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EE.UU., Asia, Europa :: 23/01/2025

La guerra híbrida de Trump

Enrico Tomaselli
La estrategia de Trump se caracterizará por la voluntad de poner fin a las guerras en Europa y Oriente Próximo, con el objetivo de aislar/endeudar por otras vías a Rusia e Irán (y a China)

A pesar de las grandes expectativas con las que ha conseguido rodear su segundo mandato presidencial, es muy poco probable que Trump pueda y vaya a introducir un cambio radical en la política internacional estadounidense.

Y ello por la sencilla y obvia razón de que las líneas estratégicas de una gran potencia no pueden estar sujetas a cambios continuos, salvo a nivel táctico y para los ajustes que la evolución de las situaciones haga necesarios, y que por tanto no es una presidencia la que imparte la dirección, sino que es ésta la que determina al presidente.

Sin perjuicio, por tanto, de que la presidencia de Trump (que, por otra parte, ha sido claramente reivindicada) tendrá como objetivo la reafirmación de la hegemonía estadounidense, y desde luego ninguna apertura al multipolarismo, queda por saber cómo desarrollará concretamente esta línea estratégica, sobre todo en lo que respecta a las grandes zonas de crisis, pero no sólo.

Si nos fijamos, por ejemplo, en la crisis ucraniana, sobre la que, por otra parte, se ha centrado la atención, podemos ver cómo la posición estadounidense -tal y como se está perfilando cada vez más- se caracteriza sobre todo por un enfoque reductor, es decir, considera el conflicto como una cuestión circunscrita, que debe mantenerse y resolverse en un ámbito limitado, sin abordar por tanto las cuestiones fundamentales que subyacen en él, como es no sólo la pertenencia o no de Ucrania a la OTAN, sino también su neutralidad/desmilitarización y, lo que es aún más importante, una nueva arquitectura de seguridad mutua en Europa y a escala mundial.

Se trata de cuestiones que, por su propia naturaleza, requerirían una voluntad de cuestionar la supremacía estadounidense, algo que la nueva administración no está dispuesta a hacer ni es capaz de ello.

Del mismo modo, se puede ver cómo Washington pretende conseguir el único resultado que le importa -el fin de los combates- mediante una política de palo y zanahoria.

Por un lado, ofreciendo la perspectiva de una relajación gradual de las sanciones a Rusia y el reconocimiento de facto de las 'anexiones' territoriales, acompañado de un aplazamiento indefinido del ingreso de Kiev en la OTAN, y, por otro, la amenaza de endurecerlas y de mantener el apoyo militar a Ucrania, quizá incluso ampliando su capacidad de utilizarlo.

Con toda probabilidad, primero se intentará el enfoque blando y luego, si no surte el efecto deseado, se adoptará el enfoque duro. La suposición, por supuesto, es que Rusia quiere poner fin al conflicto de todos modos, al menos tanto como Occidente, y que por tanto la combinación de este doble enfoque acabará convenciéndola para negociar, dentro de los términos imaginados por la Casa Blanca.

Sin embargo, subyace la convicción de que EEUU tiene una ventaja estratégica de poder sobre Rusia que no sólo hay que defender y reafirmar, sino que es tal que puede doblegar cualquier resistencia que pueda surgir del Kremlin.

El punto débil de esta perspectiva es que se basa en una valoración errónea, tanto del punto de vista ruso como de su liderazgo, y de las propias relaciones de poder. Casi parece como si en Washington pensaran que se enfrentan a Yeltsin y no a Putin.

Además, los dirigentes rusos no pueden sustraerse al contexto global en el que se inscribe el supuesto enfoque dialogante estadounidense.

Un contexto que ve a EEUU moverse en una perspectiva decididamente de confrontación, aunque por el momento de tipo híbrido, no cinético, con la clara intención de esperar a que se determinen las condiciones óptimas para pasar (de nuevo) a ello.

Además, los numerosos precedentes de las últimas décadas han enseñado a los rusos que la duplicidad y la falta de fiabilidad son una norma de las relaciones internacionales de Occidente.

En particular, hay dos cuestiones sobre las que pivota esta acción de confrontación, y ambas conciernen directamente a la Federación Rusa.

La primera es una verdadera ofensiva energética, cuyo objetivo es también debilitar aún más a los países europeos, para acentuar su servilismo, pero que apunta claramente a crear dificultades crecientes a Moscú, tratando de debilitarlo una vez más en el plano económico, dada su resistencia en el militar.

Esta ofensiva se está articulando a través de una serie de movimientos que ciertamente no son casuales, empezando por la decisión ucraniana de no renovar el contrato con Gazprom, interrumpiendo así la última línea directa de suministro energético entre Rusia y Europa, privando a la primera de los ingresos que de ella obtenía y obligando a la segunda a comprar combustible caro de EEUU.

Teniendo en cuenta que Kiev nunca había actuado sobre esta palanca durante los tres años de conflicto (algo que sí había hecho varias veces, en cambio, en la época anterior a la guerra), y que pierde así, obviamente, los royalties derivados del derecho de paso del gas ruso, está claro que la decisión se tomó al otro lado del Atlántico.

En el mismo sentido hay que leer el fracasado ataque ucraniano a la terminal rusa por la que fluye el gas hacia el Turkish Stream, el otro gasoducto por el que se abastece Europa [1]. Ambas son decisiones estratégicas, cuya puesta en práctica está mucho más allá de la autonomía del gobierno ucraniano.

A esto hay que añadir las nuevas sanciones, dirigidas específicamente contra la llamada flota (rusa) en la sombra [2], a través de la cual Moscú intenta sortear sus dificultades para exportar energía; aunque estas sanciones fueron impuestas por Biden, es de esperar que la nueva las utilice como palanca, como parte de la estrategia de palo y zanahoria antes mencionada.

Cabe señalar que las importaciones europeas de GNL ruso han aumentado significativamente este último año [3], lo que, entre otras cosas, constituye una competencia directa para el GNL estadounidense. Por el momento, estas sanciones aún no han surtido todo su efecto, pero está previsto que entren plenamente en vigor a partir del 12 de marzo.

De forma similar, aunque a menor escala, es la decisión de Moldavia de abrir un litigio de pago con Gazprom, que a su vez provocó la suspensión de los suministros a Chisinau.

Por último, pero no por ello menos importante, Ucrania intensificó sus ataques contra las instalaciones petrolíferas rusas.

Otro aspecto -mucho más significativo- de esta perspectiva conflictiva es la creciente presión marítima, que busca claramente contener a Rusia y disputarle el dominio de sus mares.

Esta presión ya está teniendo lugar en el mar Báltico, donde se está intensificando la presencia de las flotas de la OTAN (misión de la Guardia Báltica), con el pretexto de algunas interrupciones de los cables submarinos (atribuidas obviamente a Rusia y China), y con la intención declarada de ejercer un control sobre la navegación.

Esta franja de mar, que en realidad es un embudo bifurcado cuya salida al Mar del Norte está controlada por Dinamarca, Suecia y Alemania, cuenta con presencia rusa en el fondo del Golfo de Finlandia (donde se encuentra San Petersburgo) y al noreste de Polonia (donde se encuentra el enclave ruso de Kaliningrado).

La ambición declarada es convertirlo en un lago de la OTAN [4], aprovechando su morfología y el hecho de que casi todas sus orillas pertenecen a Estados miembros de la Alianza (además de los mencionados, Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania y Polonia). Esto permitiría, en caso de conflicto, estrangular San Petersburgo y, sobre todo, eliminar Kaliningrado, que la OTAN considera una espina clavada.

Pero la verdadera partida hostil es la que se jugará en el océano Ártico. Aquí Rusia disfruta de una ventaja estratégica considerable, tanto porque sus costas cubren una gran parte de sus fronteras como porque la flota rusa del Ártico es, con diferencia, la más poderosa y mejor equipada.

La importancia actual de este océano está ligada al hecho de que está a punto de convertirse en una importante ruta comercial alternativa (y más competitiva), por lo que es una parte importante de la confrontación geopolítica mundial.

Y es precisamente en esta perspectiva en la que deben leerse las ambiciones hegemónicas trumpianas sobre Canadá y Groenlandia; Tomar el control de facto de ellos, o al menos tener la posibilidad de utilizar sus territorios de forma irrestricta, permitiría a EEUU al menos reequilibrar el tamaño de la línea del frente marítimo, y así acercarse más a las fronteras rusas con sus propios sistemas militares (de misiles, radares y antimisiles), y ejercer un mayor control potencial sobre el tráfico naval - indispensable para una potencia talasocrática como EEUU.

Lo que hace extremadamente difícil, por no decir improbable, una solución de Trump al conflicto de Ucrania no es, por tanto, sólo la situación sobre el terreno (en la que Rusia prevalece absolutamente, lo que es extremadamente problemático para la OTAN), o la intención de EEUU de circunscribirla, sino el hecho de que la nueva administración estadounidense, al tiempo que trata de desentenderse de la guerra, articula movimientos claramente hostiles hacia Moscú, con la intención -ni siquiera disimulada- de contenerla mediante un telón de acero que impida su crecimiento económico y la sujete a un costoso enfrentamiento militar en el poder, es decir, manteniéndola siempre en el umbral del conflicto, pero sin cruzarlo.

En esencia, una repetición de lo que fue la estrategia estadounidense hacia la Unión Soviética durante la Guerra Fría, y que -en la visión de los estrategas neoconservadores- condujo a su colapso.

Hay que señalar aquí que, desde el punto de vista estadounidense, el conflicto de Ucrania ha sido hasta ahora absolutamente ventajoso:

ha roto la relación entre Rusia y Europa, que Washington siempre ha considerado extremadamente peligrosa; ha puesto de rodillas, en consecuencia, a la economía europea, aplastando su potencial competitivo; ha vuelto a poner a raya a los vasallos del viejo continente, haciéndoles volver a la obediencia; y, por último, pero no por ello menos importante, ha dado una gran mano a la economía estadounidense, particularmente (pero no sólo) en el sector del petróleo y en el complejo militar-industrial.

En este punto, por tanto, se trata de capitalizar estas ventajas y evitar que una derrota en el campo de batalla -con todo lo que ello conlleva- se convierta en un poderoso revés para la imagen de EEUU como gran potencia.

Negociar con Moscú, desde el punto de vista de Trump, es precisamente asegurarse de que el final del conflicto no se produzca como resultado de una aplastante victoria rusa, y discutir así con Washington los términos en los que terminará.

Totalmente diferente es la situación en Oriente Medio, donde EEUU se encuentra jugando un juego mucho más complejo, en un contexto que está experimentando profundos cambios en el equilibrio de poder (que escapan en gran medida al control de EEUU), y en el que no es el dominador indiscutible ni siquiera en su propio campo. La única ventaja que tienen es que aquí no se enfrentan directamente a una potencia del mismo nivel.

Aquí, el objetivo estratégico de EEUU está condicionado por el hecho de que no puede desentenderse del aliado israelí, que en cambio se mueve exclusivamente según sus propios intereses, aunque entren en conflicto con los del principal patrocinador al otro lado del Atlántico.

Esto ha sido posible gracias a una precisa estrategia de penetración en el sistema estadounidense, que ha sido capaz -en las últimas décadas- de dar un vuelco completo a la relación entre ambos países, asumiendo de facto el control de buena parte de la política estadounidense.

Esto se ha logrado esencialmente a través de una doble acción: por un lado, explotando a la poderosa comunidad judía estadounidense, canalizada en gran medida a través del Comité Estadounidense-Israelí de Asuntos Públicos (AIPAC), que además de funcionar como un 'lobby' muy fuerte ha construido a lo largo de los años un mecanismo de selección de los parlamentarios estadounidenses (financiando las campañas electorales de los candidatos proisraelíes), gracias también al apoyo de los medios de comunicación (a su vez controlados en gran medida por la misma comunidad); y por otro, encontrando el apoyo de la igualmente poderosa comunidad cristiana evangélica, que pertenece a la Fellowship of Christians and Jews [5], y que tiene un peso económico y electoral significativo.

Esta doble penetración, en los ganglios del poder político estadounidense, ha hecho que el Congreso de EEUU esté compuesto en gran parte, de forma absolutamente bipartidista, por partidarios del Estado de Israel, y que la crítica al sionismo político se considere un tabú inviolable.

La naturaleza de esta relación es un elemento fundamental para comprender la posición de EEUU en la crisis de Oriente Próximo, porque de hecho la autonomía estratégica estadounidense es limitada.

En esencia, mientras que en el escenario ucraniano el liderazgo político-militar occidental es esencialmente indiscutible, tanto frente a Kiev como frente a los vasallos de la OTAN, en el escenario de Oriente Medio sólo puede ejercerse a través de la mediación con los intereses israelíes.

Según la vulgata actual, por ejemplo, la firma del alto el fuego en Gaza habría sido impuesta de facto por Trump a Netanyahu; pero pensar que el gobierno israelí tomó una decisión tan trascendental sólo para complacer a la administración estadounidense es realmente ingenuo.

Mucho más sostenible es que el deseo de Trump de celebrar su propia coronación con una paz (aunque sea temporal y muy sub judice) se confundiera con otra cosa, y que a la sombra del (supuesto) forzamiento estadounidense esté más bien la constatación de que Israel perdió la guerra contra la Resistencia palestina y necesitaba salir de quince meses de conflicto inútil.

La cuestión de Oriente Próximo, sin embargo, y precisamente por las razones expuestas, debe examinarse en primer lugar desde la perspectiva israelí.

Desde el 7 de octubre de 2023, Tel Aviv ha tenido que enfrentarse a una guerra asimétrica y de geometría variable, en la que al frente principal -Gaza- se han unido otros, en diferentes momentos y de diferentes maneras. Líbano, con Hezbolá, y Yemen, sobre todo, pero también -y no secundariamente- Cisjordania, Irak e Irán.

Todos estos frentes de guerra forman parte de un conflicto que no es simplemente asimétrico, en el sentido de que a los contendientes les separa una importante brecha de capacidad militar (además, aparte de Irán, todos son actores no estatales), sino que es precisamente algo distinto de un conflicto convencional, en el que las partes se enfrentan para disputarse un territorio, siendo esencialmente una guerra de liberación nacional, en la que el pueblo palestino (y sus aliados) pretenden recuperar su tierra, no redefinir sus fronteras.

El final de esta guerra de liberación, por tanto, es el final del colonialismo de los asentamientos y, por tanto, el final de un Estado judío en Palestina.

A su vez, para los israelíes, es a la vez la defensa de su propio asentamiento en Tierra Santa y la aspiración mesiánica de apoderarse de todo el territorio correspondiente a un mítico (y falso) Israel prebíblico, expulsando a sus poblaciones árabes.

Se trata, por tanto, de un conflicto en el que los objetivos estratégicos de las partes son absolutamente irreconciliables y no pueden mediar.

En el plano táctico, en cambio, las acciones de ambas partes responden a consideraciones más pragmáticas y se fijan objetivos más limitados.

Desde este punto de vista, el régimen de Netanyahu (así como sus aliados anglonorteamericanos) no ha podido alcanzar ninguno de los objetivos que se había fijado, en relación con los distintos frentes abiertos.

En lo que respecta a Gaza, este objetivo era básicamente la destrucción de la capacidad de combate de las formaciones de la Resistencia (Hamás y la Yihad Islámica Palestina sobre todo) y, por tanto, su puesta fuera de combate como sujetos político-militares.

En quince meses de combates, y sobre todo de bombardeos diarios, las FDI han sido incapaces de lograr estos objetivos.

Obviamente, la acción militar israelí infligió duros golpes a las organizaciones armadas, matando sin duda a cientos de combatientes; lo que, por otra parte, en un contexto de absoluta asimetría del potencial bélico, y con un conflicto que se desarrolló casi en su totalidad en una especie de gigantesco escenario cerrado, es bastante normal. Y las bajas de las FDI, totalmente ocultadas por los medios, suman también centenares.

Si se tienen en cuenta las diferentes capacidades de fuego de las partes, el hecho de que una de las dos combatiera en un espacio rodeado de fuerzas enemigas y, sobre todo, la magnitud de la destrucción y de las víctimas civiles del conflicto, el hecho de que, a pesar de todo, fuera incapaz de alcanzar el objetivo de la guerra, resalta aún más la magnitud de la derrota israelí.

Si nos fijamos en el frente libanés, la situación es en muchos aspectos similar. Lo que Tel Aviv pretendía al lanzar una nueva guerra en el Líbano era, en primer lugar, hacer retroceder a Hezbolá al otro lado del río Litani, lo que obviamente implicaba la necesidad de infligirle una derrota sobre el terreno y socavar así significativamente su capacidad bélica. Como consecuencia, poder traer a casa a los cien mil colonos supremacistas evacuados de las zonas próximas a la frontera.

El resultado de esta campaña extremadamente efímera fue que tampoco aquí se alcanzaron los objetivos. Hezbolá no fue empujado más allá del Litani, las FDI sólo consiguieron penetrar unos pocos kilómetros, a veces sólo cientos de metros.

Es cierto que el ejército chií sufrió duros golpes -uno, sobre todo, la pérdida de un líder como Nasralá- pero ello no se tradujo en una pérdida significativa de capacidades de combate, y también los sufrieron las FDI. Y a pesar del alto el fuego, los colonos aún no han podido regresar a sus asentamientos.

En el frente yemení, a pesar de los masivos bombardeos aéreos anglonorteamericanos e israelíes y de la presencia de poderosas flotas occidentales en el Mar Rojo, la victoria de Yemén es absolutamente clara (lo que, por cierto, sanciona la aparición de otro actor en Oriente Próximo con capacidad para pisar el acelerador).

El puerto de Eilat está medio destruido y, en cualquier caso, completamente en quiebra. El tráfico marítimo comercial evita en gran medida esa ruta y prefiere la circunnavegación de África (con el consiguiente aumento de tiempo, costes y daños para el Canal de Suez y los puertos mediterráneos).

La flota dirigida por EEUU, incluso con algunas abolladuras bien disimuladas, ha demostrado simplemente ser completamente ineficaz.

En Irak, las formaciones pertenecientes al Eje de la Resistencia -que han actuado principalmente en apoyo de los yemeníes- están firmemente asentadas.

En Cisjordania, la capacidad de combate de la Resistencia, a pesar de la presión militar diaria de las FDI, sigue creciendo, hasta el punto de que incluso la Fuerza Aérea israelí se ve ahora obligada a intervenir, y la administración colonial de la Autoridad Nacional Palestina (una auténtica marioneta de EEUU, y colaboradora de Tel Aviv) se ha visto empujada al terreno con fuerza, interviniendo militarmente junto a las FDI [6].

En cuanto a Irán, que ha permanecido básicamente entre bastidores, con las operaciones Promesa Verdadera 1 y 2 ha demostrado no solo su capacidad de penetrar las defensas israelíes y de poder golpear en profundidad, sino también y sobre todo que la disuasión israelí es ahora solo un recuerdo, y en el mejor de los casos se equipara con la de Teherán. Y próximamente se estrena Promesa Verdadera 3.

La situación, por tanto, ve a Israel cansado, probado y dividido más que nunca, después de que se haya suspendido la guerra más larga de su historia (excepto en Cisjordania, donde continúan los combates).

Además, a menudo hablamos de las grandes pérdidas de Hamás o Hezbolá, pero siempre nos olvidamos de señalar que tampoco fue precisamente un paseo por el parque para las FDI.

Independientemente de todo lo demás, cuando salgan a la luz las cifras reales de bajas (muertos, discapacitados, enfermos de estrés postraumático, pero también tanques y vehículos blindados), será posible hacer balance de lo que le ha costado a Israel esta guerra perdida.

Porque la guerra no es como un partido de fútbol, no existe el empate: si no ganas, has perdido. Y la reacción psicológica en la pequeña sociedad colonial israelí no será pequeña.

La tregua, por tanto, no fue una imposición de la administración estadounidense, aunque esta clave de interpretación juegue a favor del régimen de Netanyahu y le permita ocultar la verdad tras esta cortina de humo durante un tiempo más.

La tregua se produce porque saben que la guerra está perdida; seguro que podrían haberla continuado un tiempo más, pero eso no habría cambiado las cosas.

Así pues, el quid pro quo entre Trump y el Herodes israelí tiene que ver con otra cosa.

Prueba de ello es que al final incluso los ultras sionistas se limitaron a un enfrentamiento: Smotrich protestó por el acuerdo, pero permaneció en el gobierno, Ben Gvir salió (pero no de la mayoría que le apoya) reservándose el derecho a volver a entrar en cuanto la guerra comience de nuevo. A ninguno de los dos, al igual que a Netanyahu, le gustaría realmente derribar el gobierno, perdiendo las oportunidades que ofrece el control de los ministerios clave y abriendo el camino a un enfrentamiento poco tranquilizador.

La contrapartida ni siquiera está en una posible implicación de EEUU en un ataque a Irán: Trump no quiere cerrar una guerra para abrir otra, sobre todo sabiendo que ésta presenta bastantes riesgos (no sólo para Israel, sino para las numerosas bases estadounidenses en la región, y sobre todo para el precio del petróleo).

Desde luego, no después de que Teherán y Moscú firmaran un acuerdo de asociación estratégica [7] que, aunque no prevé un compromiso de asistencia mutua en caso de conflicto, sin duda vincula aún más a los dos países, y está claro que Rusia no permitirá que Irán acabe como Siria (probablemente China tampoco lo permitirá).

Sin duda, Washington aumentará la presión sobre la República Islámica, ya sea endureciendo las sanciones, alimentando el terrorismo o intentando fomentar revoluciones de color, o a través de todas estas cosas juntas.

Pero es muy poco probable que se implique en operaciones militares directas contra Irán, y ya se vio que Israel no está ciertamente en condiciones de hacerlo por sí solo. Lo que Trump ofrece se refiere ante todo a Cisjordania, donde ejercerá su influencia sobre la ANP para empujarla a intensificar el enfrentamiento con la Resistencia y respaldar nuevas anexiones territoriales.

Se trata de Siria, donde ofrecerá cobertura política -y si es necesario no sólo- a los objetivos israelíes en el Golán y en parte del sur del país; después de todo, aquí los intereses de Washington y Tel Aviv coinciden perfectamente, ya que ambos están interesados en la partición del territorio sirio, y en contener el expansionismo neo-otomano de Ankara.

Pero, sobre todo, Trump pretende relanzar la carta de los Acuerdos de Abraham, que son vistos como el as bajo la manga para cambiar los equilibrios regionales, interrumpir la tibia relación entre Riad y Teherán, devolver a Arabia Saudita a la órbita occidental y volver a jugar un papel protagonista en la región.

Después de todo, Trump lo dijo explícitamente:

aprovecharemos el impulso de este alto el fuego para seguir ampliando los históricos Acuerdos de Abraham.

Aunque a la mayoría de los dirigentes árabes (sobre todo a los petroleros) les importe un bledo la causa palestina, se ven más o menos obligados a considerarla para no entrar en colisión con el sentimiento de sus propias poblaciones.

En particular, Arabia Saudí -especialmente después del 7 de octubre- ha insistido en la necesidad de una solución al problema palestino, como condición previa para una pacificación con Israel.

Y esto es extremadamente importante hoy para Tel Aviv, que se encuentra más aislada que nunca en la región. Por esta razón es altamente probable que Netanyahu, superando los descontentos del ala más radical de su coalición, busque efectivamente poner fin al conflicto en la Franja de Gaza; aunque sea por mero cálculo, iniciar una fase de estabilización en Gaza, tal vez incluso a través de una gestión administrativa que involucre de alguna manera a la ANP (como desean los EEUU), serviría como vía para desbloquear la reanudación de las relaciones con Riad y otras capitales árabes.

En los planes de Trump, por lo tanto, los Acuerdos de Abraham representan la piedra angular de la estrategia en Oriente Medio, y un relanzamiento a gran escala de estos acuerdos --aprovechando también una fase en la que el Eje de la Resistencia, aunque sustancialmente victorioso, necesita un período de reconstrucción posbélica-- constituiría otro logro destacado para la Casa Blanca.

Claramente, la ambición estadounidense es involucrar a la mayor parte de los países de la región, con el objetivo de aislar a Irán, después de haber roto la continuidad territorial de la media luna chiita con la caída del régimen sirio.

A los estadounidenses probablemente les gustaría intentar marginar a Hezbolá en el Líbano, llevando a Beirut a unirse a los Acuerdos, pero en este momento la jugada parece cuanto menos improbable.

También sería difícil obtener la adhesión de Egipto (un auténtico gigante silencioso del mundo árabe, que hace tiempo que dejó de desempeñar un papel protagonista), dado que las tensiones con Israel son actualmente elevadas - los dos países se acusan mutuamente de violar los Acuerdos de Camp David. Por otro lado, podrían crearse las condiciones para la adhesión del régimen yihadista de Siria - y sería realmente un gran golpe de efecto.

En resumen, podríamos decir que la estrategia estadounidense durante el segundo mandato presidencial de Trump -o al menos durante sus dos primeros años- se caracterizará por tanto por la voluntad de poner fin a las guerras cinéticas en Europa y Oriente Próximo, pero sólo en el marco de una visión conflictiva global, con el objetivo de aislar/endeudar por otras vías tanto a Rusia como a Irán, dado el fracaso de la estrategia seguida por Biden, que había optado por apoyar un enfoque más belicoso.

En términos estratégicos a largo plazo, está claro que la presidencia de Trump debe entenderse como un puente entre la era Biden (dominada por la alianza entre demócratas y neoconservadores) y la era Vance (caracterizada por un mayor pragmatismo), durante la cual se imagina que EEUU puede lanzar -y ganar- su desafío a su rival chino.

Éste es, presumiblemente y a grandes rasgos, el diseño estadounidense. Queda por ver cómo responderán Moscú y Teherán (y Pekín) y, sobre todo, si las piezas del rompecabezas encajarán, cómo y cuándo.

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Notas

[1] Vasili Nebenzia, representante permanente de Rusia ante la ONU, declaró: «Rusia tiene todos los motivos para creer que el ataque de Ucrania al Turkish Stream se llevó a cabo siguiendo instrucciones de Washington y Londres».

[2] Según el viceministro polaco de Asuntos Exteriores, Wladyslaw Teofil Bartoszewski, la OTAN debe dejar de preocuparse por el derecho marítimo internacional y detener a los petroleros que transportan petróleo ruso, no sólo en las aguas territoriales de sus países, sino también en aguas neutrales. Véase «NATO otkry`vaet oxotu na rossijskij tenevoj flot», Elena Ostryakova, Politnavigator

[3] La Unión Europea está importando GNL ruso a niveles récord. En los primeros 15 días de este año, entraron en el bloque 837.300 toneladas de GNL ruso, una cifra sin precedentes. A pesar de la presión de las sanciones, el 95% procede de Yamal con contratos a largo plazo. Sobre esto, véase «La UE devora gas ruso a una velocidad récord a pesar del corte», Gabriel Gavin y Giovanna Coi, Politico

[4] En contra del principio de libre navegación, la OTAN pretende extender su control sobre las aguas neutrales del mar Báltico. Como reveló el primer ministro polaco, Donald Tusk, tras la cumbre de la OTAN sobre el Báltico celebrada en Helsinki, ya han comenzado las consultas para encontrar formas legales de controlar los barcos fuera de las aguas territoriales. Esto choca frontalmente con el derecho internacional, según el cual los países cuyos barcos vayan a ser sometidos a inspecciones ilegales pueden defender sus intereses por la fuerza. Moscú ya ha hecho saber que, si la OTAN intenta inspeccionar barcos en el mar Báltico, Rusia utilizará a la armada para escoltar a los buques de carga. «Protegemos nuestros barcos y los buques que transportan nuestra carga. Y en caso de ataque, comienza un conflicto: primero local, luego regional», declaró Nikolai Mezhevich, presidente de la Asociación de Estudios Bálticos, al diario ruso Izvestia.

[5] Los fundamentalistas evangélicos son grandes partidarios de Israel y del sionismo no por razones políticas, sino por motivos religiosos. De hecho, creen que el día en que los judíos conquisten la totalidad de Tierra Santa, se cumplirá la profecía que conduce al Día del Juicio Final y, por tanto, se establecerá el reino de Dios en la Tierra. En resumen, una forma de mesianismo bastante similar a la que anima a los componentes más extremos del sionismo israelí.

[6] Tras más de un mes de asedio, la Autoridad Nacional Palestina llegó a un acuerdo con los combatientes palestinos de la Brigada de Yenín, que condujo a la retirada del campo de refugiados y al levantamiento del bloqueo de la ciudad. Pero las fuerzas de seguridad de la ANP siguen actuando activamente contra la Resistencia en toda Cisjordania.

[7] El acuerdo firmado entre Rusia e Irán contiene una cláusula sobre el refuerzo de la cooperación en materia de seguridad y defensa. Aunque no se prevé un mecanismo automático de defensa mutua, como en el caso del acuerdo con Corea del Norte, sí se contempla una profundización de la cooperación en el ámbito militar, con un intercambio de tecnología. Se sabe que algunos sistemas de armamento iraníes son desplegados actualmente en Ucrania por las fuerzas rusas, con el fin de probarlos en condiciones operativas, por lo que no se puede descartar, por ejemplo, que mañana los rusos suministren la tecnología del misil balístico hipersónico Oreshnik, que proporcionaría a Teherán el equivalente de la disuasión nuclear, aunque sin disponer de armas atómicas, a lo que los dirigentes iraníes siguen oponiéndose. (El texto completo del acuerdo está disponible en la página web del Kremlin).

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