Retrato de un rey corrupto (y II)
El retrato inicial que describía en mi anterior entrega (https://lahaine.org/gA4g) quizá debería ser retocado para añadir a un personaje exótico con vestimenta árabe, asomándose por una puerta al fondo como en el cuadro de Las meninas de Velázquez. Lamentablemente, en este país nadie puede escandalizarse por el hecho de que se cobren comisiones por adjudicación de obra pública. Este tributo, o alcabala, forma parte de un imaginario de fiestas nacionales entre las cuales se encuentran los toros, las oposiciones y algunas otras fiestas de relevancia mundial como los Sanfermines, las Fallas o la tradicional Semana Santa. Incluso la hemos exportado a los países de la América hispana. Algunos como México le han dado un sentido autóctono con una denominación que ha hecho fortuna: la coima. Esta expresión ha enriquecido el diccionario de la lengua española. María Moliner la define como “dinero con que se soborna a un funcionario público”. Se puede extender a la conducta de un funcionario público que exige el pago de una cantidad en concepto de comisión, para adjudicar alguna obra, suministro o servicio público.
Solo un cínico, como el capitán Louis Renault en la película Casablanca, podría exclamar al verse envuelto en esta circunstancia: “¡Qué escándalo, me piden una comisión!”.
Los 67 folios del segundo informe de la Fiscalía sobre la investigación de las andanzas personales del rey Juan Carlos nos proporcionan algunas secuencias que son difíciles de comprender si no derrochamos una gran dosis de fantasía e imaginación 'oriental', como si estuviésemos leyendo un cuento de Las mil y una noches. Para no alargar en exceso este escrito me centraré en algunos aspectos que, además de su relevancia penal, tienen unas derivaciones o consecuencias políticas que creo que han obviado los partidos políticos, los medios de comunicación y la opinión pública.
En mi opinión, el acontecimiento estrella de entre toda esta catarata de sucesos inimaginables en una "democracia" con sólidos valores lo ostenta, con notable diferencia, la donación de 100 millones de euros que el rey Abdalá bin Abdelaziz de Arabia Saudí “regala” al rey Juan Carlos de Borbón y Borbón. Este rasgo de generosidad, insólito en las relaciones internacionales, por muy amistosas que sean, merece una explicación verosímil y no una burda e insultante justificación.
La entrega de 100 millones de dólares, transferidos por el Ministerio de Finanzas de Arabia Saudí al rey emérito el 8 de agosto de 2008 a la Banca Mirabaud, es un hecho cierto e incontrovertido que ha acreditado la Fiscalía del Cantón de Ginebra y acepta, sin objeciones, el dictamen de nuestra Fiscalía. Para tratar de soslayar el árido lenguaje burocrático, relataré los hechos en un tono literario parecido al de los cuentos de Las mil y una noches.
Érase una vez un rey árabe, llamado Abdalá, que gobernaba un país de ingentes riquezas. Era famoso por sus alardes de generosidad con los monarcas de otros países, a los que regalaba dinero y otros bienes Sucedió que el rey generoso pensó en construir un tren de alta velocidad entre las dos principales ciudades de su Reino con destino a La Meca, santuario al que acuden los musulmanes de todo el mundo. En un país llamado España, su rey Juan Carlos I conoció el anuncio de este proyecto en el año 2006 y se interesó para que la obra se adjudicase a empresarios de su país. Abdalá, movido, al parecer, por su inmensa magnanimidad, pensó que debía hacer una generosa donación de 100 millones de dólares al rey de España porque, según consta en la documentación del banco receptor, se trataba de un “importe enviado por el rey Abdallah de Arabia Saudí como regalo según la tradición saudí de cara a otras monarquías”.
Para que el ambiente oriental adquiera más exotismo, en la cuenta del emérito español aparece una donación de cerca de dos millones de dólares del sultán de Bahréin. El rey agraciado, seducido por la belleza de Scherezade, le entregó la totalidad del dinero recibido a la mujer. ¿Adivinan quién es Scherezade? Aquí se acaba la historia y no le den más vueltas, amables lectores, porque los cuentos, cuentos son. Y como dice el lema de la Orden de la Jarretera: “Que se avergüence quien de esto piense mal”.
Si tenemos en cuenta la fecha en que ocurrieron estos fantásticos acontecimientos, no tiene mucho sentido enredarse en la discusión sobre si pudiera haber un hipotético delito de cohecho pasivo impropio, porque estaría prescrito y además cubierto por el sagrado manto de la inviolabilidad.
En una sociedad democrática regida por el principio de la soberanía popular, cualquier interpretación que considere que la inviolabilidad permite a la persona del rey cometer toda clase de delitos, me parece pura teología teocrática. Me recuerda a la sentencia del teólogo escolástico Juan Duns Escoto cuando resolvió el dogma de la Purísima concepción con una frase rotunda: Dios pudo, quiso y lo hizo.
En mi opinión, la inviolabilidad absoluta de la persona del rey se basa en una afirmación apodíctica, apoyada exclusivamente en la literalidad de la palabra, sin aportar razonamiento alguno. Lo desmintió el propio beneficiado, el entonces rey Juan Carlos, en el mensaje de Navidad, en un momento en el que se encontraban inmersos en un proceso penal su hija Cristina y su marido Iñaki Urdangarín. Afirmó solemnemente: “Todos somos iguales ante la ley”.
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