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Estado español :: 09/12/2020

Volver a casa por Navidad

Azahara Palomeque
La obligación de presentar una PCR supone un cierre de facto de fronteras, una exclusión en toda regla que nos aísla aún más.

"La obligación de presentar una PCR supone un cierre de facto de fronteras, una exclusión en toda regla que nos aísla aún más dentro de una experiencia de por sí solitaria y alienante como es la inmigración"

Llevo prácticamente un año sin ver a mi familia. A pesar de las ganas de que se produzca ese reencuentro, las dificultades en la movilidad internacional desatadas por la pandemia han hecho que muchos españoles afincados en el extranjero hayamos optado durante los últimos meses por evitar los viajes. En Estados Unidos, desde donde escribo, han cancelado casi todos los vuelos directos a España, lo cual añade una serie de trasbordos indeseables que eternizan el trayecto y multiplican el riesgo de contraer el virus –en los aeropuertos, en los aviones–, elevando en ocasiones también el precio. 

Aun así, la esperanza de volver a casa por Navidad, como rezaba el viejo anuncio, ha alimentado la imaginación de tantos a quienes la saudade ya va pesando demasiado, a quienes la ausencia de los suyos está minando por dentro después de unos meses caracterizados más que nunca por la distancia. Por fin iba a darse el momento, la hora de regresar y, contra innúmeros obstáculos, darles sentido a unas fiestas que poseen una carga afectiva ineludible. Sin embargo, a pocos días de la fecha deseada, lo que nos hemos encontrado ha sido un impedimento más, esta vez creado a propósito en el país del que tuvimos que irnos. Me refiero a la imposición consistente en presentar al llegar una PCR negativa realizada en los tres días anteriores

“Turismo seguro”. Así se ha caracterizado desde múltiples instancias del Gobierno la medida adoptada. Sin tener en cuenta que dos millones y medio de españoles residimos fuera, se ha decidido implementar un requisito que excluye a los emigrantes por el hecho de serlo, equiparando la necesidad de pasar tiempo con nuestros seres queridos al capricho de visitar un territorio por mero goce personal. Que no somos viajeros ociosos sino emigrantes queriendo fortalecer esos vínculos que la distancia se empeña en socavar debería ser, a estas alturas, una obviedad.

Que la mayoría de los que no vivimos en España no nos fuimos por gusto, sino obligados por las circunstancias de un mercado de trabajo precario, podría haber supuesto motivo de excepción a una restricción a la que no cabe calificar más que de discriminatoria. Que los expatriados no le importamos a nadie, puesto que somos ciudadanos de segunda en la nación de acogida y eternos olvidados en la que nos expulsó, ha quedado demostrado una vez más. Para ser un país tan dividido, llama la atención el consenso unánime que existe sobre nosotros en España: todos los partidos políticos coinciden en darnos la espalda. Mi afirmación no sería tan categórica si no fuera porque no se trata de la primera violación de nuestros derechos: sigue sin abolirse el voto rogado.

Pero volvamos a la medida de la PCR obligatoria, cuya naturaleza es tan cruel como ineficiente. En primer lugar, este tipo de test ni está disponible en los plazos marcados por la Administración española ni es gratuito en muchos países. En Estados Unidos –el caso que mejor conozco, pero no el único– es prácticamente imposible encontrar un laboratorio o centro de salud que garantice los resultados en veinticuatro horas, es decir, con el tiempo necesario como para someterse a dos o tres vuelos y aterrizar sin la prueba caducada.

A los retrasos que aquí sufrimos se añade un sistema sanitario elitista que, en multitud de ocasiones, requiere pagos al contado independientemente de que se posea seguro médico. No es raro desembolsar varias centenas de dólares por una PCR; dependiendo del tipo de atención sanitaria y cobertura, el coste de la prueba puede alcanzar casi 2.000 en casos extremos. El precio es por persona, así que el golpe financiero se incrementa si decidiésemos viajar acompañados. La medida, por lo tanto, supone un cierre de facto de fronteras, una exclusión en toda regla que nos aísla aún más dentro de una experiencia de por sí solitaria y alienante como es la inmigración. Por otra parte, es imposible garantizar la ausencia de contagio desde el minuto posterior al test y, si se trata de proteger a la población, tampoco se entiende que la restricción solo sea aplicable a los viajes por aire o por mar, lo que está provocando que algunos expatriados opten por llegar a través de un tercer país, como Portugal. 

En el fondo, esta supresión de la movilidad corresponde a la histórica falta de interés que los sucesivos gobiernos han mostrado por el excedente humano que representamos: aparte del voto rogado, un recorte de presupuesto ha relegado el programa de retorno liderado por Volvemos al inventario de los sueños rotos. Apenas existe un debate público sobre la emigración española más allá de la idealización, de tintes colonialistas, articulada en programas televisivos donde se nos tacha de ‘aventureros’. Exceptuando los momentos de extrema necesidad, como la reciente falta de personal sanitario que hizo saltar las alarmas sobre la cantidad de médicos y enfermeros españoles que trabajan en otro país, nuestra existencia es tan prescindible como ignorada. La medida adoptada en este caso viene añadir sal a una herida abierta con que España no ha sabido aún lidiar: el hecho de que sigue perdiendo población autóctona por causa, no de ‘la crisis’ o ‘la economía’ en abstracto, sino de una pésima gestión política de los recursos que también afecta a los que no se han marchado. A pesar de todos los desmanes, muchos –como quien escribe– seguimos queriendo volver.

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