México: La lucha armada, aproximaciones para un debate

x Jorge Lofredo

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La hipótesis que sustenta el aumento del ciclo de protestas, inconformidades
y expresiones armadas por la proximidad de actos eleccionarios resulta una
visión acotada a la coyuntura y subraya como única estrategia de estos
grupos (legales o ilegales) la demanda a través de la conveniencia política
y el chantaje electoral que, en efecto, forman parte de la táctica de muchas
otras organizaciones, no sólo clandestinas. De aquel modo es posible perder
de vista aquellas manifestaciones que impulsan un cambio en la cultura
política mexicana y no una mera reivindicación puntual. Resulta un
reduccionismo suponer que un grupo armado dependa de un acto eleccionario,
pues sería desdeñar su presencia a lo largo de toda la historia mexicana
contemporánea, y sin interrupción —como señala Carlos Montemayor— desde 1965
con el asalto al Cuartel Madera.

Monopolizado con las prácticas impuestas por el Partido Revolucionario
Institucional (PRI) durante más de setenta años, el sistema político
mexicano está acostumbrado a dar respuestas oportunistas al momento de las
vísperas eleccionarias, aún cuando las demandas sean contrapuestas; y es así
por cuanto el PRI ha contenido en su seno a corrientes enfrentadas y
mutuamente excluyentes que han recurrido, también, al “chantaje armado”.
Obviando el enfrentamiento intrapartidario que en ocasiones cobró igual
dimensión a la de bandos en pugna, el argumento esconde otras afirmaciones
igual acotadas: desconoce el origen social de la insurgencia armada para
subsumirla en una guerra fraticida que sólo entiende de costos y beneficios,
parámetros impuestos por la vocación hegemónica priísta y con una dinámica
recurrente a desvirtuar todo lo que manifieste inconformidad que no provenga
de sus propias entrañas.

La insurgencia armada actual reconoce orígenes políticos y sociales muy
definidos: el fraude electoral en 1988 y la matanza de Aguas Blancas en 1995
representan dos de los hechos más significativos de los últimos tiempos. El
primero canceló las vías legales de recambio institucional y marcó el
“principio del fin” del PRI en el poder, y también donde el levantamiento
zapatista encuentra una de sus razones fundamentales. En aquel momento,
Lorenzo Meyer remarcó: “se necesita un nuevo pacto político, sin trampas,
que responda a las necesidades del México real, no del oficial. Un pacto
donde no vuelva a ocurrir que en Chiapas el PRI—gobierno logra 97.7% de los
votos (1976), 90.2% (1982), 89.9% (1988)... ¡y una rebelión armada en 1994!”
(“Fallaron las instituciones”, Excélsior, 6 de enero de 1994, pág. 1).

Por la otra, la masacre de diecisiete campesinos en el vado de Aguas Blancas
legitimó las expresiones armadas que surgieron en el estado de Guerrero, con
una esfera de influencia que alcanzó a toda la región del sureste mexicano.
A un año de la matanza, la presentación pública del Ejército Popular
Revolucionario (EPR) marcará un parteaguas en esa nueva etapa de la
guerrilla, heredera de la historia de las luchas sociales y armadas que
encabezaron en las décadas del sesenta y setenta Genaro Vázquez y Lucio
Cabañas.

Por su parte, el diputado federal priísta y ex alcalde de Acapulco Manuel
Añorve Baños afirmó que grupos guerrilleros pueden aprovechar la oposición a
la entrada en vigor del nuevo capítulo del Tratado de Libre Comercio (TLC)
para reclutar miembros a sus organizaciones. Del simplismo de estas
afirmaciones se puede inferir que los grupos armados trabajan sólo sobre la
coyuntura y, por correlación, deciden desde allí su estrategia.
Precisamente, la experiencia del zapatismo, que irrumpió al momento de la
primera etapa del TLC, resultó un revelador de la inconformidad armada pero
no así el punto de inflexión del movimiento guerrillero: el aspecto
simbólico de aquel primero de enero no fue más que la cristalización
definitiva de un largo proceso que reconoce al menos diez años de antigüedad
y de trabajo clandestino.

Pero la corporización de la inconformidad no guarda correlato necesario con
la expresión armada, donde el movimiento campesino más importante de los
últimos tiempos ofrece el mejor de los ejemplos. La lucha contra la
expropiación de las tierras ejidales en San Salvador Atenco para la
construcción del nuevo aeropuerto internacional de la ciudad de México, no
conoció la intervención de ningún grupo guerrillero aún cuando las
autoridades federales y estatales llevaron a cabo una campaña sucia contra
la imagen del movimiento y recayeron en la descalificación para torcer la
decisión popular de resistencia; ni tampoco se produjo en las cercanías de
algún acto eleccionario. Quedó claro pues que ningún grupo armado logró
encabezar ni tan siquiera acompañar el movimiento campesino, lo que permite
demostrar que no es sólo el caldo de cultivo el contexto para el surgimiento
de grupos guerrilleros ni tampoco su actuación forma parte de un suerte de
“chantaje” por prebendas para las elecciones, sino que refiere a un fenómeno
más complejo y que reconoce distintas aristas.

Y porque representa un fenómeno complejo de profundas causas sociales y
políticas, la guerrilla no puede explicarse en clave de “privatización de la
violencia”. En este aspecto, resulta enmarcada en la disputa por el poder
político, a la vez que la imposición de un contra proyecto, enfrentado al
“oficial”, donde guarda las características del contexto social en el que
emerge.

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Cuando ocurrió el levantamiento del primero de enero, las autoridades
federales y estatales intentaron ligar al Partido de la Revolución
Democrática (PRD) con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, con la
estrategia política de mostrar el PRD como una oposición violenta. Luego de
nueve años, la Secretaría de Seguridad Pública de Morelos intenta la misma
circunstancia ya que deja trascender que en un informe de espionaje
elaborado sobre “grupos subversivos” y en el cual dice detectar células de
las Fuerzas Armadas Revolucionarias del Pueblo (FARP), inactivas desde la
colocación de los petardos en las sucursales de Banamex en el Distrito
Federal, a la vez que se esfuerza en señalar como responsables de las
reuniones junto a los guerrilleros a líderes locales del sol azteca.

No constituye una novedad que el estado de Morelos reconoce presencia
guerrillera dentro de sus fronteras; más aún, fuera de la región del sureste
mexicano —Guerrero, Oaxaca y Chiapas— Morelos, junto a Veracruz y el estado
de México, son entidades donde recurrentemente se denuncia la presencia de
insurgentes. Sin embargo, antes de endilgar las culpas sobre la oposición,
recurso al que constantemente abreva el oficialismo ante la proximidad de
elecciones, es necesario voltear hacia las causas sociales y políticas que
hace de los proyectos armados un medio viable de expresión de la
inconformidad.

No obstante, en ello mucho tiene que ver la visión táctica que los militares
asumen frente al fenómeno subversivo y la influencia que ejercen sobre el
sector político que entiende en los asuntos del estado. La percepción
castrense entiende esta realidad a partir de, por lo menos, cuatro
dimensiones: el aspecto político, militar, psicosocial y económico. Al
igual, las políticas que se aplican en aquellas zonas calificadas como de
“focos rojos” son mutuamente complementarias. Las fuerzas armadas ejecutan
políticas que le corresponden al Estado mexicano, como son la atención
social o la construcción de carreteras; pero también emprenden acciones
represivas y de seguridad y labora en cuestiones de espionaje con claras
intenciones de “sacar del agua al pez”. Con estas funciones se atienden a
las cuatro etapas del combate a la subversión; estrategias que, a lo largo
del tiempo han fracasado, pues los pueblos no han superado la situación de
miseria y exclusión social ni tampoco se han erradicado los movimientos
armados que a lo largo del tiempo se han expresado en México en
contraposición al aumento de las denuncias por violación a los Derechos
Humanos por parte de los uniformados.

Las versiones acerca de la reaparición del EPR en Guerrero y el alerta de
las corporaciones de seguridad también desnudan estas políticas; sin
embargo, Guerrero es una región que siempre conoció la lucha guerrillera de
cerca, y su tierra prohijó a los luchadores sociales más importantes de la
historia mexicana. En este sentido, las condiciones sociales y políticas del
estado resultan lo suficientemente duras para que la guerrilla siempre
resulte una opción real como forma de intervención política. La cuestión de
fondo resulta entonces que en la década del setenta y la actual, los
argumentos de los alzados en armas son similares y la actitud de las fuerzas
armadas siempre recae en el aniquilamiento militar de los guerrilleros. Pero
desde aquel tiempo a esta parte, la realidad demuestra que ha sido una
estrategia equivocada.

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En su reciente misiva a la ETA, el subcomandante Marcos volvió a reconocer
la existencia de los grupos guerrilleros mexicanos; y señaló que el EZLN no
representa “la lucha armada mexicana”. “Hay cuando menos —continúa Marcos—
catorce organizaciones político—militares de izquierda.” Y a renglón
seguido esgrime una explicación acerca del porqué los zapatistas no recurren
a la opción armada en la actualidad: “Nuestros enemigos (que no son pocos ni
sólo están en México) desean que recurramos a esos métodos. Nada sería más
agradable para ellos que el EZLN se convierta en la versión indígena y
mexicana de la ETA. De hecho, desde que hemos tomado la palabra para
referirnos a la lucha del pueblo vasco, nos han acusado de eso.” Y concluye:
“Desgraciadamente para ellos, no es así. Y no será.”

Aún cuando el EZLN abdicó de las armas, a pesar de ser el parteaguas de las
organizaciones políticas y sociales (armadas o no) desde 1994, hasta hoy
guarda vigencia para el sureste mexicano y los estados lindantes pues así lo
reconocen todos los sectores de la sociedad mexicana. Pero su comprensión
global no será sino hasta que se comprendan las causas sociales y políticas
que hacen posible su emergencia. Mientras tanto, será una realidad
innegable.

jorgelofredo@hotmail.com
Resumen Latinoamericano

 
         
   
 

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