República Española y Repúblicas de los pueblos, dos proyectos incompatibles y antagónicos
Contaba Blas Infante que, proclamada la II República Española, le preguntó a un jornalero por su parecer al respecto, y éste le contestó que: “a mí me da igual que un guardia civil me pegue un tiro en nombre de la Monarquía que de la República”. Aquel jornalero sería seguramente analfabeto y estaría probablemente inmerso en altos grados de alienación social y desarraigo identitario, como la inmensa mayoría de los de su época. Otro hijo de un pueblo trabajador, el andaluz, víctima de siglos de persecución, opresión, explotación e incluso de exterminio. Pero precisamente por eso, por ser el resultado y consecuencia de tan largo padecimiento colectivo del Terror de Estado, aquel obrero, que verosímilmente carecería de conciencia de clase y consciencia de singularidad, sí poseía un conocimiento acumulativo a partir de su experiencia y la de sus antecesores, que le hacía comprender instintivamente que la característica esencial de los estados españoles residía en su violencia. En la opresión y represión para con nuestro pueblo, intrínseca a todo poder estatal español con independencia de sus formas de estado.
Aunque el españolismo le adjudique una historia milenaria y sus propagandistas, que es lo que son y no historiadores, se empeñen en retorcer el pasado hasta lograr que encaje en el mito, lo cierto es que España, como realidad política, como supuesto hecho “nacional” y unidad de destino estatal en lo universal, es un invento reciente, de mediados del siglo XIX. Aquellos que no han sido aún capaces de liberarse del historicismo del Sistema dirán que ello es lógico, pues la idea misma de la nación es creación decimonónica burguesa. Pero esa afirmación de que las naciones son invención burguesa no es más que un mito fundacional y justificador del propio Estado burgués. Es el concepto de Estado lo que la burguesía idea y potencia en el XIX, no el de nación. El de una estructura coercitiva, instrumento del Capital para ejercer su dominio sobre los pueblos, imponiéndoles su supremacía, la apropiación de sus riquezas y fuerzas de trabajo.
Dado que la burguesía no podía argüir razones de sangre o de superioridad, ni de derechos de conquista o de designación divina, para justificar su dictadura sobre los pueblos, como hacía la aristocracia, idearon el Estado a modo de elemento sustitutivo del antiguo poder absoluto de los señores sobre vidas y haciendas, a través del cual ejercer su dominio. Y para amparar su razón de ser y justificar ese poder omnímodo, hicieron creer que ese Estado era encarnación y emanación del mismo pueblo y la nación. Plasmación y ejercicio de sus respectivas soberanías. Surge así el Estado-Nación, que no la nación misma. Más aún, si el concepto de Estado-nación cuaja es precisamente por la preexistencia de la noción de nación en los pueblos. Si no hubiese existido identificación del pueblo con el territorio que habitaba ni sentimientos de pertenencia a éste, la burguesía no habría logrado su propósito de hacerles identificar Estado con nación.
Lo que hace la burguesía, necesitada de movilizar a las clases populares contra las aristocracias para arrebatarles el poder y sustituirlas como élite dominante, es manipular los sentimientos populares de nacionalidad, así como el abanderar sus anhelos de justicia, igualdad y libertad, para lograr sus objetivos. Al igual que sería insostenible el mantener que las ideas de justicia, igualdad y libertad eran inexistentes antes de las revoluciones burguesas lo es afirmarlo del de nación. Es precisamente por su preexistencia por lo que todas estas nociones son usadas y usables por la burguesía como polos de atracción para manejar a los pueblos. La consciencia del hombre de pertenencia a una determinada colectividad y a un territorio específico es tan arcaica en él como sus anhelos de justicia, igualdad o libertad. La burguesía no los inventa, los utiliza convirtiéndolos en instrumentos para vehicular sus intereses. Igual que usará la libertad como justificación de la apropiación de lo colectivo y la justicia como amparo del robo, lo hace con la nación para crear el Estado. Es el Estado y su equivalencia a la nación lo que inventa.
Es precisamente la asunción de este mito identificativo burgués entre nación y Estado, el haber caído en la trampa ideológica del Sistema al respecto, lo que produce en algunos su rechazo al reconocimiento y defensa de pueblos y naciones desde supuestas posiciones internacionalistas o de clase. Y, a la inversa, por las mismas razones e idénticos resultados, surge las actitudes de otros que asumen esas naciones y pueblos ficticios potenciados por los estados, planteando alternativas centradas en ellos, en propugnar cambios dentro de esos ámbitos y proyectos transformadores de dichas naciones estatales. Bastaría leer a los clásicos socialistas marxistas, anarquistas, etc., en los que dicen basamentarse, para comprobar que las críticas de éstos a las naciones, leídas en su contexto y sin prejuicios, los eran al Estado. Esas naciones vistas como creadoras de fronteras, divisiones, exclusivismos, chovinismos, etc., a los que hacen referencia, no son las naciones en sí mismas, sino los estados burgueses constituidos en Estado-nación.
Pero en muchos lugares donde la burguesía se yergue como elite dominante, se encuentra con que los territorios arrebatados a la aristocracia abarcaban diversos pueblos y naciones. En ese caso las propias existencias de estas y estos ponían en riesgo la constitución y pervivencia del Estado. ¿Cómo posibilitar y mantener esa estructura única que permitía su monopolio sobre materias primas, mercados, finanzas, fuerzas de trabajo, etc., si la justificación del Estado era constituir la conformación administrativa de la soberanía de un determinado pueblo y una nación específica? La solución allada fue negar a esos pueblos y naciones, sustituyéndolos por un pueblo y una nación artificial que abarcasen las fronteras de los conjuntos territoriales bajo su control. Sólo a través de ese pueblo y nación únicas sería posible el Estado único. Ese es el origen de la mayoría de los estados-nación europeos. Se instauran sobre la negación de las naciones y pueblos existentes, sustituidos por otros falsos que se hacen coincidir con fronteras estatales. España, Portugal, Francia Italia, etc., no son unas naciones constituidas en estados, como pretende hacernos creer la historiografía oficial, sino estados constituidos en naciones.
En cuanto al caso español se da otra circunstancia que lo hace más peculiar, ya que estaríamos hablando en realidad de una especie de Imperio-Estado-nación. A mediados del siglo XIX el Imperio Español era apenas una sombra de sí mismo. Tras las independencias americanas y la muerte de Fernando VII, la decadente aristocracia, dividida, se disputará los despojos. El sector más frágil, agrupado en torno a su heredera Isabel II, alcanzará un pacto de compartición del poder con una burguesía igualmente débil. Dicha alianza les resultaba beneficiosa a ambas. Los intereses aristocráticos, esencialmente agrarios y rentistas, no resultaban antagónicos con los burgueses, eminentemente comerciales e industriales. Incluso eran complementables entre sí. La llegada al poder de la burguesía con ese pacto explicaría la inexistencia, por innecesaria, de una revolución burguesa, así como las nuevas características que adoptaría el Imperio bajo su control. El viejo imperialismo colonial será mantenido pero será reconvertido en imperialismo capitalista, y sus estructuras administrativas en las de un Estado burgués. Este es el origen del Estado Español, que a su vez impulsará las nociones justificativas de nación y pueblo español.
Consecuentemente, los estados españoles constituyen en origen, ya en su misma concepción, estructuras burguesas e imperialistas. Su razón de ser era y sigue siendo sostener y mantener bajo su control los restos del antiguo Imperio, ahora transformado en imperialismo capitalista bajo forma de Estado-nación. Posibilitar el dominio sobre pueblos y países bajo su yugo por las oligarquías internas y externas. Su utilización como herramienta para asegurar a estas el poder y la preeminencia económica sobre las clases populares. Por su parte España y el pueblo español conformarán el mito fundacional justificativo, el país y el pueblo creados tanto para amparar la existencia del Estado como para abalar la negación de pueblos y naciones subyugadas. Es el Estado Español el que crea a la nación española y al pueblo español, no lo contrario. De ahí que nacionalismo y estatalismo español sean sinónimos no ya de españolismo sino también de imperialismo. Estado Español será traducible como superestructura capitalista e imperialista.
Hablar de España y pueblo español significa una negación de las naciones y los pueblos, al igual que defender un Estado Español supone y conlleva el apoyar el secuestro de sus respectivos derechos y libertades a dichas naciones y pueblos. La propia existencia de una nación y de un pueblo español niega la de otra nación y otro pueblo dentro del mismo ámbito territorial. Por otro lado, si los derechos y las libertades colectivas, las soberanías, pertenecen en exclusividad a las naciones y pueblos, el reconocimiento jurídico de una nación española y un pueblo español conlleva la adscripción de toda soberanía nacional a esa supuesta España y de toda soberanía popular a ese supuesto pueblo español, lo que a su vez imposibilitará el que les sea reconocida y que detenten su soberanía nacional y popular las distintas naciones y pueblos existentes, incluidas Andalucía y el pueblo andaluz. Y puesto que los poderes de los estados son emanaciones de ambas soberanías, la existencia de un Estado Español conlleva la proclamación y aceptación de una soberanía nacional y popular española. Por tanto la de una nación y un pueblo español. De ahí el que no se diferente ni sea diferenciable el nacionalismo español del estatalismo español.
Decir “república”, el afirmarse como republicano o abogar por una república es no decir nada. Una república es cualquier Estado o estructuración político-administrativa en cuya jefatura o a cuyo frente no se encuentra ningún aristócrata. Todo régimen cuya forma de Estado no sea un reino, un principado, un ducado, etc., En cuya jefatura del Estado no se encuentre un rey, un príncipe, un duque, etc., es implícita o explícitamente una república, dependiendo de que se defina o no como tal. En ese sentido incluso la dictadura franquista podría ser catalogable como de republicana de facto, puesto que aunque nominalmente se autocalificase como un reino, en realidad la jefatura del Estado la detentaba el Dictador y no existía rey alguno.
Por tanto, toda república, al no ser más que una estructura estatal, un Estado, será positiva o negativa, defendible o rechazable, según sea ese Estado del cual es mera forma en su jefatura. Serán las características y contenidos, así como su ámbito poblacional y territorial, aquello que debería ser tenido en cuenta a la hora de adjetivarla. Desde una óptica socialista, cualquier república será defendible en tanto que sus características y contenidos conlleven un gobierno efectivo de las clases trabajadoras, y siempre que supongan el ejercicio real de su libertad por parte de una determinada nación y pueblo. Es dentro de estos parámetros en los que tendrá que juzgarse los dos proyectos republicanos que se enarbolan en el ámbito del Estado Español: el de una nueva República Española y el de las diversas repúblicas nacionales de los pueblos.
Si toda República no es más que la forma de Estado que éste adquiere, una República Española no es otra cosa que un Estado Español de cuya jefatura del Estado queda excluido un monarca. Por otro lado, ya se ha señalado que los estados españoles eran y son estructuras capitalistas e imperialistas creadas con el objetivo de sostener y mantener bajo el dominio de las oligarquías burguesas los restos del antiguo Imperio Español, ya transformado en imperialismo capitalista, manteniendo bajo su yugo a los países y pueblos aún bajo su control. Además que España y el pueblo español constituían el país y el pueblo inventados, tanto para amparar la existencia de dicho Estado como para avalar la negación de las naciones y pueblos subyugados. Y, como consecuencia de todo ello, estatalismo español era equivalente a capitalismo e imperialismo. Por lo que la conclusión es obvia: toda República Española, por ser un Estado Español y por ser española, es la continuidad de ese proyecto burgués de carácter imperialista que supone en sí la perpetuación de la negación de su libertad a las naciones y los pueblos a los que se imponga.
Aquí será donde saltarán los defensores del nuevo republicanismo español afirmando que una nueva República Española podría ser “federal” o incluso “confederal”, reconocer a los pueblos y sus derechos de autodeterminación, e incluso podría ser “socialista”, con lo que los derechos de los pueblos y clases populares quedarían a la par salvaguardados. En cuanto a lo “federal”, cabe una vez más subrayar que un Estado es federal cuando es el resultado de unos pueblos y naciones que deciden libremente constituir una estructuración unitaria común. Y para que ello sea posible, para que determinadas naciones y pueblos posean la posibilidad y la capacidad de decidir federarse o confederarse, deberán existir y detentar la capacidad jurídica de tomar esa decisión. Ser unas naciones y pueblos soberanos que en ejercicio de esa soberanía determinan unirse. Son estas naciones y pueblos jurídicamente preexistentes los que instituyen el estado común. Los que lo reconocen, conceden su legitimidad y determinan sus derechos, no al revés. Y pues que son varias naciones y pueblos constituidos en repúblicas las que lo instituyen, ya no será una República sino una unión federal o confederal de repúblicas, y que podría, además, ser socialista. Si no es así, si es un Estado español republicano preexistente el que reconoce y concede a las naciones y pueblos, eso no es federalismo o confederalismo, es mera descentralización, otra tipología de autonomismo, aunque posea distinta denominación.
En cuanto al socialismo, si como ya se ha expuesto todo Estado español, y por lo tanto cualquier República Española, es una estructura capitalista e imperialista, resulta incompatible con un proyecto transformador revolucionario. Desde posicionamientos socialistas, el capitalismo no es reformable, no puede reconvertirse en favorable a las clases trabajadoras, y el imperialismo no es reconvertible en favorable a pueblos y naciones. El capitalismo y el imperialismo no se cambian, no se reforman o mejoran, se destruyen. Las extructuras capitalistas e imperialistas no pueden ser convertibles en socialistas, se erradican y se sustiuyen por otras que sí sean y puedan ser socialistas. Todo Estado español, y por tanto toda República Española, es incompatible con una concepción socialista de la ectructuración social.
Al otro proyecto, el de las repúblicas nacionales de los diversos pueblos hoy aún bajo el Estado Español impuesto, habrá que sopesarlas a luz de respondernos previamente a una pregunta esencial y determinante: ¿existen o no dentro del ámbito del Estado Español distintas naciones y pueblos? Si la respuesta es afirmativa nos llevará automáticamente a cuatro conclusiones: la primera, y más elemental, que si existen esas naciones y esos pueblos lo que resulta imposible es la existencia de una nación española y un pueblo español. Ninguna nación ni ningún pueblo pueden estar a su vez conformados por otras naciones y pueblos. La segunda es que todas esas naciones y pueblos hoy bajo el Estado Español impuesto tienen el derecho a detentar y a hacer uso de esa libertad colectiva, de su soberanía, ya que la libertad colectiva es patrimonio de las naciones y pueblos. La tercera es que si según la legislación internacional los estados son la conformación político-administrativa de las soberanías de naciones y pueblos en estructuras que las detentan, representan, y a través de las cuales las ejercitan, todas esas naciones y pueblos tienen el derecho a constituir sus estados. Aunque, evidentemente, desde un punto de vista antisistema sólo se acepten en su nomenclatura, no en sus contenidos. Y todos estos estados, puesto que ninguno reclama a un aristócrata a su cabeza, serán repúblicas. La cuarta es que al no existir una nación ni un pueblo español, el que no podrá ser constituido será un Estado Español, y si lo es sería ilegítimo, aunque sea bajo una forma de Estado republicano.
Todas esas naciones y pueblos hoy bajo el yugo español impuesto tienen derecho a detentar y a hacer uso de esa libertad colectiva, de su soberanía, instaurando un Estado propio, su propia República. Y lo tienen por el hecho de serlo. La libertad es patrimonio de pueblos y naciones, de las colectividades humanas, como la libertad individual lo es del ser humano. Y la libertad, individual y su derivada la colectiva, le pertenece al hombre y a los conjuntos de los mismos, a los pueblos. Su existencia no es consecuencia de nada ni nadie que se la reconoce o concede, tan siquiera es consecuencia de su elección. No se es libre porque así se determine mediante el voto. No se decide ser libre, se es. Otra cosa es que se impida. Como mucho se podrá decidir ejercerla. La autodeterminación no es elegir ser libre es decidir el uso que se le da a la libertad. La otra autodeterminación es una autodeterminación-trampa, porque presupone que dicha libertad la reconocen o conceden, y por tanto que algo o alguien tiene poder sobe el hombre, las naciones y los pueblos, lo cual resulta contradictorio con el mismo concepto de soberanía.
Si los estados españoles son una creación burguesa, concretización regional del imperialismo capitalista, y si una República Española es sólo una forma de Estado que adquiere un Estado Español, propugnar una República Española supone intrínsecamente favorecer intereses del Capital, propugnar un proyecto antidemocrático y pro-imperialista, con independencia de la intencionalidad con la que se plantee y de la consciencia o inconsciencia de ello que se posea. Por el contrario, la existencia de las diversas naciones y pueblos subyugados determina que el propugnar sus respectivas repúblicas es intrínsecamente progresista y revolucionario, puesto que establecerían en su seno unos marcos libres y democráticos, a partir de los cuales si sería posible plantearse avances en un sentido transformativo de su realidad. Y teniendo en cuenta las dos premisas anteriores, los proyectos de República Española y Repúblicas de los pueblos, resultan completamente incompatibles y conforman dos proyectos totalmente antagónicos.
¿Hay algún nexo de unión, alguna posibilidad de común denominador en la lucha, entre los que, por una razón u otra, pretenden una estructuración estatalista común para las diversas naciones y pueblos hoy bajo yugo español y aquellos otros que apostamos por sus respectivas independencias? Claro que sí, pero evidentemente éste no se encuentra ni puede encontrarse en la supeditación de un proyecto al otro. Ni se puede imponer la unidad ni se puede imponer la independencia. Por la misma razón que no se le puede pedir a los que defienden cualquier tipología de unicidad que trabajen en sentido contrario, tampoco se puede pedir a aquellos otros que luchan por su independencia que trabajen por cualquier tipología de dependencia, aunque sea temporal o electiva. Habrá que encontrar un punto equidistante entre ambos, que permita trabajar juntos y, a un tiempo, no sea un obstáculo para intentar alcanzar ninguna de las dos metas. Por ello, ese nexo tendrá que construirse a partir de los puntos en los que halla coincidencia, no divergencia. Ni podrá estar en la República Española ni en las de los pueblos.
Y este lugar común, esos puntos de convergencia, existen: La lucha por la ruptura democrática, por el reconocimiento de las naciones y pueblos, así como por la devolución y el ejercicio de sus soberanías. Es aquí donde sí nos podemos encontrar y sí podemos trabajar juntos. Todos partimos de que éste régimen no es democrático, luego el romper y acabar con él es un punto de encuentro y lucha unitaria. Otro es el reconocer la existencia de diversidad de pueblos y naciones. Luego en él también podemos coincidir y trabajar juntos. Y si se reconoce a esas naciones y pueblos tendremos que reconocer también sus derechos a detentar y ejercer sus soberanías. Luego ese es otro punto de conexión y posibilidad de trabajo común. Hasta ahí se puede llegar.
Más allá, lo que consideramos que debería ocurrir tras acabar con el régimen y la devolución de su libertad y su ejercicio por naciones y pueblos es donde se inician las diferencias, luego será ahí donde no podremos entrar ni continuar con esa unidad. Pero estos tres puntos son más que suficientes, pues si se alcanzaran se habría logrado, además de terminar con el continuismo franquista, el establecer un marco realmente democrático en los diversos países. Un marco donde se instituirán sus respectivos periodos constituyentes y en el que cada cual tendría la oportunidad de convencer de la idoneidad de su proyecto. Esas fases constituyentes múltiples, además de devolverles su libertad colectiva a los pueblos, y con ello cumplimentar un objetivo básico de sus movimientos nacionales, no serían obstáculo para posteriores unidades, si así lo decidiesen libremente los pueblos, con lo cual el objetivo de la unidad también sería realizable, y sus partidarios podrían lograrlo democráticamente, no imponiéndola como obligatoriedad previa.
Vivimos en los preliminares de una etapa trascendente. El régimen se desangra y el Sistema es plenamente consciente de ello. Aunque eso no tiene por qué significar un final próximo. Puede aún estar agonizando durante largo tiempo. Por eso los sectores oligárquicos dirigentes tienen previstas tres estrategias, de menos a más, según sea el transcurrir de los acontecimientos. Y las tres tienen como fin salvaguardar sus intereses y predominio, con el mantenimiento de los pilares esenciales que los sostienen: España, la “unidad de la patria”, y el capitalismo, el “libre mercado”. Tres son las hojas de ruta elaboradas. La primera, la que ya han puesto en práctica, es la “renovación” de la monarquía con la entronización de Felipe VI, y los consiguientes cambios estéticos en el régimen. La segunda, si el propio sostenimiento del régimen resultase imposible tal cual, sería el realizarle una reforma más amplia a través del inicio de una segunda transición que contuviese los mismos parámetros de la anterior, cambiarlo todo en apariencia para que no cambiase nada en lo esencial, mediante la instauración de una República Española que asegurase la continuidad del Estado Español y del “libre mercado”, aunque bajo envolturas nuevas, más “sociales”. La tercera constituye su bala en la recámara, incluiría aceptar la autodeterminación, convencidos de que sus resultados serían negativos o de que, en el peor de los casos, sólo supondría la separación de Catalunya y Euskal Herria, permaneciendo el resto bajo otro Estado Español, pues dado sus grados de alienación la mayoría poblacional de esos pueblos optaría por la “españolidad”. De ahí que para el resto de pueblos suponga un concepto-trampa, y que sea tan fácilmente asumible y defendible por el españolismo republicano progre. En cambio, y por las razones opuestas, por eso no quieren ni oír hablar de soberanías de los pueblos.
Las diversas problemáticas atravesadas hoy por Andalucía no constituyen hechos coyunturales o circunstanciales, como pretende el reformismo y el españolismo hacernos creer. No son la consecuencia de determinadas legislaciones o gobiernos, sino la lógica consecuencia del papel adjudicado dentro del conjunto de naciones bajo el control del este Imperio-Estado-nación. El de colonia interior. Esa es la razón de que nuestra economía posea un carácter esencialmente extractivo, mera proporcionadora de materias primas, sobre todo mineras y agrícolas, y en la que la mayor de sus industrias es la de servicios. Si a esto le unimos el que somos tradicionales exportadores de mano de obra barata, sin cualificar y cualificada, la conclusión no puede ser otra que la de que somos el tercer mundo neocolonizado peninsular. Y dado que éste marco de opresión y explotación forma parte de los ejes conformadores de los estados españoles, los mismos permanecerán indefectiblemente, con independencia de sus formas de Estado, tipos de descentralización, leyes, mayorías parlamentarias o gobiernos estatales y “autonómicos”.
Por lo tanto, en nuestro caso, la recuperación de nuestra libertad, de nuestra soberanía, no supone una mera cuestión de principios, la consecuencia de que seamos una nación y un pueblo. Ni tan siquiera la de la defensa de derechos que nos corresponden por el hecho de serlo. En el caso de Andalucía y de nuestro pueblo, como el caso de todos aquellas naciones y aquellos pueblos que han estado colonizados o permanecen neocolonizados, constituye una necesidad imperiosa. La recuperación de la única herramienta capaz de permitirnos romper las cadenas y hacernos nuestros dueños y los de nuestra tierra, y con ello poseer la capacidad de establecer otros repartos de riqueza y construir las bases de un poder popular. La lucha por nuestra libertad no es ni puede ser, si realmente deseamos la transformación de nuestra realidad, una cuestión a minusvalorar o a aparcar por priorizar otras luchas. No hay lucha más prioritaria o práctica para una nación y un pueblo ocupado, oprimido y explotado, que combatir por dejar de serlo. Y propugnarlo no es maximalismo ni sectarismo sino coherencia entre teoría y praxis.
Es obvio que el MLNA no detenta mayorías cuantitativas. Que es una pequeña minoría sin una incidencia real en Andalucía, pero aún seremos menos si nos dejamos arrastrar por mareas de reformismos progres, españolismos republicanos y oportunismos cortoplacistas. Ser muchos no es el inicio sino la consecuencia. El inicio es el poseer y el propagar unos mensajes nítidos y diferenciados, y establecer estrategias propias, concordantes con ellos, que faciliten cumplir sus objetivos. Es disputar la hegemonía discursiva a reformistas, españolistas y oportunistas. Y nada de eso no se alcanzará siendo sus teloneros y yendo a la estela de los caminos que ellos trazan y dirigen.