Sánchez y Casado: miserias por doquier
Creo que, en lo que hace al gobierno español, la gestión de la crisis –y hablo ahora de la de carácter sanitario, en imperdonable olvido de las que se revelan en el terreno social y en el represivo- ha sido poco, o nada, afortunada. Aunque mi pronto inicial me invitaba a calificarla de calamitosa, prefiero rebajar el tono por dos razones. La primera lo es, ciertamente, de ida y vuelta: doy por descontado que ese gobierno se ha visto sometido a presiones sin cuento del mundo empresarial, en el buen entendido, y ésta es la otra cara de la cuestión, de que el hecho de que a menudo haya sucumbido a ellas retrata infelizmente su condición. Mayor relieve atribuyo a la segunda de las razones: las decisiones gubernamentales en el terreno sanitario han pendido, inevitablemente, del asesoramiento de expertos que no parecen haber estado a la altura de las circunstancias. Aunque ya sé que la elección de esos expertos remite a una responsabilidad política, entiendo que moverse en ese terreno no era fácil. En cualquier caso, que se perdiesen varias semanas en elucubraciones apaciguadoras cuando lo ocurrido en China, en Corea del Sur y en Italia obligaba a asumir medidas tan insorteables como urgentes coloca en mala posición a los expertos y, por extensión, al gobierno.
Dejaré claro que parto de la firme convicción de que las cosas no hubieran discurrido por un cauce mejor si el Partido Popular hubiese encabezado el gobierno español. Así lo invitan a concluir muchos antecedentes. Hay que admitir, con todo, que el argumento que acabo de emplear tiene una condición inequívocamente especulativa, y que quien ha tomado las decisiones más relevantes ha sido el gobierno realmente existente, de tal suerte que su futuro político se antoja, al menos en una primera y provisional lectura, más bien negro. De ello ha tomado buena nota el mentado Partido Popular, que parece decidido a sacar jugosos réditos políticos en un futuro no muy lejano. Tal vez por eso no ha coqueteado en momento alguno con un imaginable gobierno de gran coalición y contempla con recelo unos pactos poscrisis que podrían rebajar sus ínfulas de acceder rápidamente al poder.
En estos días menudean las encuestas que solicitan de la ciudadanía que valore unas u otras actuaciones gubernamentales. En su mayoría se trata de estudios teleguiados que prefiguran la respuesta, de inevitable descontento, del interrogado. Al releer alguna de esas encuestas me ha parecido llamativo que no se interesasen por dos materias a mi entender decisivas a la hora de evaluar lo ocurrido en las últimas semanas. Me refiero a lo que, de manera trágica, se ha abierto camino en muchas residencias de personas ancianas, por un lado, y a los contagios masivos registrados entre el personal sanitario, por el otro. Me voy a permitir adelantar el argumento de que esas dos cuestiones faltan en las encuestas por cuanto, si bien es cierto que dejan en mal lugar al gobierno central, no salen mejor parados los gobiernos autonómicos, o la mayoría de ellos. Y no está de más que recuerde que cerca de la mitad de la población española reside en comunidades autónomas dirigidas por el Partido Popular. Pareciera como si, en otras palabras, la derechona esquivase las cuestiones que revelan que su gestión de la crisis ha sido tan poco afortunada como la del gobierno presidido por Sánchez.
He señalado más de una vez que tardaremos en conocer -¿lo sabremos en algún momento?- lo que ha ocurrido en los últimos meses. Cierto es que mi reflexión al respecto más tenía que ver con el panorama planetario de la pandemia que con las circunstancias españolas. Pero no me parece fuera de lugar que invoque algún hecho relacionado con éstas. Cuando, más de tres décadas atrás, trabajé sobre los estertores de la Unión Soviética, eché mano con frecuencia de una opinión vertida por un economista, ya fallecido, llamado Otto Latsis. Decía Latsis que la economía de su país era por aquel entonces, en la década de 1980, como un enfermo que no emitiese señales de dolor. Aunque, por motivos obvios, el dolor nos molesta, tiene la virtud, evidente, de señalar que algo falla. Los planificadores burocráticos debían desarrollar su tarea a ciegas, toda vez que los datos que manejaban poco o nada tenían que ver con la realidad. El problema no estribaba ya en que careciesen de herramientas para intervenir venturosamente en la economía: apuntaba a algo más hondo, como era la ausencia de un conocimiento veraz sobre lo que sucedía en esta última.
Recupero el argumento de Latsis, y lo hago de la mano del recordatorio de algo que se ha repetido varias veces los últimos días. A menudo se ha dicho que, para explicar el elevadísimo, intolerable, número de personas fallecidas registrado tanto en Italia como en España hay que tomar en consideración, en lugar central, que estos dos países –a diferencia, cabe entender, de otros- han operado con extrema transparencia. Aunque es posible que haya sido así, me veo obligado a mencionar la contrapartida: esa presunta transparencia se ha visto lastrada por un nulo rigor estadístico que, de nuevo, algo tiene que ver, insorteablemente, con la conducta del gobierno central y con la de los gobiernos autonómicos. Las dudas que han generado muchos de los datos que se manejan explican por qué buena parte de las medidas adoptadas han sido –no podían ser otra cosa- genuinos palos de ciego.
No me olvido, no, en fin, de que si uno busca fortalecer la idea de que ni tirios ni troyanos han estado a la altura de las circunstancias, y no abandono el terreno de la crisis sanitaria, obligado resulta poner el dedo en una llaga sangrante: la de los recortes auspiciados por unos y otros, y la del desmantelamiento, con ellos, de todo, o casi todo, lo que oliese a prevención y previsión.