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Bolivia está en guerra. Es la guerra desigual y despiadada que el gobierno de Jorge Quiroga, sucesor del dictador Hugo Banzer, ha decidido emprender contra los movimientos sociales.
Desde que asumió la presidencia -en agosto del 2001- se ha instalado un régimen autoritario y sanguinario en nuestro país que aplica la violencia para la resolución de cualquier conflicto social y no usa en absoluto los instrumentos democráticos que enarbola en sus discursos. Prueba de ello es que desde que subió Quiroga a la presidencia cada semana muere un boliviano, como promedio, por disparo de bala accionado por los órganos represores. 29 personas yacen en la tierra en siete meses de gestión. Decenas de huérfanos, viudas, heridos, mutilados, enjuiciados y perseguidos engrosan las listas de afectados.
La criminalización de la protesta social se ha convertido en consigna del poder. Nadie puede ejercer el libre derecho a demandar, exigir o reivindicar sus justos derechos sin caer en la sospecha delincuencial o terrorista. Bajo este manto de supuesta criminalidad de los movimientos sociales se esconden innúmeros casos de impunidad de autoridades estatales, que incluso han organizado bandas se asaltantes que han asesinado personas con vínculos directos y coordinación con senadores, ex ministros, coroneles y oficiales activos de la policía.
La tortura se ha institucionalizado como método de investigación militar y policial. Y por si fuera poco, hasta los medios informativos que llevaban la voz del pueblo se han silenciado como el caso de radio Soberanía (radio de los cocaleros del Chapare). El gobierno no mide esfuerzos en desprestigiar día a día la escasa legitimidad democrática que le queda. En esta coyuntura, el conflicto se concentra en el sector de productores de hoja de coca del Chapare, donde el poder ejecutivo aplica la mal llamada lucha antidrogas como extensión genuflexa de la política norteamericana contra el narcotráfico y ahora contra el supuesto terrorismo de los cultivadores de la coca.
De la tradicional represión, el Estado ha pasado a usar otras armas menos convencionales. Ha convertido al Parlamento y al poder judicial en recintos de extrema arbitrariedad contra las organizaciones populares y sus dirigentes.
El pasado 23 de enero el diputado cocalero Evo Morales fue expulsado del Palacio Legislativo. Desconocieron la representatividad del voto popular que delegó a Morales el mandato de más de 30 mil familias campesinas productoras de hoja de coca. A partir de ahí se desató una cacería de dirigentes cocaleros. Los que fueron detenidos son sometidos a vejámenes sistemáticos indignos de toda naturaleza humana. A la fecha el conflicto persiste y se amplía. Otros sectores se suman a la batalla por la vida bloqueando las principales carreteras. La Coordinadora de Defensa del Agua y la Vida de Cochabamba tiene al c. Oscar Olivera arraigado y procesado; la Confederacion Sindica Unica de Trabajadores Campesinos de Bolivia tiene al c. Felipe Quispe en la mira de la justicia. El pueblo resiste a la persecusión, al amedrentamiento y al silenciamiento pese al descarnado e ilegal intento de descabezamiento de los movimientos sociales.
Todo esto nos mueve a preguntarnos: ¿Esta es la democracia que queremos? ¿Permitiremos que el gobierno responda con balas a nuestras demandas, sometidos a un modelo económico agotado, sin empleo? En Bolivia estamos viviendo un momento crítico y decisivo en la lucha social que exige una respuesta de las ciudades.
Nuestras demandas inmediatas son la liberación de los detenidos; la indemnización de las familias de los muertos y de los heridos; que el gobierno desista del juicio ilegal a E. Morales y se lo restituya al Parlamento. Que desarraigen y anulen el juicio iniciado a Oscar Olivera y se anule el juico que hace hace más de una década el Estado le inició a Felipe Quispe y que legalmente ya ha prescrito.
C. Q., Bolivia, febrero de 2002.
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La Haine
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