|
|
|
|
|
Colombia: ¿Cuál es la falacia en
la negociación del Estado con los paramilitares?
x Construyendo
|
¿DIÁLOGO O MONOLOGO…?
La falacia descarada que el gobierno, secundado por la elite para la
que gobierna y los medios de comunicación, nos quiere vender
acerca de la paz y la guerra en Colombia nos convoca hoy a que pongamos
a prueba nuestra capacidad de interpretar y actuar según nuestra
propia conciencia, a ser capaces de juzgar la realidad más allá
del velo en que la están envolviendo el gobierno y los medios
de comunicación. Porque este es nuestro país y esta nuestra
historia, la que vemos e interpretamos, no la que los medios maquillan
para nuestros ojos. Con este país y esta realidad es nuestra
responsabilidad.
Hoy el gobierno de Uribe pretende reducir el conflicto
político que vive Colombia, desde hace más de medio siglo,
a una confrontación militar, que solo puede tener solución
en el terreno militar. Ya a principios del gobierno de Pastrana, y cuando
Uribe se perfilaba como real representante de la ultraderecha colombiana
para las próximas elecciones, declaraba, a propósito de
los diálogos de paz entre el gobierno y la guerrilla que a la
subversión había que someterla militarmente para obligarla
a negociar. Esa ha sido su idea de paz desde entonces. Aunque, en esencia,
la reducción militar de la guerrilla ha sido la apuesta de cada
gobierno de turno (como prueba está el Plan Colombia de Pastrana)
y de toda la burguesía colombiana- aunque antes, con un resquicio
de vergüenza, se inclinaban a disfrazar su política en la
demagogia.
El sometimiento militar implica que el gobierno
ya no negociará con la subversión sino que impondrá
sus condiciones, las horribles condiciones de miseria, exclusión
e injusticia social que ha impuesto hasta ahora. Esta política
ha convertido todo intento de diálogo en una oportunidad para
que los ejércitos (de estado y guerillas) se fortalezcan militarmente
mientras hacen la pantomima de negociar lo innegociable.
Por esto el empeño del gobierno y la burguesía
en negar el estatutos político a estos grupos subversivos y mostrárnoslos,
y sobre todo mostrarlos a la comunidad internacional, como unos simples
delincuentes, terroristas- mientras para legitimar las negociaciones
con los paramilitares pretenden darle a estos grupos dicho estatus-;
así se evitan la confrontación política e ideológica,
se libran de aceptar la existencia del otro que reclama con igual derecho
su oportunidad de habitar esta tierra de un modo diferente.
La guerra, legitimada así a través
de los medios de comunicación y la ofensiva diplomática,
legitima a la vez el procedimiento mediante el cual se borra del mapa
al otro, al diferente. Pero la confrontación militar no puede
afrontarse así no más como alternativa, sin asumir los
costos inmensos que conlleva- la polarización radical y la guerra
civil de largo alcance y en la que solo hay devastación sin vencedores,
entre otros costos-. Porque el otro también se ha construido
su ejército, única forma de ser escuchado y tenido en
cuenta en esta sociedad.
No obstante, los argumentos que esgrime el gobierno
para asumir la confrontación militar con la insurgencia son los
mismos que ahora nos presenta para legitimar los diálogos con
los paramilitares. Vergonzante si se tiene en cuenta que Uribe fue propulsor
del paramilitarismo en Antioquia; pero sobre todo es vergonzante el
argumento, del que hace eco toda la mal llamada sociedad civil. Para
ellos los diálogos o negociaciones con los paramilitares se justifica
solo porque permite sacar de la guerra un actor de conflicto. El argumento
no puede ser más falaz. Lo que aquí pareciera reconocer
el gobierno es su incapacidad para combatir el paramilitarismo, y por
eso aduce un procedimiento mediante el cual pueda reinsertarlos a la
vida civil a través del diálogo. Un argumento definitvamente
inaceptable, máxime cuando por otro lado este gobierno está
fortaleciendo de una forma sin precedentes las fuerzas armadas.
Así, mientras por un lado se le declara
la guerra a una guerrilla que lleva más de cuarenta años
fortaleciéndose militarmente, y para ello se justifica ante la
comunidad internacional el fortalecimiento de la fuerza pública,
se nos hace creer que esta misma fuerza pública es incapaz de
combatir el paramilitarismo.
El gobierno aduce la falta de voluntad de diálogo
de la guerrilla mientras exalta la "buena disposición"
de los paramilitares a la negociación, porque para él
los diálogos con la guerrilla y paramilitares son del mismo carácter
y solo dependen de la voluntad de estos grupos para silenciar sus fusiles
y someterse al estado. Imposible negar la ausencia de voluntad de la
guerrilla para enfrentar las negociaciones; pero no puede asumirse olímpicamente
que sea también falta de voluntad para la paz.
Falta de voluntad de paz hay precisamente en el
gobierno que pretende alcanzar la paz suprimiendo al otro, al contradictor
político. Siempre ha pretendido desconocer de un momento a otro
las diferencias ideológicas y políticas que lo han enfrentado
con estos grupos y en varias ocasiones ha arrasado con todas las expresiones
políticas y abiertas de la subversión -igual que ha arrasado
con todas las organizaciones políticas opuestas al régimen,
aunque siempre y afortunadamente se renovarán-, dejándoles
como único espacio de manifestación el terreno militar.
Mientras, por otro lado, pretende conceder sin más ni más
el estatus político a los grupos que durante décadas han
sido la mano siniestra y oscura del estado, el paraestado, y se han
ocupado en las tareas sucias de los militares. Lo que hay detrás
de todas estas falacias también es evidente. No son diálogos
para restablecer la paz lo que el gobierno pretende adelantar con los
paramilitares, porque en vez de diferencias esenciales con ellos lo
que ha existido es una alianza estratégica. Siendo así
¿qué tienen entonces que dialogar? ¿cuáles
son los puntos que tienen que negociar los paramilitares con el Estado?.
Lo que hay detrás de las supuestas negociaciones
con los paramilitares es el propósito de legalizarlos, después
de la experiencia de Alvaro Uribe con las Convivir en Antioquia. No
es la pretensión silenciar los fusiles de un actor del conflicto,
sino poner sus servicios al lado del estado represor desde la legalidad
en las redes de informantes y las cooperativas de vigilancia. La política
de paz del gobierno es a todas luces cínica y fascista. Y pretende
la uniformidad de las ideas, la unidad comprimida bajo la óptica
de los dueños del poder que son capaces de hundir al país
en una guerra civil de la que no saldrá sin quebrase por dentro,
por no dejarse arrebatar ni una milésima de ese poder.
Frente a los paramilitares el estado está
dando a entender que cualquier delincuente que se arme un ejército
deja de ser delincuente y en vez de ser sometido por el estado entra
a exigirle prebendas- siempre y cuando su delincuencia no atente contra
los intereses de la burguesía local-. Pero frente a la guerrilla
el estado ha demostrado que el otro tiene que ser borrado del mapa a
cualquier precio, y si se arma un ejército para hacerse escuchar
es terrorista. Sin embargo el gobierno no puede negociar con los paramilitares-
esa debe ser la exigencia y la presión nuestra- porque se sienta
incapaz de someterlos militarmente, ni le sería lícito
combatir a los guerrilleros hasta el exterminio si contara con dicha
capacidad -dos cosas que, al tiempo, resultarían absurdas-. El
diálogo con cualquiera de estos grupos, en cambio, implica que
el estado reconoce la diferencia con ellos y quiere restablecer la convivencia
pacífica sobre los puntos de consenso.
Porque la democracia verdadera tiene que consistir en abrir espacios
para que el que piensa distinto al común, a nosotros o al régimen,
pueda también vivir según sus ideas y expresarlas, porque
un estado democrático tiene que incluir al excluido. De ahí
que el estado no puede negociar nunca con los paramilitares porque no
expresan ninguna diferencia política o ideológica con
él. Son solo un grupo de delincuentes que ha tomado suficiente
fuerza en la industria del asesinato y el terror, auspiciado por el
mismo estado. Su poder de las armas no puede fundar ninguna diferencia
política real, por tanto el diálogo entre gobierno y paramilitares
no cambiaría en nada la situación política, social,
económica y cultural del país; al contrario, negociar
con ellos sería efectivamente mostrar la incapacidad (ilegitimidad)
del estado para hacer justicia, para superar la impunidad. Por eso resulta
tan fácil disolver estas negociaciones con obstáculos
falsos, como ahora que los jefes paramilitares afirman que tales negociaciones
se vienen al traste por los procesos de extradición que el gobierno
norteamericano ha abierto en su contra por narcotráfico, lo que
no deja de ser más que un pretexto, ante las dificultades que
tienen las AUC para llegar a la mesa de negociaciones como un proyecto
político nacional y cohesionado. En cambio, los diálogos
con las guerrillas no pueden reducirse al silenciamiento de los fusiles
sino que tienen que pasar por la negociación de las transformaciones
sociales que ellos reclaman y en las que fundan sus diferencias con
el estado.
Si el gobierno y los medios de comunicación nos sostienen falacias
tan evidentes- como la necesidad de guerra total con las guerrillas
y diálogos con los paramilitares a un tiempo- es porque están
convencidos del adormecimiento de las conciencias, de lo cual se han
encargado durante tantos años de hundirnos en la miseria y bombardearnos
de desinformación.
Eso solo puede pararse cuando los estudiantes y los intelectuales nos
echemos a la espalda la responsabilidad de nuestra historia, cuando
sacudamos nuestras conciencias y la pongamos al servicio de un proyecto
de nación en el que todos tengamos un espacio, en donde la diversidad
sea la riqueza más preciada.
El fascismo que uniforma y comprime en la unidad mediante la represión
del poder multiplica también sus enemigos. El otro, el verdadero
terror del fascismo, se hace multifacético y dinámico.
De la unidad que resulte en esa diversidad excluida depende la fuerza
del enemigo del estado fascista que nos acorrala. De nosotros depende
esa unidad y esa fuerza. Esa es nuestra responsabilidad histórica,
con nuestro futuro y con el futuro de nuestros hijos.
|
|