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Afganistán a un año del bombardeo
de EEUU: gobierno débil, lucha interna, pobreza, narco...
x Juan Pablo Duch - La Jornada
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Crece el rechazo a la presencia de tropas
extranjeras en el país devastado. Ningún líder
talibán o de Al Qaeda ha sido presentado "vivo o muerto"
como quería Bush.
Moscu, 7 de octubre de 2002.- Bajo el signo de una "paz
frágil", eufemismo que los propios impulsores del pretendido
arreglo postalibán prefieren a formulaciones más precisas
como creciente inestabilidad y riesgo de guerra civil, Afganistán
cumplió este lunes un año desde que Estados Unidos resolvió
por su propia cuenta acabar con el régimen fundamentalista musulmán
y, de paso, recomponer el mapa geopolítico de Asia Central.
El domingo 7 de octubre de 2001, con imágenes exclusivas del
canal de televisión qatarí Al Jazeera, el mundo (unipolar
a partir de la debacle de la Unión Soviética 10 años
antes) asistió al comienzo de los bombardeos estadunidenses en
represalia por el apoyo que los talibanes brindaron a Osama Bin Laden,
declarado principal sospechoso de haber ordenado los atentados del 11
de septiembre en Nueva York y Washington.
Apenas cinco semanas después, tras utilizar bombas con capacidad
de aniquilar cada una todo lo vivo en un área equivalente a cuatro
canchas de futbol, el mullah Mohammad Omar, el máximo dirigente
de los llamados estudiantes de teología, dio la orden de abandonar
Mazar-i-Sharif, lo que despejó el camino para que las tropas
de la Alianza del Norte, coalición de las minorías étnicas
afganas, entraran en Kabul el 13 de noviembre.
Hasta el momento en que Estados Unidos comenzó su operación
militar no resulta ocioso recordarlo para entender lo que representa
el pacto coyuntural de tadjikos, uzbekos y hazaras; la Alianza del Norte
dominaba sólo 10 por ciento del territorio afgano, que es lo
más que pudo ganar por sí sola en cinco años de
guerra con los talibanes.
Pero ya el 6 de diciembre pasado, en condiciones que siguen rodeadas
de misterio, los talibanes dejaron la ciudad de Kandahar, su feudo tradicional.
A partir de entonces -más bien de la conferencia que Estados
Unidos convocó con celeridad ese mismo mes en Alemania, y por
medio de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), para quitar
el poder a los tadjikos que se habían instalado en Kabul-, empieza
en Afganistán una nueva historia: la de una imposición
y, con este origen viciado, de muchas apariencias que engañan.
A instancias de Zalmay Khalilzad, representante personal del presidente
de Estados Unidos para Afganistán, se logró imponer como
gobernante interino a Hamid Karzai, el hombre de la entera confianza
de Unocal y otras grandes petroleras estadunidenses interesadas en revivir
el proyecto de un gasoducto transafgano, pero sus primeros seis meses
de gestión arrojaron un balance de sólo palabras divorciadas
de la realidad y de viajes al exterior con la mano extendida.
La loya jirga o gran asamblea de notables ratificó, a mediados
de junio pasado, que Karzai no ha sabido propiciar ningún avance
hacia un tan difícil como indispensable entendimiento entre todos
los actores políticos y tribales de Afganistán.
Es un presidente provisional que a duras penas controla Kabul, y eso
sólo gracias a que 5 mil soldados extranjeros patrullan sus calles
y custodian las instalaciones más importantes. A pesar de ello,
no hay que olvidarlo, un vicepresidente y un ministro de su gabinete
fueron acribillados a balazos, y el propio Karzai ha tenido la suerte
de salir ileso en tres atentados.
Otros 10 mil soldados extranjeros vigilan los alrededores de la capital
y participan en permanentes operaciones especiales para extinguir los
focos de guerrilla que brotan en distintas zonas del país. Para
Estados Unidos se trata de remanentes de un enemigo derrotado, aunque
hasta el momento no ha sido presentado "vivo o muerto" (como
los quería ver el presidente Bush) ningún dirigente de
cierto nivel del movimiento talibán o de Al Qaeda, la red de
Bin Laden, sin contar a los combatientes de base que fueron recluidos
en Guantánamo.
Sólo como dato de referencia, el número de prisioneros
en Guantánamo representa poco menos de uno por ciento del total
de efectivos que tenían los talibanes y Al Qaeda hasta hace justo
un año. Con todo y los muertos, ahora idolatrados como mártires
en un cementerio en las afueras de Kandahar, la mayoría abrumadora
de los talibanes se entremezclaron con la población pashtún
y, mientras se dedican a cultivar la amapola, aguarda el llamado de
un líder a luchar contra los infieles, con las armas en casa.
Afganistán, a falta de un gobierno central, se convirtió
en un país dividido en reinos de taifas, donde el cacique de
cada lugar no reconoce más autoridad que la propia y fija, cual
corresponde, "impuestos" tan medievales como cobrar por permitir
que cualquier persona ajena a la tribu cruce un territorio que, se proclama,
pertenece al amo y señor de la región.
Ya no son noticia, desde hace tiempo, los enfrentamientos armados entre
grupos de aliados nominales, rivales de hecho. Los combates más
recientes ocurrieron a finales de la semana pasada en la región
de Dara-i-Suff, en la norteña provincia de Samangan. Durante
varios días dirimieron sus diferencias a balazos los soldados
del uzbeko Rashid Dostum y los del tadjiko Atta Mohammad, dos figuras
prominentes de la Alianza del Norte.
Estas tensiones étnicas y faccionales, en realidad, mucho tienen
que ver con el narcotráfico. Sin embargo, los países que
constituyen el mercado principal para la heroína afgana, los
mismos cuyos soldados se erigen en garantes de la "estabilidad"
en Afganistán, cierran los ojos ante el auge que está
cobrando de nuevo el tráfico de drogas.
Al parecer se busca así evitar una rebelión, pues, aparte
de las migajas que de vez en cuando les caen en forma de ayuda humanitaria
internacional, el cultivo de la amapola es la única fuente de
subsistencia al alcance de la inmensa mayoría de los campesinos
afganos.
A todo esto, se extiende el sentimiento de rechazo a la presencia de
tropas extranjeras, que tarde o temprano derivará en repudio,
algo que los soviéticos tardaron 10 años en entender cuando
impusieron al gobierno de Babrak Karmal en diciembre de 1979.
El gobierno de Karzai, al depender de las tropas extranjeras, nada
puede hacer para revertir el malestar de la población, sobre
todo en el sur y en el este, las zonas pashtunes, cuyos líderes
tribales de por sí ya se sienten agraviados por el reparto de
las cuotas de poder en Kabul.
Desde esa plataforma, el controvertido dirigente pashtún, Gulbbudin
Hekmatyar, negocia extender su alianza con los talibán. Para
tal efecto se reunió hace unos días con tres figuras del
antiguo régimen talibanes: Maulavi Abdul Kabir, ex vicepresidente
y actual número tres en la jerarquía del movimiento; Nur
Jalil, ex viceministro del Interior, y Jalil Shinwari, ex viceministro
de justicia.
Hekmatyar, a partir de las operaciones conjuntas con el talibán
realizadas en las provincias de Paktia, Paktika y Jost, busca sumar
consensos para declarar una guerra santa contra las tropas extranjeras
y, como primer paso, anunció la creación de unas brigadas
de mártires islámicos, cuya misión sería
cometer atentados suicidas.
No en vano, ayer mismo, el ministro de Relaciones Exteriores, Abdullah
Abdullah, afirmó que los "terroristas siguen siendo una
amenaza para nuestro gobierno" y, por lo mismo, pidió que
los soldados extranjeros "permanezcan en el país mientras
dicho peligro exista". Indefinidamente, pues.
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