Pobres por vagos: el eje Norte-Sur de las lenguas
Normalmente, por “racismo” solemos entender el discurso supremacista basado en argumentos biológicos o genéticos. No obstante, tomar conciencia de que el establecimiento de jerarquías en las que se coloca a grupos de personas por debajo de la línea de lo humano también “puede marcarse por color, etnicidad, lengua, cultura o religión” puede ayudarnos a reconocerlo cuando “la forma de marcar el racismo en una región o país particular no coincide con la forma de marcarlo en otra región o país” (Grosfoguel, 2011b: 98). Un ejemplo de la transformación del discurso racista biológico en racismo culturalista lo tenemos en Estados Unidos, a mediados de la década de 1960 (después de que, sobre todo teniendo en cuenta la experiencia de la Alemania nazi, el racismo genético o biológico ya estuviera mal visto), cuando Daniel Moyniham, senador y profesor de Harvard, presentó al Congreso de EE.UU. un informe en el que explicaba la depauperación económica de las personas negras asignándoles una patología en los patrones de comportamiento de las familias, por tener ellas un solo progenitor, la madre, hecho que se atribuía a un residuo cultural atemporal proveniente de África occidental sin decir “Nada sobre el efecto de la esclavitud en la familia negra donde los hijos eran vendidos y los padres separados, o sobre el racismo existente en el presente de la sociedad estadounidense” (mismo autor, 2016a: 266).
De igual manera, dentro de la Unión Europea actual se reproduce hoy el mismo discurso que durante las dos últimas décadas del siglo pasado se aplicaba a Latinoamérica en los años de la crisis de la deuda externa, ahora que el capital financiero alemán necesita una periferia laboral en el Mediterráneo europeo para reproducir las condiciones laborales de China en Europa. Es así como, para no reconocer el papel del pillaje del poder económico, “En el Norte utilizan términos como PIGS [cerdos] y dicen que la causa de la crisis son los países del Sur, porque son vagos, perezosos y corruptos” (mismo autor, 2015).
A nivel ibérico, ese mismo retrato de 'pereza' y 'corrupción' proyectado a lo que se cataloga como “Sur” encuentra su concreción en el relato de la “Andalucía subsidiada”, que encubre cómo la andaluza es una economía subordinada a los intereses estructurales del Estado español y la Unión Europea, narrativa que se articula a través de mecanismos argumentales como silenciar el lucro cesante debido a los medios de producción que no se nos permiten cultivar (dadas las millonarias ayudas a los grandes terratenientes solo por limpiar sus tierras sin cultivarlas), el trilero método de cálculo establecido para la elaboración de las llamadas balanzas fiscales (prorrateando la aportación de cada comunidad autónoma en función de las respectivas poblaciones, soslayando que quien más se beneficia es la Comunidad de Madrid, sede de los servicios centrales del Estado) y computando como impuestos pagados en la capital del reino de España los de las grandes empresas y transnacionales del Ibex 35, que tienen allí centralizadas sus sedes (Batllé, 2017: 10-12).
No obstante, el nacionalismo imperialista español, que cree que las personas andaluzas somos inferiores por perezosas, nos ofrece el consuelo de sentirnos felices con nuestro destino siempre que seamos humildes en nuestra obediencia y sirvamos al ser superior, condiciones bajo las cuales, y sólo en estas, además de vagas seremos, por seguir el tópico, alegres y parlanchinas; eso sí, de forma siempre secundaria y condicional a nuestra adhesión a España (Gil de San Vicente, 2015: 2-3). Es lógico que esta proyección racista sobre/contra Andalucía sea sistemáticamente reproducida en el ecosistema comunicacional del Estado, y, cómo no, del propio país, como pieza subordinada de dicha formación social. Para reforzar los efectos inferiorizantes de estos discursos “hay una constelación de postulados, una serie de proposiciones que lenta y sutilmente –con la ayuda de libros, periódicos, escuelas y sus textos, publicidad, películas, radio (televisión)– van penetrando en la mente formando la visión que uno tiene del grupo al que uno pertenece”. Igual que, por ejemplo, “En las Antillas esa visión del mundo es blanca porque no existen voces negras” (de nuevo, Grosfoguel, 2016a: 277), en Andalucía la visión del mundo es castellanocéntrica porque apenas hay voces andaluzas; con toda seguridad, no a escala masiva.
Justamente, tal inferiorización de lo andaluz es habitualmente formulada en virtud de prejuicios lingüísticos cuya introyección atraviesa toda la estructura social, independientemente de que la imposición de una ideología lingüística sea más efectiva para el estamento que cuenta con las instituciones sociales adecuadas para tal imposición, como son la familia, la escuela (ya reflexionamos en relación con este elemento concreto en otra ocasión[1]) o los medios de comunicación (Rodríguez-Iglesias, 2016a: 121). En el Estado español “los capitales simbólicos que adquieren más valor son los correspondientes a la lengua legitimada y que corresponde con el centro de poder político, económico y militar del Estado: Madrid, que históricamente representa en esencia a Castilla. Andalucía supone la otra cara de la moneda: el valor de su capital simbólico es desvalorizado” (ibíd.: 122). A pesar de su manifiesta incoherencia, el relato estigmatizador hacia todo lo que no encaje con el castellano centro-nor-peninsular difundido por la autoridad lingüística no debe sorprender dado que “desde el clasismo hasta el racismo pasando por el sexismo operan lingüísticamente” (Del Valle, 2016).
Vamos a bajar al terreno de lo concreto para ilustrar este relato institucionalizado de inferiorización lingüística y racismo cultural. Para ello, tomaremos un artículo de un representante del oficialismo académico sevillano, Antonio Narbona, publicado en uno de los medios de comunicación escritos de la burguesía local, Diario de Sevilla, el 26/III/2017[2].
El texto ya fue objeto de nuestro análisis en otro lugar[3], por lo que aquí nos centraremos en un fragmento localizado y que servirá al propósito de evidenciar tales mecanismos de inferiorización, así como sus fuentes temáticas. Es este: “En la medida en que se instale en la conciencia de los andaluces la idea de que el descrédito de ciertas peculiaridades (por ejemplo, la extrema relajación articulatoria que lleva a la deformación o eliminación de ciertos sonidos) no emana de ninguna campaña de persecución foránea, la autorregulación ganará terreno [...]”.
De acuerdo con esa catalogación como “extrema relajación”, en esencia, no se trata de que las personas andaluzas hablen de otra manera distinta a la de Castilla o el castellano estándar; es que lo pronunciamos mal por nuestra pereza, por esa tendencia a 'relajarnos' tanto, con lo que acabamos 'deformando' los sonidos del idioma a la hora de articularlos. Si no nos esforzamos en articular bien los sonidos, seremos objeto del “descrédito”; palabra que, según el diccionario en línea de la RAE, institución a la que pertenece el autor del artículo (“Correspondiente de la Real Academia Española en Andalucía”, tal como consta bajo su nombre), significa “Disminución o pérdida de la reputación de las personas, o del valor y estima de las cosas”[4].
Naturalmente, dicho término es producto de anteponer el prefijo “des-” (que indica oposición) a la palabra “crédito”, la cual denota “Reputación, fama, autoridad”, pero también “Cantidad de dinero u otro medio de pago que una persona o entidad, especialmente bancaria, presta a otra bajo determinadas condiciones de devolución”, así como “Situación económica o condiciones morales que facultan a una persona o entidad para obtener de otra fondos o mercancías”[5].
La elección terminológica que Narbona asocia a determinadas realizaciones orales nos remite al hecho de que “las relaciones de comunicación por excelencia, los intercambios lingüísticos, son también relaciones de poder simbólico en las que se actualizan las relaciones de fuerza entre los locutores o sus respectivos grupos” (Bourdieu, 2008: 11-12). La remisión de Narbona a la 'falta de crédito' de ciertos usos (despojados de 'valor') nos muestra que (ibíd.: 49-50)
<< el intercambio lingüístico es también un intercambio económico que se establece en una determinada relación de fuerzas simbólica entre un productor, provisto de cierto capital lingüístico, y un consumidor (o un mercado), que proporciona un determinado beneficio material o simbólico. Dicho de otro modo, los discursos no sólo son (o solo excepcionalmente) signos destinados a ser comprendidos, descodificados; también son signos de riqueza destinados a ser evaluados, apreciados y signos de autoridad, destinados a ser creídos y obedecidos. […] Si es así es porque la práctica lingüística aporta, inevitablemente, además de la información declarada, una información sobre el modo (diferencial) de comunicar, es decir, sobre el estilo expresivo que, percibido y apreciado con referencia al universo de estilos teórica o prácticamente en competencia, recibe un valor social y una eficacia simbólica.
Los discursos sólo reciben su valor (y su sentido) en relación con un mercado, caracterizado por una ley de formación de precios específica: el valor del discurso depende de la relación de fuerzas que se establece concretamente entre las competencias lingüísticas de los locutores, entendidas a la vez como capacidad de apropiación y de apreciación o, en otros términos, de la capacidad que poseen los diferentes agentes que participan en el intercambio lingüístico para imponer los criterios de apreciación más favorables a sus productos. >>
Por ello, “Hablar de la lengua, sin más precisiones, como hacen los lingüistas”, o los filólogos como Narbona (cuando menciona a “la lengua, hecho social por antonomasia” en su artículo), “es aceptar tácitamente la definición oficial de lengua oficial de una unidad política” donde “se impone a todos los naturales como la única legítima”, al ser “fijada y codificada por gramáticos y profesores, encargados también de inculcar el dominio”, que “va íntimamente unida al Estado, tanto en su génesis como en sus usos sociales”, un Estado en cuyo proceso de instauración “se crean las condiciones de la constitución de un mercado lingüístico unificado y dominado por la lengua oficial: obligatoria en los actos y en los espacios oficiales (escuela, administraciones públicas, instituciones políticas, etc.)” (ibíd.: 22), privilegio al que no puede dejar de aludir el catedrático universitario en su artículo (cuando prescribe indirectamente el empleo de los usos ajenos a esa lengua oficial “en actuaciones interlocutivas en que se requiere –o conviene– cierto grado de formalidad, sobre todo, si se trata de una intervención pública”, como dice en su artículo periodístico). El resultado es que “esta lengua de Estado se convierte en la norma teórica a la que se someten todas las prácticas lingüísticas” porque “Nadie ignora la ley lingüística con su cuerpo de juristas, gramáticos con sus agentes de imposición y control, maestros de escuela, investidos del poder de someter universalmente a examen y a la sanción jurídica del certificado escolar el nivel lingüístico de los hablantes”. Así, “La integración en una misma «comunidad lingüística» es un producto de la dominación política reproducido sin cesar por instituciones capaces de imponer el reconocimiento universal de la lengua dominante; es la condición de instauración de relaciones de dominación lingüística” (ibíd.: 22-23).
Por más que Narbona en Diario de Sevilla deslice su ideología (abogando por “alcanzar la máxima eficiencia comunicativa, que implica un equilibrio entre inteligibilidad y reconocimiento del prestigio de los usos”, al efecto de resolver lo que considera “la tensión entre norma y libertad”), la realidad es muy otra porque “mientras sólo se pida a la lengua asegurar un mínimo de intercomprensión […], no se concibe que una forma de hablar se erija en norma de otra (a pesar de que no faltan ocasiones de encontrar en las diferencias percibidas el pretexto para afirmar la superioridad)” (ibíd.: 24).
Comprobemos de dónde procede esa calificación de ciertos rasgos del andaluz, por parte de Narbona, como “extrema relajación”, en un primer salto atrás temporal que, por otra parte, nos ilustrará precisamente esa investidura de una forma de hablar determinada como norma de otra(s). A principios de los sesenta, uno de los tres elaboradores del trabajo que titularon como Atlas lingüístico y etnográfico de Andalucía (también conocido como ALEA), Antonio Llorente, natural de una localidad de la provincia de Salamanca, y del que Narbona se reconoce como discípulo (Diariodesevilla.es, 8/VII/2017[6]), comentaba que respecto a (Llorente Maldonado de Guevara, 1962: 227, 230, 240)
<< Las especiales características de la fonética andaluza, y aun de la meridional, […] teniendo conciencia de sus rasgos diferenciales respecto al castellano del Norte, los observadores del fenómeno fonético andaluz destacaron en seguida [sic] lo que en la pronunciación meridional se apartaba más de la norma oficial representada por la lengua literaria. […]
me refiero a las posibles causas del exagerado evolucionismo fonético andaluz, recordando la explicación más convincente y aceptada, aunque en manera alguna sea la única: la pereza articulatoria del hombre andaluz, quizá ocasionada por el clima o la psicología, que tiene como consecuencia la relajación articulatoria, la falta de tensión, el desvanecimiento de los sonidos y su transformación, asimilación y aspiración o pérdida. […]
Como resultado de los profundos cambios fonéticos que han destruido primitivas oposiciones fonológicas […] Estas nuevas oposiciones fonológicas no han venido a enriquecer el sistema andaluz, porque su aparición ha implicado la pérdida de la oposición a la que sustituyen; […] nos hallamos delante de las famosas igualaciones que empobrecen el sistema fonológico consonántico del andaluz, como terminarán empobreciendo el sistema fonético. >>
Sinteticemos: “la fonética andaluza” se aparta “de la norma oficial”, la cual se basa (aunque no se explicite) en el “castellano del Norte”, y lo hace de un modo “exagerado”, debido a “la pereza articulatoria”, que a su vez es causa de “relajación articulatoria” (el mismo sintagma que empleaba literalmente su discípulo Narbona) y, entre otras cosas, de “pérdida” de sonidos (la primera acepción de “pérdida” en el DRAE online es “Carencia, privación”[7]), lo que comparte terreno semántico con la 'pobreza' (en tanto que “falta, escasez”[8], según la misma obra de consulta), dado que las características fonéticas del andaluz, lejos de “enriquecer”, “empobrecen” su sistema de consonantes (según la ideología del españolismo lingüístico, las lenguas y variedades distintas al castellano “empobrecen y aíslan a las personas”; Moreno Cabrera, 2010: 17-18). Para Llorente la “pereza” andaluza “puede estar ocasionada por el clima”, aserto que no debemos perder de vista porque vamos a rastrear sus orígenes filosóficos; pero también por “la psicología”. Esta última teorización merece ser puesta en conexión con el ejemplo que aportábamos al principio sobre el presunto motivo de la pobreza de los negros estadounidenses (nuevamente, Grosfoguel, 2016a: 266; vid. supra). Archívese también en la memoria la mención a la “falta de tensión”, porque este último rasgo volverá a aparecer en próximas citas textuales.
Naturalmente, las atribuciones lingüísticas de Llorente carecen de todo rigor. No hay ninguna relación entre el número de fonemas y la eficacia o capacidad comunicativa de un determinado sistema lingüístico, ni guarda vínculo alguno con el esfuerzo o pereza de las/os hablantes. Es más, la funcionalidad gramatical (para marcar plurales o personas verbales) de las ocho vocales existentes en ciertas variedades del andaluz, es decir, un número mayor que el de las cinco del castellano estándar, es negada en la Nueva gramática de la lengua española editada por la RAE y la ASALE (sucursales latinoamericanas de la primera) en 2011 a pesar de las evidencias a su favor acumuladas desde los años cuarenta del siglo pasado (volvemos a Moreno Cabrera, 2013: 111-119, 125-126), ya que contradice el mito difundido por Ramón Menéndez Pidal y Gregorio Salvador de que el “español” se expandió más que el resto de lenguas romances de la península Ibérica debido a una supuesta mayor facilidad de ser aprendido, precisamente, por tener solo cinco vocales. Ningún representante de la academia oficial ha afirmado jamás que las/os castellanoparlantes que no empleen esas variedades del andaluz, que tienen el doble de vocales, sean más vagas/os que quienes sí lo hacen, ni que sean objeto de un empobrecimiento lingüístico. Del mismo modo, una colega de Narbona en la Facultad de Filología en la Universidad de Sevilla, Lola Pons, celebraba en una charla divulgativa ofrecida el 26/IV/2017[9] que, con lo que ella consideraba el nacimiento del “español moderno” (en realidad las lenguas no tienen acta de nacimiento, pero este aspecto lo dejaremos para otra ocasión), el número de consonantes del castellano se redujese, lejos de opinar que el sistema consonántico se hubiera empobrecido por ello. De hecho, afirmaba que la situación previa del habla peninsular medieval (con más consonantes) adolecía de una “fiesta de sibilantes” y suponía “un derroche”.
Históricamente, la RAE, fundamental institución académica, normativa y prescriptiva del Estado en materia lingüística, ha adoptado un modelo castellanocéntrico inspirado en el habla culta (si procede emplear ese apelativo) de Madrid (Senz, 2011: 216), y he aquí el momento de hacer un segundo flashback: respecto al caso de nuestro país, esa denigración de las culturas reales de los diferentes pueblos contenidos en el actual reino de España se materializa en textos como la Teoría de Andalucía perpetrada por el filósofo Ortega y Gasset, oriundo de esa misma ciudad, y en el que se basó Llorente para su descripción de la fonética andaluza que acabamos de conocer (tal como consta en sus notas a pie de página). Detengámonos un poco en sus pinitos sociológicos, para los que tomó a nuestra tierra como conejillo de Indias. Nos parece muy oportuno reproducirlas en toda su extensión (cit. en y comentado por Rodríguez-Iglesias, 2016b):
<< «La cultura andaluza vive de una heroica amputación: precisamente de amputar todo lo heroico de la vida –otro rasgo esencial en que coincide con la China–» [...] ya que «son culturas campesinas» […]. A diferencia de Castilla, en su opinión […]; aunque en esta última «no encontraremos otra cosa que labriegos laborando sus vegas [...]». Pero no no es lo mismo: «No es la castellana actual una cultura campesina: es simplemente agricultura». Y sigue: «La cultura de Castilla fue bélica. El guerrero vive en el campo, pero no vive del campo –ni material ni espiritualmente–. El campo es, para él, campo de batalla: incendia la cosecha del agricultor pacífico, o bien la requisa para beneficio de sus soldados y bestias beligerantes». Este agricultor pacífico es el andaluz: «Al revés que en Castilla, en Andalucía se ha despreciado siempre al guerrero y se ha estimado sobre todo al villano, al manant, al señor del cortijo.
Cortijo (andaluz) que –dice Ortega– no le llega ni a la suela de los zapatos al castillo (castellano): «El castillo agarrado al otero no es, como la alquería o el cortijo, lugar para permanecer, sino, como el nido del águila, punto de partida para la cacería y punto de abrigo para la fatiga. La vida del guerrero no es permanente, sino móvil, andariega, inquieta por esencia». Y obsérvese qué racismo, si lo anterior no lo fuera ya: «Desprecia al labriego, lo considera como un ser inferior, precisamente porque no se mueve, porque es manente –de donde manant–, porque vive adscrito al cortijo o villa –de donde villano» […].
Castilla es el Ser, Andalucía el no-Ser. Por mérito propio: «El andaluz lleva unos cuatro mil años de holgazán», pues «la famosa holgazanería andaluza es precisamente la fórmula de su cultura» […]. Pero flojos, flojos: «Aspiremos sólo a una vita minima: entonces, con un mínimo esfuerzo, obtendremos una ecuación tan perfecta como la del pueblo más hazañoso. Este es el caso del andaluz. Su solución es profunda e ingeniosa. En vez de aumentar el haber, disminuye el debe; en vez de esforzarse para vivir, vive para no esforzarse, hace de la evitación del esfuerzo principio de su existencia […]».
Fijémonos en que Ortega y Gasset no se cansa (y el subrayado es suyo): «Podrá en el andaluz ser la pereza también un defecto y un vicio; pero, antes que vicio y defecto, es nada menos que su ideal de existencia. […] la pereza como ideal y como estilo de cultura».
Cómo se construye el no-Ser se articula incluso de una manera machista, pues no hay que olvidar que el Ser es ante todo hombre, macho […]: «El hombre que llega del Norte […] imagina que este pueblo posee una gran vitalidad, y cuando ve pasar a las sevillanas de ojos nocturnos, presume en sus almas magníficas pasiones y extremados incendios. ¡Grande error! No cae en la cuenta de que el andaluz aprovecha en sentido inverso las ventajas de su “medio”» […]. ¿Por vago? Incluso –y añadamos homofobia en Ortega– por una forma de ser culturalmente «que produce a menudo el penoso efecto de hacer amanerado al andaluz […]. Cuando veáis el gesto frívolo, casi femenil, del andaluz, tened en cuenta que esa tenue gracilidad ha sido invulnerable al embate terrible de las centurias y a la convulsión de las catástrofes». Y, ¡ojo!, «mirado así, el gestecito del sevillano se convierte en un signo misterioso y tremendo, que pone escalofríos en la médula […]. El pueblo andaluz posee una vitalidad mínima, la que buenamente le llega del aire soleado y de la tierra fecunda. Reduce al mínimo la reacción sobre el medio porque no ambiciona más y vive sumergido en la atmósfera como un vegetal» […]. Vegetales que ni llegan a ser animales:
«La existencia de la planta se diferencia de la animal en que aquella no reacciona sobre el contorno. Es pasiva al medio. […] No hace nada. Vivir, para ella, es a un tiempo recibir de fuera el sustento y gozarse al recibirlo. El sol es a la par alimento y caricia en la manecita verde de la hoja». En cambio, «en el animal se separan más la sustentación y la delectación. Tiene que esforzarse para lograr el alimento, y luego, con funciones diversas de ésta, buscarse sus placeres. Cuanto más al Norte vayamos más disociados encontraremos esos dos haces de la vida. […] Diríase que en la vida andaluza, la fiesta, el domingo, rezuma sobre el resto de la semana e impregna de festividad y dorado reposo los días laborables. Pero también, viceversa, la fiesta es menos orgiástica y exclusiva, el domingo más lunes y más miércoles que en las razas del Norte.
Sevilla sólo es orgiástica para los turistas del Septentrión; para los nativos es siempre un poco fiesta y no lo es del todo nunca.»
[…] Es clara esta dicotomía orteguiana Hombre del Norte/Andaluz […]. La inferiorización se aplica hasta para la comida: «la sensiblería socialista nos ha hecho notar innumerables veces que el gañán del campo andaluz no come apenas y está atenido a una simple dieta de gazpacho. El hecho es cierto y, sin embargo, la observación es falsa porque es incompleta. La cocina andaluza es la más tosca, primitiva y escasa de toda la Península. Un jornalero de Azpeitia come más y mejor que un ricacho de Córdoba o Jaén. Hasta en eso imita el andaluz al vegetal: se alimenta sin comer, vive de la pura inmersión en tierra y cielo. Lo mismo el chino» […].
[…] se trata […] de una teorización racista sobre las bondades del punto cero castellano frente a esto tan raro, primitivo y bajo como Andalucía. […] «Este ideal –la tierra andaluza como ideal– nos parece a nosotros, gentes más del Norte, demasiado sencillo, primitivo, vegetativo y pobre. Está bien. Pero es tan básico y elemental, tan previo a toda otra cosa que el resto de la vida, al producirse sobre él, nace ya ungido y saturado de idealidad». Y remata: «Este pueblo, donde la base vegetativa de la existencia es más ideal que en ningún otro, apenas si tiene otra idealidad. Fuera de lo cotidiano, el andaluz es el hombre menos idealista que conozco» […]. >>
Tales caracterizaciones encuentran en los orígenes de la modernidad/colonialidad eurocéntrica su venero inconfundible. Efectuemos un tercer retroceso cronológico. En concreto, la concepción de la persona andaluza en Ortega y Gasset tiene un precedente incuestionable en la teoría de los climas (recordemos las especulaciones de Antonio Llorente sobre la supuesta pereza andaluza) formuladas por el Barón de Montesquieu, quien establecía una red de dicotomías binarias entre el Norte y el Sur tratando de naturalizar la condición de amo del primero y la de esclavo del segundo (hemos visto la oposición planteada por el filósofo madrileño entre andaluz-pasivo y castellano-guerrero; verifíquese la iconografía elegida por la citada colega de Narbona, Lola Pons, para su cuenta de Twitter[10] y su blog[11], protagonizada por un Alfonso X en pose bélica con los símbolos de Castilla) dentro de un esquema fuertemente patriarcal basado en la variable definida por los polos tensión-relajación (no olvidemos la referencia de Llorente a la “falta de tensión” como derivación de nuestra imperdonable pereza). Así, en perfecta concordancia con lo que descubríamos más arriba, encontramos en el siguiente fragmento un compendio descriptivo de los ejes básicos de la descripción orteguiana de Andalucía, donde el parecido entre ambos retratos comparativos entre Norte y Sur resulta más que razonable, incluida la falta de energía y virilidad (Bordieu, op. cit.: 192-197):
<< Los hombres del Norte, hombres auténticos, «activos», viriles, tensos, tirantes como resortes («el hombre», dice Montesquieu, «es como un resorte que vale más cuanto más tenso está»), incluso en sus pasiones, caza, guerra o bebida. En el lado opuesto, los hombres del Sur están abocados al servilismo, al imperio de los sentidos, de las pasiones y de la imaginación, principio de la pleonexia erótica, así como de los tormentos de la envidia y los celos; están condenados a la pasividad (femenina) ante la pasión pasiva por excelencia, el amor físico, insaciable e imperioso, pasión por la mujer, entendida como pasión hacia la mujer y como pasión femenina y feminizante, pasión que enerva[12], debilita, priva de tensión y energía. Estas disposiciones relajadas y cobardes (en una palabra, afeminadas) conforman una humanidad doblemente servil y abocada a padecer la dominación por no saber dominarse. [...] Vemos que a través de la oposición original de lo masculino y lo femenino, la relación con la mujer, y con la sexualidad, domina esta mitología que, como suele ocurrir, es producto de la combinación de fantasmas sociales y sexuales construidos socialmente. [...]
Por ejemplo, la relación mítica entre la pasividad y la feminidad o la actividad y la virilidad, que no se expresa nunca como tal, se establece bajo la máscara de una «ley» demográfica que atribuye un excedente de varones a los pueblos «guerreros» del Norte y un excedente de mujeres a los pueblos «afeminados» del Sur […]. Como cobarde, que significa a la vez distendido, flojo, blando, débil, miedoso, la mayoría de las palabras tienen varios sentidos que son lo bastante diferentes e independientes como para que su proximidad, en una frase ingeniosa por ejemplo, produzca un efecto sorpresa, y lo bastante semejantes, sin embargo, para que esa evocación de la unidad parezca fundada en la razón. >>
También comprobamos en este repaso a las caracterizaciones coloniales de Montesquieu sobre los pueblos englobados como Sur una insuficiencia en el grado de entrega a actividades como “caza, guerra o bebida”, más susceptibles al “imperio de los sentidos, de las pasiones”, todo ello concebido como defecto, lo que nos invita a repasar estas notas de Blas Infante (Infante Pérez, 1979: 69-71):
<< Europa vino a definir perfectamente, en su método, su historia guerrera y feudalista. Su técnica guerrera fue únicamente racional; jamás a la razón guerrera llegó a temblar el sentimiento.
Y mataron hombres, y destruyeron pueblos, y robaron heredades, y segaron jardines, y talaron bosques, con igual frialdad de ánimo que los obreros tienen cuando horadan montañas hundiendo sus picos en el seno inerte de las rocas insensibles. Su método vino a sancionar el feudalismo pasado y a preparar el nuevo. […] Al sentimiento, el europeo le llama sensiblería, experimento de debilidad […]. >>
La violencia simbólica contenida en todo el prescriptivismo lingüístico esconde, bajo una formulación que se asemeja al lenguaje de ciencias más consolidadas y enunciada por una figura de autoridad socialmente aceptada, meras mitologías culturales, fenómeno que ha sido bautizado justamente como efecto Montesquieu (Bourdieu, op. cit.: 198-199). Charles-Louis de Secondat, barón de la Brède y de Montesquieu, considerado uno de los fundadores de la sociología occidental, desplegó su enfoque influido por las ciencias naturales occidentales del siglo XVIII. La tercera parte de El espíritu de las leyes, obra escrita en 1748, comienza con un capítulo titulado «De las leyes en relación con la naturaleza del clima». En lo que toca a esta variable, Montesquieu utiliza esquemas bipolares de oposición como frío-calor. Explica la reacción humana frente a lo que considera el efecto directo del clima “en términos de contracción y expansión de las fibras nerviosas. […] Así los habitantes de climas cálidos y meridionales, cuyos nervios están dilatados, son sensibles, perezosos y tímidos, y los que viven en el septentrión frío son duros, valientes y trabajadores” (Giner Sanjulián, 2002: 310). En esa obra, Montesquieu enumera las causas materiales de la sociedad y la cultura, que en su mayoría guardan relación, como hemos apuntado, con las condiciones climáticas (Harris, 2002: 18). Durante la Ilustración se pusieron en movimiento este tipo de corrientes sobre la causación material y geográfica que, si bien habían sido formuladas mucho antes, ejercieron su influencia en este período a través del filósofo político francés del siglo XVI Jean Bodin, quien “Partiendo de la teoría de que en los hombres del norte el fluido vital dominante era la flema y en cambio en los del sur era la bilis negra, […] trató de explicar por qué los pueblos septentrionales eran fieles, leales al gobierno, crueles y sexualmente poco apasionados, mientras que los meridionales eran maliciosos y astutos, discretos y peritos en la ciencia, pero mal adaptados a las actividades políticas” (ibíd.: 36; otra de sus fuentes intelectuales fue John Arbuthnot, quien había escrito en un ensayo de 1733 que los pueblos del norte tienen idiomas con muchas consonantes para no dejar entrar el aire frío, mientras que los tropicales usan más vocales al necesitar mayor ventilación).
Sin embargo, la elaboración más sistemática del determinismo geográfico en toda la Ilustración fue la llevada a cabo por Montesquieu, según cuyas especulaciones “Los pueblos del norte tienden a ser valientes, vigorosos, insensibles al dolor, poco inclinados a la sexualidad, inteligentes y borrachos; los pueblos del sur son lo contrario”, amén de que “Como en los países cálidos las mujeres maduran pronto, suelen ser mucho más jóvenes que sus maridos y, por consiguiente, menos discretas; esto hace que su status sea más bajo, lo que, unido a la preponderancia de los nacimientos de hembras y a la relajación del clima tropical, estimula el desarrollo de la poliginia” (p. 37; cursiva nuestra). El barón estaba intrigado por los libros de viajes del siglo XVII que trataban de los aborígenes de las Américas y África o civilizaciones exóticas de Asia (recuérdese las similitudes trazadas por Ortega y Gasset entre Andalucía y China) escritos por viajeros como Jean Chardin (comerciante de diamantes), quien había subrayado los efectos del clima, y de quien tomó la mayor parte de la información que utilizó en otra de sus obras, las Cartas persas, aunque no puede suponerse que aspectos de sus teorizaciones como su conocida clasificación de las formas de gobierno (que serían uno de los aspectos influidos por el clima) fueran en ningún sentido producto de la observación o comparación (Sabine, 1975: 424-425). Nótese que tales escritos de viajes hay que enmarcarlos en el contexto del desarrollo del colonialismo protagonizado por las potencias emergentes de Europa occidental, lo que presupone una visión colonial en los retratos que en ellos se contiene de otras culturas y civilizaciones. No cabe pensar que tales descripciones, siempre fabricadas con embalajes cientifistas, estuvieran exentas de sesgos eurocéntricos, del mismo modo que el texto filológico de Llorente Maldonado de Guevara al que hacíamos referencia se encuentra imbuido de una inferiorización del pueblo colonizado, Andalucía, por parte del colonizador, Castilla (origen de su heredero, España). Fanon (2016: 93 y ss.), por ejemplo, detalla cómo el psicoanalista Octave Mannoni, que pasó más de veinte años en Madagascar, defendía en su obra de 1956 Próspero y Calibán: la psicología de la colonización la preexistencia de un complejo de inferioridad malgache desde antes de que se produjera la colonización francesa, mediante aserciones como estas: “No todos los pueblos son aptos para ser colonizados, sólo aquellos que poseen esa necesidad”, “Casi en todas partes donde los europeos han fundado colonias del tipo de las que actualmente «se cuestionan» se puede decir que se les esperaba e incluso se les deseaba en el inconsciente de sus súbditos” (cit. en ibíd.: 102). Frente a esta creencia, por supuesto, Fanon aclara que “Si […] muchos europeos se van a las colonias porque allí es posible enriquecerse en poco tiempo y [...], excepto en contadas excepciones, el colonialista es un comerciante o, mejor dicho, un traficante, habremos captado la psicología del hombre que provoca en el autóctono «el sentimiento de inferioridad». En cuanto al «complejo de dependencia» malgache, […] procede, también él, de la llegada a la isla de colonizadores blancos” (ibíd.: 109). En efecto, “Para Fanon, todas las formas de explotación se parecen unas a otras en su pretensión de buscar las formas de su necesidad en algún edicto bíblico, esencializando y mistificando los problemas sociales como si fueran características ancestrales intrínsecas a los individuos y sus culturas” (Grosfoguel, 2016: 264).
Es necesario, por tanto, situar todos estos antecedentes en relación con las maniobras de agentes orgánicos de la hegemonía como Narbona cuando tratan de inducir a ese “descrédito de ciertas peculiaridades” del andaluz calificándolos de “extrema relajación articulatoria que lleva a la deformación o eliminación de ciertos sonidos”. Por otra parte, Moreno Cabrera (2011: 210-218) apunta, en relación con esas falsas explicaciones en torno a la supuesta relajación, deformación o descuido de las/os hablantes, así como respecto a las igualmente erróneas narrativas de la lengua oral como derivación de la lengua escrita, que
<< La idea en la que se basan y justifican estos intentos consiste en pensar que la lengua coloquial espontánea es una forma degenerada, imperfecta y desviada de esa lengua estándar culta por razones prácticas como la premura de la comunicación diaria, el descuido que conlleva la rapidez e inmediatez de este tipo de comunicación –el más frecuente en la sociedad, dicho sea de paso–, y por razones culturales como la falta de instrucción, la ignorancia o, incluso, la falta de inteligencia o la desidia intelectual. […] Estos puntos de vista son claramente absurdos, a pesar de ser los más ampliamente aceptados en la opinión pública e incluso por parte de muchos estudiosos, escritores e intelectuales. […] el concepto de pereza, descuido, incuria, apresuramiento o premura no desempeñan ninguna función fundamental en el funcionamiento real de las lenguas […]. por mucho que le pueda sorprender al lector, […] la forma nólàndàoná [forma coloquial vulgar] es la forma primigenia, natural, de partida; […] y que no le han dado nada [forma culta escrita] es una elaboración analítica de la primera en la que se señala una serie de elementos morfológicos derivados de un análisis gramatical previo, ajeno a la actuación lingüística natural de los hablantes de una comunidad.
[...] Según este mito, los hablantes del castellano originariamente pronunciaban de acuerdo con las normas ortográficas, de modo que, en una especie de época lingüística dorada, esos hablantes emitían expresiones como no le han dado nada pronunciando distintivamente cada una de las unidades lingüísticas de esta oración tal como se expresan mediante las convenciones ortográficas. Sin embargo, con el paso del tiempo fue imponiéndose la desidia y pereza de los hablantes, que empezaron a mutilar y mezclar las palabras por motivo de la economía lingüística; a pesar de ello, algunos hablantes, especialmente conscientes de este hecho, han seguido manteniendo numantinamente la forma supuestamente originaria de esa expresión en contra de esa tendencia natural a la relajación. Esa estirpe de hablantes vigilantes es lo que se identifica en la actualidad como hablantes cultos, depositarios de las esencias más prístinas de la lengua castellana.
El mito […] no es más que una historia inventada que no refleja en modo alguno el devenir real de las lenguas y que solo sirve para justificar y ejercer determinada autoridad correctiva y, por tanto, para servir como instrumento de control y dominación cultural por parte de unos determinados estamentos sociales.
Es, además, bastante evidente que no tiene sentido pensar que la forma no le han dado nada es la forma básica a partir de la cual se deriva nólàndàoná por la acción de las prisas y la desidia, dado que […] cuando el niño acude a la escuela tiene que aprender que no le han dado nada es una variante de la forma que seguramente ha adquirido espontáneamente, mucho más similar a nólàndàoná.
Por otro lado, si examinamos la ortografía infantil, podremos ver que se producen formas que están claramente influidas por el habla espontánea, dentro de lo que se suele llamar ortografía natural. […] al niño pequeño castellanohablante hay que adiestrarle de forma intensa para enseñarle que no le han dado nada es la forma ortográfica de nólàndàoná o una forma intermedia similar […], que es la que el niño ha aprendido en su entorno y usa habitualmente.
[…] si no lo vemos así, caeremos de forma irremediable en el mito de la edad de oro ortográfica, en la que se supone que la ortografía reflejaba fidelísimamente el habla oral espontánea. Sin embargo, esto no es posible en ningún caso, porque el habla oral espontánea se caracteriza por su variabilidad y las formas ortográficas suelen ser fijas, una vez que están consensuadas por las autoridades de la comunidad que las usa […]. >>
Observemos un mínimo ejemplo de cómo se reproducen estas fabulaciones del mundo al revés (mito de la lengua perfecta y mito de la edad de oro lingüística) cuando se difunde, en un artículo sobre la pedagogía de la enseñanza de español para personas extranjeras, la idea invertida y trastocada de que la lengua escrita es anterior a la oral, la cual no sería sino una 'manifestación' de la primera, entendida esta como 'esencia primigenia' con múltiples variantes subordinadas a ella: aunque “En principio no queremos que hablen como un/a sevillano/a” (no vayamos a contaminarnos, claro está), enseñar “los aspectos fonéticos del habla andaluza cuando nuestra clase de E/LE [español como lengua extranjera] se desarrolla en algún lugar de la comunidad autónoma andaluza (en este caso en la ciudad de Sevilla)”, en opinión de un profesor de la Universidad Pablo de Olavide, ayuda al alumnado “a reflexionar sobre las diferentes maneras en que una lengua estándar se manifiesta en el nivel fonético-fonológico en diferentes regiones de una comunidad lingüística” (Mejías Borrero, 2009: 663).
El hecho de que el propio Antonio Narbona se comunique oralmente en un castellano norteño impostado sistemáticamente (como puede comprobarse en una entrevista televisiva realizada por la propia Universidad de Sevilla, emitida por el canal El Correo de Andalucía TV y disponible en internet[13]), salvo para cuando hace chascarrillos ocasionales denigrantes sobre el andaluz (Porrah Blanko, 2014: 38), aparentando sorprenderse de que la gente le reproche su rechazo al empleo de su lengua natural vernácula en situaciones formales (Narbona Jiménez, 2008: 110), o de que Lola Pons abogue, siguendo su estela en Canal Sur Radio, por desechar determinados rasgos fonéticos andaluces cuando se hace un “discurso público” o “importante”, según sus palabras (La hora de Andalucía, 2/VIII/2017[14], minuto 18:30), evidencia el poder simbólico fundamental derivado del dominio de un lenguaje. Apliquemos la siguiente reflexión a partir de los escritos de Frantz Fanon cambiando la palabra “negro” por “andaluz/a” y “blanco” o “europeo” (con sus respectivos derivados) por “castellano” (Grosfoguel, 2016: 270-271, 279-280, 264-265):
<< El negro de las Antillas que quiere llegar a ser blanco será blanqueado en proporción directa a obtener un mayor dominio del instrumento cultural que representa el lenguaje del colonizador. En un mundo occidentalizado y eurocentrado el axioma de la educación colonial es: «a mayor educación, mayor el complejo de inferioridad» […] Todo pueblo racialmente colonizado, es decir, todo pueblo a quien en su alma se ha sembrado un complejo de inferioridad por medio de la muerte y el sepultamiento de su cultura local originaria, se encuentra cara a cara con el lenguaje imperial de la nación civilizadora colonial. […] Pero para Fanon la estrategia de asimilarse por medio de la lengua […] no salva a nadie, es hacerse cómplice de las premisas del pensamiento racista hegemónico. […]
Para retornar a lo psicopatológico, nos dice Fanon que el negro vive una ambigüedad que es extraordinariamente neurótica.
[…] De ahí que el negro siempre esté en combate con su propia imagen. […] De ahí la costumbre martiniquense de decir que un hombre que no vale nada «tiene el alma negra». […] El sentimiento de inferioridad es una característica antillana. No es solamente éste o aquel antillano quien encarna esta formación neurótica, sino todos los antillanos. La sociedad antillana es una sociedad neurótica, una sociedad de «comparaciones». […] Es normal, por consiguiente, que los antillanos sean antinegros, pues a través del inconsciente colectivo eurocentrado han tomado los arquetipos pertenecientes a los europeos. De manera que […] no existe un «problema negro» sino que lo que existe es el «problema del racismo». […]
Así que para el negro el «otro» es el blanco y el ser aceptado por el blanco nunca ocurre con plenitud; de ahí su autorrechazo afectivo producido por una neurosis de abandono. […] En el momento en que los negros aceptan subjetivamente la jerarquía racial de los europeos, la solución que se deriva es querer convertirse en blanco. >>
Precisamente, “Andalucía vive en ese trastorno neurótico permanente” de “eterna contradicción”, que experimenta “Afirmando su españolidad desde el sincretismo civilizatorio que la rechaza” cuando “Contiene en sí misma a la víctima y al verdugo” (Rodríguez Ramos, 2010: 62). Del mismo modo podríamos en la siguiente anécdota contada por el propio Fanon (op.
cit.: 51-52) cambiar los topónimos por cualquier punto de fuera de Andalucía, “negro” o “martinicano” por “andaluz” y “erres” por “eses”:
<< El negro que entra en Francia reaccionará contra el mito del martinicano comeerres. Se apropiará de él y se confrontará verdaderamente con él. Se aplicará no solamente a hacer rodar las erres, sino a rebozarlas. Espiará las más nimias reacciones de los demás, se escuchará hablar y, desconfiando de la lengua, ese órgano desgraciadamente perezoso, se encerrará en su habitación y leerá durante horas, esforzándose en hacerse dicción. Hace poco un compañero nos contaba la siguiente historia. Un martinicano llegado a Le Havre entra en un café. Con un perfecto apomo, suelta: «¡Camarrrero! Una jaájada de ceveza». Presenciamos aquí una verdadera intoxicación. Preocupado por no responder a la imagen del negro comeerres, había reunido una buena cantidad, pero no supo dosificar su esfuerzo. >>
Tales escenarios sirven a Bordieu para establecer, respecto a “esta violencia tan invisible como silenciosa”, que “donde mejor se manifiesta es en las correcciones puntuales o constantes que los dominados, en un esfuerzo desesperado de corrección, llevan a cabo, consciente o inconscientemente, sobre los aspectos estigmatizados de su pronunciación, de su léxico [...] y de su sintaxis; o en la angustia que les hace «perder los nervios», incapacitándoles para «encontrar las palabras», como si de repente se encontraran desposeídos de la propia lengua” (op. cit.: 31-32). Pero, frente a estas presiones, “para Fanon hay otras soluciones a este asunto e implican la reestructuración y transformación radical del mundo. […] El complejo de inferioridad en los pueblos colonizados no es una característica intrínseca, esencialista, ahistórica, interna a la cultura y la psiquis de los individuos de dichos pueblos que precede a las relaciones coloniales, como Fanon le critica a Mannoni, sino que son el resultado de una relación histórica de dominación y explotación capitalista-colonial” (Grosfoguel, op. cit.: 265).
En suma, con estas reflexiones hemos pretendido mostrar cómo la subalternización económica de Andalucía por parte de las instancias de dominio lleva aparejada un relato que la inferioriza, en clave de racismo culturalista o psicologista, cuando justifica su pobreza material basándose en una serie de atributos entre los cuales destaca la pereza; una narrativa que, por otra parte, se asienta en los orígenes de la modernidad/colonialidad y es bien característica de la dinámica global Norte-Sur, tal como se ha aplicado en otras épocas y zonas del mundo. En paralelo, este mismo discurso es articulado en el terreno lingüístico a través de la estigmatización de la inmensa mayoría de modos de expresión oral que nos son propios, basándose en argumentaciones pseudocientíficas que denigran nuestra lengua natural a partir de su disimilitud respecto a la norma por la que se ha configurado el estándar de Estado; mecanismo que, de idéntica manera, cuenta con sus respectivas manifestaciones en otros lugares y tiempos. Es hora de romper el complejo de inferioridad inoculado por estas formas de violencia simbólica y reivindicar nuestro patrimonio comunicativo frente a las censuras y admoniciones de la policía lingüística estructurada en todas sus vertientes institucionales, académicas y mediáticas.
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