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La violencia política
x La Peña del Bronx
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No se puede entender el problema de la violencia
política sin conceptuar a la política como la organización
y aplicación sistemática de determinadas relaciones de
poder, como la articulación de un conjunto de medios para la
consecución y la preservación de éste. La política
organiza el poder, le otorga forma estatal y viabiliza un proyecto socio-económico
de clase. En este marco, la violencia es parte activa de la estructura
social, no es sólo un instrumento o medio de lucha, sino sobre
todo un modo de conflicto.
El surgimiento de la violencia política está estrechamente
vinculado al desarrollo de la propiedad privada, y es sólo en
el transcurso de la consolidación histórica de ésta,
que la violencia se transforma en manifestación específica
de poder social. En otras palabras, posee una base material concreta
y no es una constante histórica, por lo tanto es factible su
desaparición en una fase superior del desarrollo humano, cuando
sea eliminado todo tipo de explotación pues -como señalara
Engels- "el poder, la violencia, no es más que el medio,
mientras que la ventaja económica es el fin" (1).
Cuando la ventaja económica, la ganancia, deje de ser la principal
motivación de la producción material, cuando el fin de
la actividad económica sea la satisfacción de las necesidades
del hombre, y no el mero lucro, allí se crearán las condiciones
básicas para la extinción definitiva de la violencia política.
No obstante, esta posibilidad histórica se vislumbra lejana,
y la violencia continúa siendo componente central de todo el
sistema de dominación. De allí que la clase en el poder
requiera -a todo nivel- de estructuras que le permitan organizar el
control social, minimizar los riesgos de un cuestionamiento revolucionario
de la sociedad, y garantizar las condiciones para la reproducción
ampliada del poder y del sistema en su conjunto. En esto el Estado desempeña
un rol crucial.
Estado y violencia política
El principal organizador y concentrador de la violencia estructural
es el Estado, de manera que cualquier intento por legitimar y justificar
la violencia ejercida por la clase en el poder, pasa por legitimar el
Estado. El objetivo básico que se persigue es despolitizar, desideologizar
y neutralizar el Estado, presentarlo como el sintetizador del "bien
común" y garante de la "ley y el orden". Para
ello es imperativo la imposición de una visión histórica
de la naturaleza humana, la sociedad y elaborando, simultáneamente,
conceptos abstractos de nación, interés nacional, estabilidad
y paz social.
Este tipo de Estado se justificaría por el posible "caos"
que devendría en la sociedad humana por el hecho de su inexistencia.
Fenómeno que hace más de tres siglos ya debatían
los grandes pensadores filósofos y políticos. Según
esta corriente teórica -que de una u otra forma sigue vigente-
la naturaleza humana es esencialmente egoísta y utilitaria, cada
ser lucha por su propia subsistencia, por la satisfacción de
sus propios intereses, lo que inevitablemente le lleva a la confrontación
permanente con otros seres humanos. Esta situación es la que
Hobbes (2) describiera como "la guerra de todos contra todos".
Situación superable sólo con apego a un ente no-utilitario,
a un órgano que no buscase la satisfacción de intereses
particulares, sino que comunes, generales. De allí surge la noción
básica y la materialización del concepto del Estado actual
como el único capaz de imponer el orden en medio del "caos
natural". Es decir, ser un "administrador neutro del conflicto
social".
Dicha tesis amerita al menos dos consideraciones. En primer lugar,
la naturaleza humana no es egoísta, ni altruista, ni agresiva
ni pacífica, ni buena ni mala en si misma, sino que simplemente
sintetiza el sistema de relaciones sociales prevaleciente en un momento
histórico determinado. La esencia humana en abstracto no existe,
esta es concreta y, por sobre todo, dinámica, cambiante, de modo
que la hipótesis de una situación natural de guerra permanente
solo sirve para justificar la creación y consolidación
de un complejo aparato de dominación de clase como es el Estado
(analícese, en un grado menor, la lucha contra la delincuencia),
además de proyectar la idea de la imposibilidad de transformar
el sistema o luchar por una sociedad igualitaria, puesto que el ser
humano sería individualista y egoísta en esencia y jamás
podría cambiar.
En segundo lugar, es necesario puntualizar que el Estado no es un ente
que esté por sobre las clases y la sociedad. Ninguna institución
es neutra o poseedora de poder propio, más bien expresa poder
social de clase. Es por ello que conceptos y prácticas tales
como orden, legalidad, estabilidad, paz social, civilismo, etc., son
de carácter tan determinado; la sociedad virtual no existe, ni
ha existido, solo existe la sociedad históricamente concreta,
de manera que el orden y la estabilidad que se defiende hoy, es el orden
y la estabilidad del neoliberalismo. El Estado no es ningún sintetizador
del bien común y del interés de un país, sino que
de violencia política y, por consiguiente, de poder de un sector
de la sociedad sobre otro.
La dimensión ideológica de la violencia
Históricamente a través de diversos medios de socialización
-la estructura educacional, los medios de comunicación, entre
otros-, la clase dominante ha ido configurando un sistema de valores,
normas, conceptos y categorías tendientes a justificar su dominio:
su preponderancia monopólica a regir los destinos de la humanidad,
sus instancias de organización y la vida de los individuos. Medios
entre los cuales la autentificación del uso de la violencia en
sus diferentes formas por parte del Estado, su institucionalidad, sus
fuerzas armadas y policiales, han sido una constante.
Esta manipulación ideológica se ha sostenido en tres
ejes esenciales:
a) Ocultar la violencia estructural propiamente tal.
b) Legitimar la represión institucional.
c) Deslegitimar toda violencia social contra el sistema.
La violencia es inherente a una estructura social injusta, a un orden
social basado en la explotación del trabajo por el capital, en
la exclusión y marginación económica, social y
cultural de vastos sectores de la sociedad. De hecho la violencia no
se reduce únicamente a su manifestación más ostensible,
a su forma represiva. Esta última es sólo una vía
que permite mantener maniobrando y desarrollándose a la violencia
estructural en su conjunto, al capitalismo. Es por ello que Marx y Engels
señalaron la existencia de un virtual estado de guerra entre
patrones y trabajadores (3), en otras palabras, criticaban la influencia
de la violencia económica y de cómo ésta se reproduce
a través de todo el sistema consolidándose como violencia
estructural.
Mas este modo de abordar el problema no es prerrogativa exclusiva de
los clásicos del Marxismo, también -y básicamente
a partir de la encíclica Populorum Progressio- la Iglesia Católica,
en particular el Movimiento de la Teología de la Liberación,
manifestó sin ambigüedad, que "la violencia originaria,
raíz y principio de todas las demás violencias sociales,
es la llamada violencia estructural, la injusticia de las estructuras
sociales, sancionada por un orden legal injusto y orden cultural ideologizado,
que como tales constituyen la institucionalización de la injusticia"
(4).
El ocultamiento de la violencia estructural requiere imponer la idea
de la libertad del individuo, de la igualdad de oportunidades, de los
beneficios de un mercado abierto a la libre competencia. El esquema
de valores imperantes reproduce sistemáticamente la idea de que
los pobres, los marginados, son tales sólo debido a la mala suerte
de haber nacido pobres o a su propia impericia, a su falta de creatividad
y esfuerzos personales. Entonces la injusticia no es tal, pues las naturales
diferencias sociales no son más que el resultado de las leyes
de funcionamiento del mercado, leyes, que según se argumenta,
no responden a los intereses de nadie en particular. Obviamente entonces,
al negarse la injusticia social, se está negando también
la violencia estructural.
Bajo este marco conceptual surgen las nociones de violencia directa
(represiva) y violencia indirecta (estructural). Donde producto de la
manipulación y desinformación ideológica, se tiende
adscribir un carácter significativamente más negativo
a la violencia directa que a la indirecta; se condena el destrozo de
la propiedad pública y privada, un secuestro, un atentado, pero
no ocurre lo mismo con la miseria, la pobreza, la carencia de vivienda
o salud. O, dicho de otra manera, se considera social y culturalmente
peor, matar que dejar morir. La clase en el poder juega con la sicología
de las personas, con sus emociones y decepciones, a fin de encauzar
cualquier signo de descontento, diluir y desviar la atención
del impacto de cualquier violencia estructural.
Junto con la legitimación ideológica y política
de la existencia y el recurso de las distintas formas de coacción,
se deslegitima todo intento de organización popular de la violencia.
A pesar que en los discursos oficialistas es frecuente la condena de
la violencia "venga de donde venga", en la práctica
se busca neutralizar o desarticular únicamente su desarrollo
en la base, su forma auto-defensiva u ofensiva, especialmente aquella
que se puede erigir como alternativa de lucha política, militar
o social.
En consecuencia, la naturaleza clasista del proceso en marcha instituye
que la violencia ejercida por el sistema es positiva y necesaria. Es
decir, toda consideración moral acerca de la violencia política,
tiene que ver con el sistema de valores que éste estime necesario
para lograr la estabilidad del mismo. Por eso se critica el uso de la
violencia en política, en la misma medida que se crean organismos
de seguridad y de lucha antisubversiva, y aumentan los presupuestos
de las fuerzas armadas y de orden. Así se ha ido estableciendo
una relación arbitraria entre democracia y paz por un lado y
cambio y violencia por otro.
En este contexto ideológico es que surge una inevitable interrogante:
¿Existe una forma ética de ejercer la violencia?
Está claro que de aceptarse el sistema de valores imperantes,
como el único referente para medir lo positivo o lo negativo,
lo bueno y lo malo del recurso de la violencia, la conclusión
será siempre la misma: la violencia ejercida por la base social
será siempre reprobable. Sin embargo, si ponemos el punto del
análisis en otro ámbito, sí logramos trascender
el límite de la moral general y vaga para reconstruir desde el
pueblo -los verdaderamente afectados por ésta-, valores morales
y nociones éticas que expresen la necesidad histórica
del cambio social, y muy especialmente, que desmitifique el uso de la
violencia por parte de las masas, ubicándola en su justo contexto
como fenómeno socio-político, el centro del problema cambia:
La violencia es moralmente válida y políticamente viable,
en la medida que se corresponde con la dirección principal del
movimiento histórico, al cambio social necesario para erradicar
primero parcial y luego definitivamente la violencia estructural creada
por el sistema capitalista.
La forma ética de ejercer la violencia está en ponerla
al servicio de las mayorías populares, al servicio del cambio
social y de la dignidad humana.
La violencia revolucionaria es una forma específica de manifestación
ética, pues ésta no persigue la destrucción del
ser humano y su entorno, ni su sometimiento, sino que es un período
muy breve de la actividad por las transformaciones, sólo un momento
histórico; no es un fin sino uno de los medios disponibles para
desplegar la multifacética lucha por el poder popular.
La violencia revolucionaria tiene un rango cualitativo, destruye para
construir un sistema justo que nos encamine hacia una nueva sociedad.
La violencia militar
La violencia militar es una expresión particular de la violencia
política que se estructura en forma de doctrina y se organiza
como cuerpo armado.
Ninguna doctrina militar es neutral, más bien condensa la idea
militar estratégica de quien la ejerce. En el caso específico
de los países latinoamericanos, por parte del poder imperante,
aún prevalece en la región la Doctrina de Seguridad Nacional,
que con la entrada en escena de las democracias protegidas ha tendido
en nuestros países hacia lo que hoy se conoce como "seguridad
ciudadana". La DSN en Chile como apreciación básica
de cualquier futura guerra, partió a fines de los 70 manejando
tres hipótesis de conflicto: en el sur con Argentina, en el norte
con Perú y Bolivia, y en el frente interno, donde definitivamente
se puso el mayor énfasis.
Lógicamente, la definición de frente interno conlleva
la necesidad de organizar la represión dentro de nuestras fronteras
y la voluntad de neutralizar o exterminar a un enemigo (el enemigo interno).
Es decir, el desarrollo de la violencia en términos específicos
y no genéricos como se expresaba en la idea de "todos contra
todos"; más bien la guerra de las FFAA como instrumento
político de la clase dominante contra el pueblo como sucedió
tan explícitamente durante la dictadura. Sin embargo, junto con
el proceso de transformaciones que ha vivido Chile luego del cambio
pactado de un gobierno militar a uno civil dentro del mismo sistema,
esta visión aún es compartida entre los diferentes actores
políticos involucrados en dicho pacto. Diferencias más
diferencias menos, en la lucha contra el enemigo interno, "el terrorismo",
están comprometidos todos quienes participan del poder (gobierno,
oposición, FFAA, Iglesia). Entonces, no es correcto incluso desde
éste punto de vista, hacer una división tan categórica
y definitiva entre lo político y lo militar, puesto que en la
práctica ambos se siguen conjugando a través del accionar
del Estado y de sus instrumentos armados y no armados.
La violencia militar adquiere también diferentes formas, puede
ser central o periférica en un momento histórico determinado,
pero en lo fundamental, está siempre presente en forma de una
estrategia militar para la obtención o la defensa del poder.
Por último, y obstante la condena a la violencia en general
por "inhumana y anticristiana", ante situaciones concretas
de guerras o conflictos internos, la clase gobernante no sólo
defiende moral y políticamente la violencia, sino que además
es la primera en unirse para regular las formas de ejercerla y premiar
a los agentes que se destacan en el ejercicio de ésta. De otra
forma no se explicarían las convenciones internacionales que
norman las guerras, los conceptos de valor y heroísmo, instituciones
tales como las condecoraciones al mérito, pensiones específica,
etc.
Conclusiones
La violencia no se puede separar de la política y no es sólo
un instrumento auxiliar al cual se recurre en momentos de crisis.
La lógica definición luego de constatarse esta realidad
objetiva, es que toda propuesta política debe, ineludiblemente,
contener el factor violencia como una de las posibilidades históricas,
especialmente la revolucionaria. Y es más, debe contar con una
política y una estrategia militar capaz de disputar el poder.
Entonces, podría existir un amplio debate acerca del contenido
y la forma que definen su implementación, pero no sobre la necesidad
de su existencia.
La violencia política no se reduce a su expresión militar,
aunque ésta es su manifestación más ostensible,
es por sobre todo una relación de poder, una estructura históricamente
objetiva, la cual debe ser enfrentada tanto en el terreno material como
en el político e ideológico, pues es un fenómeno
multidimensional.
Notas:
1. Engels F. "Anti Duhring". Editorial Grijalbo S.A. México
D.F.- México 1981, pp. 152-153.
2. Hobbes T. Pensador inglés (1588-1679), cuya obra principal,
"Leviatán", sintetiza toda la teorIa polItica del siglo
XVII.
3. Ver por ejemplo, Engels: "La condiciÓn de la clase
obrera en Inglaterra", 1844.
4. Ellacura Ignacio S. J.: "Trabajo no-violento por la paz
y violencia liberadora". Revista ReflexiÓn y Liberación,
año 1, vol. 4, dic-febrero 1990. Stgo. Chile; p. 6.
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