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Del fenómeno de manifestación pacífica:
Objetivos y efectividad real en el actual marco europeo
x Clara García
Especial para La Haine
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El proceso dado en la manifestación
pacífica consiste en la expresión, mediante la invasión
del espacio público, de determinado desacuerdo con una política
equivocada que, en el pasado, presente o futuro de uno o varios sectores
del pueblo, da por resultado imposiciones sobre éste que derivan
en un conflicto entre sectores o con las propias autoridades vigentes.
El fenómeno de manifestación dirige su acción a
dichas autoridades y al resto de sectores populares de su entorno, con
el objetivo de producir cambios reales y palpables respecto a un hecho
o conjunto de hechos determinados.
La efectividad del mismo debe, por lo tanto, medirse en base a las condiciones
actuales de los sectores a los que pretende dirigirse, que constituyen
el reflejo de las vertientes política y social del fenómeno
de manifestación.
En el actual marco democrático europeo, los sectorres políticos
parlamentarios deberían entender la manifestación como una
herramienta tomada por el pueblo, que les permitiese a los gobernantes
medir la efectividad de la tarea que por éste ha sido asignada
según sus propias reglas, con la consiguiente corrección
de errores que hubieran desembocado en dicha movilización.
Sin embargo, el objetivo teórico estatal consistente en efectuar
una adecuada gerencia de los poderes que supuestamente el pueblo le concede,
se ve en la práctica relegado a un segundo plano, en la medida
en que los grupos elegidos anteponen sus intereses partidistas a la voluntad
de la ciudadanía, poniendo de relieve su falta de vocación
político-democrática real, así como su escasa profesionalidad
a la hora de aplicar dicho sistema no sólo en las urnas, sino a
lo largo de todo el período de legislatura que les es concedido.
La efectividad del fenómeno de manifestacion con respecto al
sector político desaparece en la misma medida en que desaparece
la voluntad auto-critica de este, entendida como su conciencia de responsabilidad
de cara a la salvaguarde de derechos y libertades del pueblo. En este
sentido, el unico rasgo de auto-análisis del que la clase política
hace gala funciona en sentido contrario y constituye un ejercicio que
se dirige al control y represión de a la masa, cuyos intereses
son diametralmente opuestos a los de la clase dirigente. La manifestación
se convierte para la autoridad vigente en un acto potencialmente peligroso
para el mantenimiento de su credibilidad de cara a otros sectores sociales
cuya valoración del fenómeno no puede desligarse de los
esfuerzos estratégicos de las autoridades por inferir en el proceso
comunicativo que la manifestación pretende entablar con ellos.
Los métodos de interferencia estatales destinados a reducir el
alcance difusorio de la manifestación funcionan generalmente en
dos sentidos:
En primer lugar, se intenta reducir al mínimo la capacidad expresiva
directa generada in situ por la propia acumulación
de sujetos en un lugar determinado. Para ello el aparato represor dispone
de mecanismos de control de invasión en sentido espacial (ilegalización
de convocatorias, control del recorrido o franja horaria) y de otros
referidos al control de contingente humano presente en tanto que individuo
sujeto a posteriores represalias (intimidación de los participantes
mediante el despliegue de fuerzas policiales, identificación
de los asistentes para su posterior criminalización, etc...).
En segundo lugar, el estado se ocupa de reducir el alcance social de
la manifestación, impidiendo el proceso comunicativo entre ésta
y aquellos sectores que no pueden presenciarla de modo directo, utilizando
tácticas básicas llevadas a cabo mediante su ingerencia
directa en los medios de comunicación: los más habituales
consisten en la tergiversación del contenido de los mensajes
emitidos así como de la naturaleza de aquellos sectores que los
emiten (asociándolos a sectores de la llamada izquierda
radical), el desplazamiento de interés del espectador hacia
aspectos irrelevantes con respecto al síntoma de reivindicación
política en el transcurso del acto, (dándosele más
importancia, por ejemplo, a las medidas de seguridad empleadas que a
la amplitud de sectores participantes), o manipulación de datos
de recuento de asistentes. Todas estas técnicas impiden la visión
objetiva de los sectores sociales al que la manifestación se
dirige, y por lo tanto la posible suma de éstos a las reivindicaciones
que en ella se dan.
Las autoridades no sólo se niegan a escuchar nuestras demandas
mermando nuestro deseo de calar en las resoluciones del sector político,
además impiden que nuestro mensaje llegue a otros, anulando nuestra
efectividad a nivel social.
Es un hecho que ninguno de los objetivos reales de la manifestación
pacífica pueden verse alcanzado en estas circunstancias. Negar
que los sectores políticos han conseguido desligar el fenómeno
de manifestación de su verdadera naturaleza como símbolo
de reivindicación política, a ojos del espectador es sencillamente
no querer ver una realidad comprobable, mantener esa postura ingenua y
auto-consoladora consistente en nuestra participación en ese minuto
de odio que se ahoga a sí mismo, que en verdad no sirve absolutamente
de nada.
Desde aquí reivindico la manifestación como símbolo
que pretende recordar al régimen la fuerza bruta del pueblo como
masa, y al pueblo su propia fuerza como tal. La reivindico como síntoma
del hastío, del enfrentamiento, de la revuelta directa contra aquello
que nos oprime y no tiene intención ninguna de escuchar nuestras
demandas, y además se mofa de nuestra buena voluntad. Puesto que
las autoridades nos niegan unas condiciones necesarias para ejercer nuestro
derecho a manifestarnos de forma pacífica efectiva, nos impiden
comunicar nuestras intenciones reales a nuestros semejantes; puesto que
demuestran que da igual que en una manifestación participemos 500
que 500.000; puesto que nos niegan una solución que pase por el
consenso y el diálogo, nos vemos obligados a apoyar actos de reivindicación
de naturaleza violenta.
Porque si habiendo sido pacifistas hemos dado más pasos hacia
atrás que hacia delante, si seguimos sufriendo las consecuencias
de nuestra presupuesta identidad violenta, tenemos razones ampliamente
fundadas, sobradamente argumentadas, para dejar de sufrir por nada, y
devolver a las autoridades la moneda con la que nos pagan a diario.
Nadie nace siendo un radical. Dicho género de personas han nacido
-en nuestro caso- de la represión, la injusticia, y la negativa
al diálogo que tantas veces hemos propuesto.
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