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Estado español, Estado español, Madrid :: 22/04/2025

Una corona surgida de la "legitimidad del 18 de julio"

Alfredo Iglesias Diéguez
Reseña de 'La monarquía del 18 de julio: la restauración de un anacronismo político' (Laetoli, 2024), de José Cantón

[En la foto, Juan Carlos de Borbón durante el discurso de aceptación del título de Príncipe de España el 24 de julio de 1969.]

Es oportuno preguntarse cómo se llegó a la definición del rey como símbolo de la “unidad y permanencia del Estado”… Esa función sólo tiene sentido en una autoridad emanada directamente del pueblo, elegida democráticamente.

A lo largo de la historia de España, al menos desde los tiempos de la reina Isabel de Castilla y el rey Fernando de Aragón (recordemos que en momentos anteriores existieron también emiratos y califatos en el territorio peninsular, no solo reinos), la forma habitual de organizar políticamente el Estado fue bajo la jefatura de un rey o reina (o un regente); sin embargo, la monarquía actual no es heredera de esa tradición histórica española, a pesar de lo que establece el artículo 57 de la Constitución española de 1978, en el que se puede leer: “la Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica”.

Al margen de si Juan Carlos de Borbón es el legítimo heredero de Alfonso XIII —ríos de tinta se han gastado para justificar esa línea sucesoria, lo cual ya es una señal evidente de que no está todo tan claro…—, lo cierto es que para conseguir la restauración de la “Corona de España” —como se dice en la CE78—, en la figura de Juan Carlos de Borbón, fueron determinantes tres hechos históricos que nada tienen que ver con la continuidad histórica de la dinastía borbónica, que ya había sido interrumpida en tres ocasiones anteriores: en 1871 con la proclamación del rey Amadeo I, que pertenecía a la dinastía de los Saboya; en 1873, cuando las mismas Cortes que escucharon la abdicación de Amadeo I proclamaron la I República española; y, en 1931, cuando tras la partida de Alfonso XIII el comité político de transición transfiere el poder al primer gobierno provisional de la II República, una República que no pondrá “término a la misión histórica que se había impuesto” hasta el 21 de junio de 1977, tras la muerte del dictador.

El primero de los tres hechos que determinaron la segunda restauración borbónica, entonces, fue el golpe de Estado instigado por la oligarquía industrial y financiera, así como por los terratenientes y la Iglesia, y protagonizado por un grupo de militares “africanistas” que no dudaron en romper su compromiso de lealtad hacia la República el 18 de julio de 1936, que al fracasar dio comienzo a un enfrentamiento armado entre los golpistas —que antepusieron su codicia al principio supremo de cualquier militar, aquel que enunciara Simón Bolívar, el Libertador, cuando dijo: “maldito sea el soldado que apunta su arma contra su pueblo”—, y quienes salieron en defensa de la legalidad republicana —muchas veces sin que llegase a mediar la posibilidad de combatir en defensa de la República, como bien saben en Galicia… y otros lugares que quedaron bajo las botas de los militares fascistas en apenas unos pocos días—.

El segundo hecho fundamental en el camino hacia la segunda restauración borbónica tuvo lugar el 23 de julio de 1969. Ese día, conforme a la ley de sucesión de 1947, por la que se define a España como un reino (con trono vacante, se entiende, ya que la jefatura del Estado estaba en manos del dictador) y se establecían los mecanismos sucesorios a la Jefatura del Estado español, que de acuerdo con el artículo 5 de esa ley sería la persona que Franco designase, Juan Carlos de Borbón era nombrado Príncipe de España, lo que le garantizaba que iba a suceder al dictador en la Jefatura del Estado a título de Rey una vez que “por la ley natural” la “capitanía” del genocida “faltase”. En el discurso de aceptación de su nombramiento como Príncipe de España pronunció las siguientes palabras: “Quiero expresar en primer lugar, que recibo de Su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo Franco, la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936, en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos, tristes, pero necesarios, para que nuestra patria encauzase de nuevo su destino”.

El tercer hecho tuvo lugar el 22 de noviembre de 1975, dos días después de la muerte del tirano. Ese día Juan Carlos de Borbón, en ese momento Príncipe de España, juró “por Dios y sobre los Santos Evangelios cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional”.

Entre ese día y el 11 de mayo de 1978, día en el que se aprueba el artículo 1 de la CE78, que establece que “la forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria”, los ideólogos de la Corona —en un patético remedo de los esfuerzos realizados por Cánovas y Sagasta para restaurar por primera vez a los Borbón en el trono de España, allá por los años 1870—, entre los que se encontraba Manuel Fraga Iribarne, lucharon por imponer —y lo lograron— un discurso que presentaba al rey de España, en tanto que jefe de Estado, como “símbolo de su unidad y permanencia, [que] arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes”. Una vez refrendada por el pueblo español la CE78, durante el discurso de promulgación que pronunció Juan Carlos de Borbón el 27 de diciembre de 1978 llegó a decir: “Y hoy, como Rey de España y símbolo de la unidad y permanencia del Estado, al sancionar la Constitución y mandar a todos que la cumplan, expreso ante el pueblo español, titular de la soberanía nacional, mi decidida voluntad de acatarla y servirla”. Insistiendo en esa función simbólica… y sin llegar a jurar la Constitución, simplemente mostrando su “decidida voluntad de acatarla y servirla”.

En este sentido, es oportuno preguntarse cómo se llegó a la definición del rey como símbolo de la “unidad y permanencia del Estado”, una atribución simbólica que no existía en ninguna de las constituciones monárquicas anteriores (1812, 1837, 1845, 1856, 1869 y 1876); todo lo contrario, la primera vez que se expresa una idea semejante es en el artículo 82 de la Constitución republicana de 1873, que señala como una de las funciones del presidente de la República la de “personificar el poder supremo y la suprema dignidad de la Nación”; idea que recoge la Constitución republicana de 1931, que establece en su artículo 67 que “el presidente de la República es el jefe del Estado y personifica la Nación”. Es decir, en la tradición histórica española la Corona no representaba la unidad y permanencia de España porque el legislador español sabía que la autoridad del rey no emanaba de la Nación. Esa es la razón por la cual las constituciones de 1812, 1837, 1856 y 1869 (progresistas) establecían que la soberanía residía “esencialmente” en la Nación, reconociendo veladamente algo que las constituciones de 1845 y 1876 (conservadoras) reconocían abiertamente: que la corona comparte la soberanía con la nación; he ahí el motivo por el cual el rey nunca se había reconocido como “símbolo de la unidad y permanencia del Estado”. Esa función únicamente tiene sentido en una autoridad que emana directamente del pueblo, es decir, que fue elegida democráticamente.

Precisamente a analizar los esfuerzos de los ideólogos de la monarquía actual para legitimar la restauración de una institución anacrónica, que no hunde sus raíces en un pasado dinástico, sino en la voluntad de Franco, autoproclamado “caudillo de España” y, según el artículo sexto de la ley orgánica del Estado, “representante supremo de la Nación española [que] personifica la soberanía nacional”, es la tarea que asume José Cantón en una obra imprescindible: La monarquía del 18 de julio: la restauración de un anacronismo histórico (Laetoli, 2024).

Mundo Obrero

 

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