Este comentario podría comenzar de mil maneras, porque de mil maneras la administración de George W. Bush ha anunciado su casi inevitable ataque militar contra Iraq, tan inevitable que el día que suceda no habrá sorprendidos y Washington pulseará con aliados y adversarios para saber si finalmente el mundo se plegó a sus paranoicos designios y puede emprender unilateralmente mayores aventuras bélicas. Muchos son los análisis que se han hecho en torno al tema de Iraq y, aun cuando este tiene muchas aristas, hay dos elementos con los que la mayoría coincide: los halcones republicanos quieren utilizar la guerra declarada contra el gobierno de Saddam Hussein como un balón de ensayo para saber hasta dónde pueden dominar y subordinar a sus aliados así como aislar y destruir a sus enemigos para, al mismo tiempo, asegurarse el control absoluto de los recursos energéticos para la sobrevivencia del modelo consumista y despilfarrador que han creado y que, como la criatura de Frankenstein, apunta a destruirlos. Según un artículo del profesor norteamericano Michael T. Klare mucho antes del 11 de septiembre y de la cruzada antiterrorista iniciada bajo el pretexto del atentado a las Torres Gemelas, el vicepresidente Richard Cheney recomendó al presidente Bush hacer de "la seguridad energética una prioridad de nuestra política comercial y exterior" y le advirtió que cada vez más el país dependería de los suministros energéticos del exterior, por lo que urgía antes del 2020 hacerse de tales plasmas so pena de que la gran potencia colapsara o estuviera a merced de las políticas nacionales de los suministradores foráneos. No es casual entonces que en la supuesta cruzada antiterrorista, los principales objetivos a atacar, someter y destruir sean los gobiernos de importantes naciones petroleras. ¿Qué otro objetivo si no tuvieron el ataque contra Afganistán y la posterior masacre que allí se cometió con un saldo de 3 000 muertos? ¿No es acaso Afganistán el territorio cuyo control le flanquearía las puertas a las repúblicas centroasiáticas, dueñas de las más importantes reservas de gas natural y petróleo del mundo? ¿No fue Osama bin Laden durante mucho tiempo el principal aliado de Estados Unidos y el régimen talibán su obra más acabada en esa zona? ¿Quién si no la CIA, brazo ejecutor de las más sucias políticas oficiales de la Casa Blanca, transformó las madrazas de escuelas teológicas en centros fundamentalistas de entrenamiento terrorista? No podemos olvidar que la guerra contra Afganistán, bajo el pretexto de encontrar y castigar a Bin Laden y Al Qaida por su supuesta responsabilidad en los atentados del 11 de septiembre, hizo regresar al poder en ese país a una coalición de caudillos tribales con una hoja de servicios no diferente a la del talibán. ¿No ha sido mediante la cruzada antiterrorista que los aliados, gustosos o no, se han visto precisados a cerrar filas con una administración con la que tienen no pocas contradicciones por su pretensión de lastrarles la soberanía y achicarles sus espacios de influencia política y económica en el mundo unipolar? No, la guerra no es contra Iraq y contra Saddam Hussein. La guerra es contra todos porque de lo contrario no se podría fundar el imperio mundial solapado bajo la Doctrina Bush. Para hacerlo, se impone arrasar con el multilateralismo en las relaciones internacionales, ampliar su poder global y darle el tiro de gracia a los derechos democráticos de los pueblos con legislaciones represivas, discriminatorias y racistas. A pesar de esa estrategia que pareciera muy bien diseñada, Washington está jugando con fuego. Iraq no es Afganistán. Una guerra allí podría desencadenar una reacción de incalculables consecuencias en la zona que involucraría a importantes aliados de Estados Unidos, como son los casos de Israel o Turquía. No nos llamemos a engaño, mucho antes de que Washington culpara a Bagdad por su presunto "rearme químico y nuclear", el Congreso estadounidense, el 22 de diciembre de 1998, aprobó un documento denominado Sanciones contra Iraq que preveía represalias económicas extraterritoriales, incluido el embargo. Las reiteradas amenazas norteamericanas de lanzar la guerra contra Iraq han concitado una reacción adversa aun entre muchos de sus aliados, pues se dan cuenta de que tras esa agresión, la administración republicana de George W.Bush esconde también la seria crisis económico-financiera que pretende resolver por medio de la guerra, en beneficio, en primer lugar, del complejo militar-industrial al que el actual gobierno se encuentra estrechamente vinculado. |