneros: ¿cómo empezó este trabajo? Empezó yendo a la basura para buscar restos para su comida y para sus casas. Y, poco a poco, además de hacer de la basura su sobrevivencia, empezaron a hacerse de los materiales rescatados para venderlo para el reciclado: plástico, lata, aluminio, vidrio. Este es el cuadro del trabajo en los inicios del siglo XXI: cada vez menos hombres y mujeres tienen un trabajo fijo y estable y cada vez más hombres y mujeres viven la precariedad del desempleo estructural. Vivencian la condición de una precarización estructural del trabajo, que actúa hoy como condición de nuestro mundo.
- Queríamos preguntarle sobre la discusión que sostiene con Toni Negri sobre la cuestión del trabajo inmaterial en la conformación de la teoría del valor. ¿De qué modo confronta con sus tesis de la centralidad del valor inmaterial?
Yo pienso que el capitalismo hoy utiliza la dimensión intelectual del trabajo para agregar más valor, plusvalía. Porque la producción completa hoy es una producción muy heterogénea que cuenta con sectores muy intelectualizados en la punta, hasta sectores muy precarizados en la base. Por ejemplo, en la producción de la Nike, están aquellos que definen los modelos, las marcas, que son trabajos más intelectuales. Al mismo tiempo, hay trabajos ultra precarizados que están en la base de la producción.
Hace algunos años atrás, una trabajadora de la Nike cobraba menos de cuarenta dólares por mes, cuando una zapatilla cuesta alrededor de doscientos dólares. Lo mismo en la empresa Microsoft, que tiene trabajadores de punta que diseñan el software y están los de la línea de producción en situaciones de absoluta precariedad.
Este proceso incorpora el trabajo material que es visiblemente dominante, pero incorpora también el trabajo inmaterial: el trabajo de propaganda, de investigación, de diseño, etc. En la articulación conjunta, entonces, está el trabajo material, que es central, y el trabajo inmaterial, que es partícipe; ambos participan del proceso de la formación de valor. Esto es muy diferente de lo que dice Negri, para quien, primero, el trabajo inmaterial es dominante y, segundo, el trabajo material no es parte del valor, sino que este se realiza por el trabajo del afecto, de la subjetividad, un trabajo de nuevo tipo. Ahora, no es un trabajo de nuevo tipo: es una forma acentuada de un trabajo del que Marx ya se había percatado cuando escribió El Capital –su obra máxima–, los Grundrisse, y en aquel fragmento muy especial que es el Capítulo VI inédito de El Capital, en donde habla de “trabajo productivo” y “trabajo improductivo” y, dentro de este, lo que denomina “trabajo no material”.
Para mí, “trabajo no material” es lo mismo que “trabajo inmaterial”. Pero es muy diferente el análisis que yo hago de la ley del valor, del análisis que hacen, por ejemplo, Negri y Hardt, que piensan la inmaterialidad como dominante: esa es una concepción eurocéntrica. Imagínense decir que en la China predomina el trabajo inmaterial; o en la India, o en nuestra América Latina. Es una visión eurocéntrica que capta una tendencia real, ciertamente, la emergencia y la expansión del trabajo inmaterial. Pero decir que esa tendencia sea dominante, es a mi juicio algo completamente equivocado. Por eso, en un diálogo crítico, yo digo: mi concepción de trabajo inmaterial es otra. Es un esfuerzo de actualización y comprensión actual de pistas excepcionales que Marx ofreció cuando percibía algunos fenómenos que, en el siglo XIX, eran marginales y que hoy no lo son. Ahora, una cosa es hablar de interacción compleja entre trabajo inmaterial y material, y otra cosa es hablar de un dominio del trabajo inmaterial sin la participación de la creación de valor complejo; esta segunda tesis es para mí un equívoco grave.
- ¿Cómo analiza esta nueva tendencia del campo intelectual vuelta a reflexionar sobre el trabajo, donde, por ejemplo en Argentina, se ha pasado de muchos análisis sobre los movimientos sociales, a volver a preguntarse sobre esta problemática? ¿Cuáles cree que son los componentes que hicieron que el campo intelectual regrese a la cuestión del trabajo?
Fundamentalmente, hubo un conjunto de cambios a partir de la crisis de los años ’70 que metamorfoseó la forma de ser del trabajo: lo que estamos llamando, hoy, “la nueva morfología del trabajo”. Muchos autores vieron en estas tendencias el fin o la deconstrucción o la reducción del trabajo, con dos consecuencias graves: en primer lugar, el fin, la deconstrucción o la reducción del trabajo implican que la clase trabajadora pierde su fuerza política. En segundo lugar, el trabajo no es el fundamento de la ley del valor y, consecuentemente, de la plusvalía.
Son dos cosas muy fuertes, ya que si no hay más valor, no habitamos más la sociedad capitalista; y si la clase trabajadora no tiene más fuerza para modificar el mundo, éste no cambiará jamás, por lo cual, el capitalismo será eterno. Estas tesis me hicieron plantear en mi libro de 1995 ¿Adiós al trabajo?, una pregunta: ¿adiós al trabajo?, donde polemizaba con Adiós al proletariado de André Gorz, con la Teoría de la acción comunicativa de Habermas, con el ensayo de Claus Offe “Trabajo: ¿una categoría sociológica central?”, donde hacía la pregunta para contestarla negativamente. Yo planteaba una cuestión diferente: no hay un movimiento unidireccional –fin del trabajo o reducción–, sino un movimiento multitendencial e incluso contradictorio, donde en algunos sectores la reducción del trabajo de tipo taylorista-fordista y, por tanto, del obrero tradicional de este tipo, es enorme. Pero al mismo tiempo se amplió el trabajo de los proletariados precarizados en la industria, en los servicios, en la agro-industria, etc.
O sea, hay un movimiento pendular diferente. ¿Qué pasó? Estas tesis del fin del trabajo demostraron ser un fracaso completo. Eran, además, eurocéntricas: paralelamente, en el mundo real, la Nike situaba su producción en la India y en América Latina, para pagar menos a la fuerza de trabajo. Las empresas de EEUU y de Europa cambiaron su producción del suelo norteamericano y europeo hacia el este de Europa. Las empresas alemanas pagaban mucho menos para producir en Hungría o en Polonia de lo que pagaban en Alemania. Por fin, la explosión de India y de China como lugares de producción. ¿Qué significa esta explosión? En primer lugar, ambos países tienen una fuerza de reserva manufacturera industrial y de servicios monumental, que hizo que los niveles de reproducción de la fuerza de trabajo caigan de cien a diez, por poner un ejemplo.
O sea, hoy cualquier empresario transnacional mira los bajos patrones de remuneración de la fuerza de trabajo de China. Los empresarios toman los patrones de reproducción de esa fuerza de trabajo de tal modo que un obrero argentino, brasileño o mexicano es considerado costoso, porque los obreros chinos son mucho más baratos. Es un proceso de pauperización del trabajo y de intensificación de la plusvalía absoluta y relativa en escala global. China tiene una fuerza sobrante de trabajo inmensa; India tiene una fuerza de trabajo inmensa y un aparato científico relativamente fuerte para los llamados países en desarrollo, tiene una clase trabajadora con niveles de formación superior a muchos de los países, por ejemplo, de la América Latina, como Perú, Ecuador, Bolivia, amplias partes de Brasil, que no tienen un proletariado calificado como el de aquellos países. Es evidente que esta tesis del papel del trabajo en la creación del valor –la baja de los precios de fuerza de trabajo en escala global– mostró que los teóricos del fin del trabajo estaban errados: no se trataba del fin del trabajo, sino del fin de cierto tipo de trabajo relativamente estable y relativamente bien remunerado como en Suecia, Alemania, Holanda, Francia; en un contexto global de degradación, precarización y destrucción del trabajo.
Una situación donde una parte enorme de la fuerza de trabajo es superflua y no tiene más cómo ser incorporada dentro de la lógica destructiva del capital. Esos trabajadores y trabajadoras sólo tendrán un trabajo dotado de sentido si cambiamos la lógica destructiva del capital. Pero cambiar la lógica destructiva del capital implica derrumbar los sistemas del capital: lo que es algo muy complicado pero, al mismo tiempo, imprescindible.
Porque, si nosotros volvemos acá dentro de veinte años, al sindicato donde estamos hoy, de los trabajadores del Estado, la situación de hoy será buena en comparación con la que se vivirá en las próximas décadas, si no hay un cambio estructural fundamental. ¿Por qué? Hace cinco años yo estuve aquí y decía que la situación era precaria, pero era mucho mejor que ahora –y no hablo sólo de la Argentina, hablo del mundo. Y hace veinte años, la situación de los trabajadores era mucho menos precaria de lo que es hoy. Porque el capitalismo es hoy el capitalismo de las transnacionales que quieren más valor, una competencia desenfrenada como parte de una lógica destructiva.
Tres son las consecuencias visibles de esta lógica destructiva. Una lógica que destruye el trabajo en escala global; una lógica que destruye la naturaleza y el medio ambiente en escala global –yo salí de Brasil hace dos días, estamos en primavera y hacía 35º de temperatura; y en el Nordeste de Brasil hacía cerca de 42º: estamos viviendo un proceso de desertificación del mundo en función de la destrucción ambiental, donde la temperatura del mundo está ascendiendo, los niveles del agua y mares del mundo están subiendo, y vamos de los terremotos a los incendios. La tercera dimensión destructiva es la política internacional de EEUU, que es la política de la guerra: la que implica la invasión de Irak, mañana la invasión de Irán, pasado mañana la invasión de Corea, Venezuela o Cuba, siempre es preciso invadir algún país. Esto atiende a una lógica política de dominación, el falso proyecto de la “democracia global”, un proyecto de apropiación neoimperial de las riquezas energéticas del mundo: petróleo, gas, agua. Todo debe quedar en y para los EEUU.
¿Es un cuadro pesimista? Sí, lo es. Pero en un contexto de crítica que implica muchas luchas sociales. Nosotros estamos viviendo una etapa de cambio en las formas de lucha social. Por ejemplo, en América Latina se lucha contra la privatización del agua –Ecuador, Volvía, Perú–, contra la privatización del Petróleo –Venezuela–, contra la privatización del gas –Bolivia. Se lucha contra la destrucción de la naturaleza que los capitales globales efectúan en nuestra América y en otras partes del mundo. Hay huelgas en distintas partes del mundo, una forma de lucha tradicional pero importante en su persistencia. Hace unos días, hubo una enorme huelga de los trabajadores del servicio de transporte público de Francia que pararon la circulación de todo el país, porque el gobierno de extrema derecha –derecha o extrema derecha, es una cuestión de gustos– de Sarkozy quiere destruir la previsión social de los trabajadores públicos.
También hubo en 2005 una huelga importante en Francia en contra de la Ley del Primer Empleo, que unificó a los estudiantes que no aceptaban el contrato de primer empleo que era una falacia precarizante, y a los trabajadores estables que percibían que los contratos de primer empleo, si pasaban a los estudiantes, después iban a llegar a ellos también, lo que significaba que en dos años los empresarios iban a poder despedir sin justa causa. Y algunos meses antes, en octubre-noviembre del año anterior, fin del 2004, la explosión de los sans papiers en Francia, los “sin papeles”: jóvenes, inmigrantes, precarizados y sin trabajo. ¿Qué empezaron a hacer? A destruir la periferia de París.
¿Cuál fue el objeto que más destruyeron, en ese momento? Automóviles. ¿Por qué? Porque el siglo XX es considerado la era de la sociedad del automóvil; y decían: esta sociedad de los automóviles no es para nosotros, es para ellos y no para nosotros. Este cuadro muestra que hay lucha social en América Latina.
Vimos una maravillosa lucha en Oaxaca, en México, el espíritu de la comuna volvió en Oaxaca. Estamos viendo gobiernos como el de Venezuela, Bolivia e incluso de Ecuador, que están intentando un camino alternativo que no es irrelevante, al contrario: es muy importante que un gobierno como el de Venezuela ponga como bandera de su proyecto político el discutir el socialismo del siglo XXI. Porque hace diez años, no se podía hablar de socialismo. Pero cuando me decían que el socialismo había acabado, yo les respondía que era imposible porque aún no había podido comenzar. Intentó comenzar, pero no lo consiguió. Es una discusión muy importante, la pregunta por el socialismo y r su fracaso en el siglo XX. Porque una cosa es tener una revolución socialista, como la Unión Soviética; otra cosa es instaurar un nuevo modo de vida socialista, que no es posible ni en un solo país, ni en un conjunto de países. No habrá socialismo en tanto el corazón del sistema del capital no sea perimido. El corazón del sistema de capital son hoy los EEUU, la Europa avanzada y Japón.
Mientras esos polos centrales del capital no sean golpeados, no habrá socialismo. No se puede hacer una revolución socialista en la periferia del sistema porque acaba agotándose. Los casos más evidentes son dos. La URSS, que hace una revolución majestuosa y que en 1989, 1990 empieza a desaparecer. Y la situación actual de China. Ninguna persona de buen sentido hoy puede decir que China es una sociedad socialista porque China es un país completamente dominado por relaciones de trabajo y de producción capitalistas pero controladas políticamente por un partido comunista chino que es muy centralista, muy autocrático. El partido comunista chino hizo su congreso hace algunas semanas, donde se han afiliado los empresarios: un comunismo de empresarios no tiene por cierto nada del proyecto original marxiano o incluso marxista en el sentido más originario, que no imaginaba un partido comunista compuesto por empresarios y mucho menos una sociedad socialista donde los empresarios mandan.
Entonces, China es un país hoy muy complejo, porque tiene un mando político por parte del partido comunista chino que controla completamente el poder del Estado y del ejército y tiene una sociedad que explota intensamente su fuerza de trabajo. Por todo esto, en dos o tres años China pasó de cinco mil conflictos sociales a ochenta mil conflictos en el año 2005. El país sufrió una explosión, porque la intensidad de la explotación del trabajo de los obreros y obreras chinos tiene un límite, y empieza a generar la explosión de la conflictividad como en cualquier país capitalista.
- En este esquema que usted hace, ¿cuál es la autocrítica que debiera hacerse la izquierda latinoamericana por haber contribuido a las condiciones de opresión simbólicas a su interior? En este sentido y retomando a el sentido de la pregunta anterior, ¿cuál es su opinión acerca de este proceso de invisibilización del trabajo en tanto ha sido, en cierta medida, sostenido por el pensamiento de izquierda, en su corrimiento hacia una visión de los movimientos sociales, hacia un enfoque más “onegeista”? ¿Cómo cree, además, que se revierte esta situación?
Es una pregunta muy compleja, intentaré hacer tan sólo algunas observaciones. La izquierda, los marxismos del siglo XX pagaron un precio muy alto frente a la historia. El siglo XX fue muy duro para todas las izquierdas en general. La revolución rusa comenzó como un movimiento magistral que marcaba el inicio de la nueva era. Salvando las diferencias, parecía algo similar a la Revolución Francesa, que cambió el mundo entero, empezando por Francia y extendiéndose a toda Europa. La Revolución Rusa parecía como el punto de partida del cambio desde el Oriente hacia el Occidente. Pero no se extendió. En Alemania, pocos años después, fue derrotada la revolución; en Hungría, dos años después de 1917, fue derrotada la revolución; en Italia, los levantamientos obreros de los años veinte fueron derrotados.
Todos los intentos de revolución fueron derrotados. Y la revolución rusa vivió un dilema trágico del cual no imaginaba ser prisionera: hizo una revolución, derrotó el zarismo, derrotó a los mencheviques y tomó la estructura de poder, pero no hubo una expansión de esa revolución hacia los países centrales en dirección a lo que decía recién, al corazón del capital. Al contrario, no llegó a Alemania, a Italia, a Japón, a EEUU. Llegó a China en el ’49, para Cuba en el ’59. Es decir, cada vez más en dirección al mundo colonial en la periferia del sistema. Porque, ustedes saben, el Este europeo no vivió una revolución: fue una lucha de resistencia muy importante contra la guerra, luego de la cual quedó en parte bajo influencia soviética, pero no por una revolución, sino por un acuerdo en función de la lucha de la resistencia antifascista.
Los resultados de esto: el marxismo del siglo XX se vio prisionero, por un lado, de la barbarie estalinista. Cuando Lenin muere en 1924, se acentúa una guerra muy dura dentro del partido comunista soviético entre Stalin y Trotsky: sabemos quién ganó esa guerra. En el ’28-’29 Trotsky pierde la lucha, se va de la URSS y hay un proceso de estalinización del movimiento comunista internacional que tuvo repercusiones muy profundas. La más trágica, para citar sólo una y no irnos demasiado lejos, es que una revolución singular, que fue la revolución rusa de 1917, pasa a ser tomada como modelo universal de toma del poder. Esto es una tragedia, porque ¿cómo se puede concebir que una revolución en Francia, por ejemplo, tenga que tener el mismo camino que en Rusia? Y un modelo particular de partido revolucionario en un país zarista, dictatorial y autocrático como era Rusia antes del ’17 es tomado como modelo de partido para todo el mundo, lo que dio el partido comunista marxista-leninista. Una total aberración. No es por azar que el que más divulgó al partido marxista-leninista haya sido Stalin: un partido ultracentrista, donde una vanguardia decide y las masas tienen que aceptar de buen o mal grado.
Y yo hago un balance como marxista, no hablo como liberal. El partido de Marx era diferente, porque Marx pensaba un partido en Europa occidental, Marx hablaba en la Primera Internacional de un partido político distinto; nunca pensó un partido de ultravanguardia –que era imprescindible en Rusia, porque Rusia era un país policial, una dictadura terrorista y policial donde, incluso estando en la clandestinidad, los miembros del partido eran eliminados; entonces, no podía ser un partido abierto y democrático. Pero el “transplante” también generó una respuesta muy dura al estalinismo, que fue con diferentes variantes, las distintas modalidades del movimiento trotskista. Muchas de ellas –no todas, pero ciertamente muchas– también muy dogmáticas.
¿Cómo fue esto? Trotsky explicó que hay un problema de traición y el problema es que las direcciones son carcomidas: claro que el problema de las direcciones es frecuentemente un problema real, pero imaginar que todas las direcciones traicionan porque llegan al poder y traicionan, es un problema mal planteado. La pregunta es ¿por qué la traición? ¿Quiénes acaban traicionando?
Aunque yo no comparo nunca al estalinismo con el trotskismo: el estalinismo fue una contrarrevolución dentro de la revolución rusa. Y Trotsky fue una de las figuras más lúcidas al percibir la imposibilidad de la prosecución del socialismo en un solo país; pero muchos trotskismos mantuvieron y mantienen la idea de un partido de vanguardia muy sectario. Yo pienso que el siglo XXI nos va a obligar a pensar, primero, que las luchas sociales, las luchas de clases suponen muchos movimientos, lo que nos lleva a una des-jerarquización de la relación entre movimientos y otras organizaciones que plantean la representación política. Y discutir eso de “¿Por qué el partido es más importante? Porque el Comité Central lo define así”, “¿Por qué los sindicatos son lo segundo? Porque el Comité Central define que primero es el partido y segundo los sindicatos”, etc.
Más importante hoy es ver cuáles son los movimientos que hacen la lucha más radical. ¿Y qué es hacer la lucha más radical? No es protestar, protestar no hace avanzar, la cuestión no es un concurso de gritos. Es pegar en las raíces, “erradicar” es tomar las cosas por la raíz.
La revolución rusa tenía una consigna, su bandera: Pan, Paz y Tierra. Pan, porque la población estaba famélica, tenía hambre.
Paz porque en la lucha habían muerto millones de soldados pobres, luchando sin saber por qué. Y Tierra, porque era un país con mucha tierra y con mucha hambre. No eran banderas genéricas, eran muy radicales y vitales. Es importante luchar para que los sindicatos hoy diseñen una lucha radical: de carácter radical en tanto es de carácter vital. Entonces, el trabajo es vital, claro, ahora bien: ¿qué trabajo? ¿El de los estables o el de todos? El de todos.
Por eso, yo veo con simpatía que la CTA tenga una preocupación al menos en luchar para contener, para comprender a los trabajadores sin trabajo. Veo con simpatía a la CIG, la Confederación Intersindical Gallega, que es diferente de la UGT y de Comisiones Obreras, que se integraron: el sindicalismo no pueden “integrarse”, no puede ser un sindicalismo institucional, estatal o “amigo” del capital. Ese es el camino de la conversión de los sindicatos hacia un sindicato dentro del orden: estar atado al Estado, subordinarse a la negociación del capital y burocratizarse e institucionalizarse. Ese es el camino de la servidumbre sindical.
Y un último punto: yo pienso que los sindicatos de izquierda, los sindicatos de clase, tienen que comprender primero cuál son las nuevas formas del trabajo hoy, quién es la clase trabajadora: hombres, mujeres, jóvenes, viejos, nativos, inmigrantes, calificados, no calificados, empleados, no empleados, etc. Y, además, en qué sociedad vivimos. Y si los sindicatos profundizan la cuestión acerca de qué sociedad tenemos, llegarán a la conclusión, en este siglo XXI, de que el capitalismo es inviable para la humanidad.
Entonces, es necesario preguntar ¿qué queremos? Porque esto repone la cuestión del socialismo. Yo pienso que es un desafío de los sindicatos reflexionar qué será el socialismo del siglo XXI.
Y no, como algunos plantearon en el pasado, que “los sindicatos se dedican al sindicalismo y los partidos a la política” –y la burguesía, que divide las cosas, domina el mundo.
Los sindicatos tienen que pensar la lucha concreta e inmediata y, al mismo tiempo, para dónde vamos. Así como los movimientos sociales deben pensar la lucha por el agua, por la comida, por el transporte y, al mismo tiempo, para dónde vamos. Y los partidos que quieran tener vitalidad, deben pensar menos en las elecciones de cada año –ya que hay muchas elecciones y no se cambia completamente nada, y cuando se cambia es para peor– y pensar en luchas extra-parlamentarias para fundir la lucha popular en un proyecto más general de transformación radical de la sociedad.
Publicado na revista PAMPA, ano II/n. 3, dez/2007, Buenos Aires, Argentina.
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