Cuba y la inminencia del peligro

x Manuel Medina - Canarias

Sólo las circunstancias por las que atravesó la humanidad hace casi setenta años son comparables con las que hoy tenemos afrontar. Habría que recordar la furia expansionista de la Alemania de Hitler para hallar paralelismos históricos con lo que actualmente sucede. No se trata de una exageración. Los líderes nazis imponían su diktat a Europa con el mismo lenguaje arrogante y prepotente con el que se expresan Bush, Rumsfeld, Condolezza Rice o Collin Powell.

Conceptos abstractos como “Eje del mal”, “Amenaza terrorista”, “Al Qaeda” o “Estados delincuentes”, con los que se justifican las intervenciones armadas, no se diferencian en mucho de aquellos otros como “Conspiración judía”, “Espacio vital” o “Superioridad Aria”, que sirvieron de antorcha a los nazis para incendiar el mundo con la llama de la guerra. Son creaciones falsas, nociones huecas, utilizadas para crear un clima de histeria y miedo que permita que un sector de la población del país agresor disculpe y apoye la conducta de sus dirigentes.

Como antaño, los Estados pequeños, sin apenas recursos militares, se convierten hoy en “temibles peligros” para la superpotencia hegemónica. Ayer fueron Checoslovaquia y Polonia, hoy son Afganistán, Irak, Siria o Cuba. También como entonces, la justificación se construye sin evidencias, sin pruebas. En 1939, Alemania simuló un ataque polaco a uno de sus destacamentos en la ciudad de Danzig. Era incuestionable, no obstante, que los menos interesados en hostigar a los alemanes eran los polacos, que sólo disponían para su defensa de un ejército con armamento extremadamente anticuado. ¿Por qué iban a querer los polacos provocar a quienes los barrerían en cuestión de horas? Esa fue, sin embargo, la supuesta chispa que desencadenó la segunda guerra mundial. Una vez comenzado el conflicto nadie volvió a preguntarse qué había habido de cierto en el presunto ataque de los polacos.

En la actualidad, los EEUU e Inglaterra sostienen que su seguridad estaba gravemente amenazada por las armas de destrucción masiva de que disponía Irak. Este argumento fue aprovechado para descargar un fulminante ataque que aniquiló al ejército iraquí en unas pocas semanas. Resulta lógico preguntarse, una vez acabado el conflicto, por qué los iraquíes no utilizaron esas terroríficas armas para defenderse contra la agresión de un enemigo, cuya desproporcionada superioridad, garantizaba su victoria contra cualquier resistencia convencional. Una pregunta tan obvia parece no interesar a ningún medio de comunicación.

La utilización de la mentira elemental, tosca e increíble como instrumento de agresión contra los pueblos cobra de nuevo vigor con la estrategia norteamericana. Haciendo uso del mismo cinismo que caracterizara al ministro de propaganda nazi, Joseph Goebbles, los portavoces del gobierno estadounidense anuncian que nos van a mentir, que la verdad será desterrada de su política exterior, que la mentira cuanto más monstruosa será más verosímil. No ocultan su decálogo: comprarán periodistas; doblegarán conciencias; tergiversarán la realidad; secuestrarán; liquidarán a los enemigos; invadirán a las naciones rebeldes… No, no se trata de una fantasía antinorteamericana. Nos lo dicen ellos. Nos lo advierten de manera textual. Se jactan. E implacablemente, lo ponen en práctica.

Este sombrío principio del tercer milenio es el contexto en el que nos ha tocado vivir. El presente desequilibrio mundial parece permitirle al vencedor de la Guerra Fría imponer su propia “Pax” en el concierto de las naciones. La soberanía territorial de los países se nos presenta como una antigualla inservible. La legítima resistencia al chantaje, a la fiscalización o a la ingerencia en los asuntos internos de las naciones independientes, son interpretadas por el Gobierno de Washington como actitudes hostiles; y por tanto, merecedoras de un “pavoroso” castigo.

Son escasos los Estados que replican, los que se empeñan en mantener su dignidad y autodeterminación. Cuando un país o un pueblo se resisten, los grandes medios de comunicación se encargan de falsificar el sentido de su rebelión. Aplicándoles sistemáticamente apelativos tales como “terroristas”, “narcos”, “bandidos” o “fundamentalistas”, intentan empañar, ante la opinión pública, las razones profundas de la insurrección. En otros casos se descalifica al rebelde presentándolo como un loco o un soñador, cuyas aspiraciones sociales, de cumplirse, nos arrastrarían a sufrir males indecibles. Y es que nuestro mundo no ha terminado todavía de salir del túnel oscuro que ha supuesto la pasada década. Se empieza a atisbar una tenue luz al final del corredor, pero los peligros de retroceso aún permanecen latentes.

Venimos de un final de milenio caracterizado por la ignominia. Muchos creyeron que las trompetas habían entonado las notas finales de la Historia; que el capitalismo y sus leyes mercantiles habían resultado invictos y quedaban consagrados hasta la eternidad. No fueron pocos los que trocaron sus valores éticos por los valores del mercado. Con pesadumbre hemos tenido que contemplar el bochornoso espectáculo de travestismo ideológico de algunos en los que, con inmerecida generosidad, habíamos depositado nuestra confianza. Durante esa década indigna, demasiados hombres y mujeres honrados y luchadores se vieron impelidos a refugiarse en sí mismos, porque no comprendían lo que sucedía a su alrededor. Y es que no era fácil entender la razón por la cual los antiguos juglares, que componían cantos a la insubordinación y la protesta, se convertían ahora en rapsodas del mismo sistema al que habían denostado en sus baladas. Muchos escribidores que hace treinta años estremecían por su radicalidad, se convirtieron en ejecutivos de las grandes Empresas de Comunicación. Terminaron vendiendo su pluma al mejor postor y con los mandobles de sus espadas intentaron destruir todo aquello que les recordara a su propio pasado. El pasado ya no existía, porque se había convertido en un delator de sus presentes fechorías.

De igual manera, ha provocado vértigo constatar como distinguidos líderes políticos y sindicales de organizaciones de izquierda se transmutaban en moderadísimos socialdemócratas porque, al parecer, fracasada la experiencia de la Unión Soviética, más del 75% de la población del planeta debía renunciar resignada a su propia liberación. Sí, han sido horas muy tristes en las que con amargura había que contemplar como “los burócratas se hacían empresarios y los toros bravíos se volvían bueyes mansos.”

En este contexto de escombros y podredumbre sólo un pueblo, un Estado, un país, no aceptaba doblegarse: Cuba. Entre las tinieblas de la hipocresía y el cinismo, sometida a colosales presiones y chantajes, este pequeño país ha mantenido la coherencia y la fidelidad a sus principios. Sin ceder un ápice de su soberanía, a trancas y barrancas, ha logrado mantener sus invalorables conquistas sociales. Como decía Eduardo Galeano hace muy poco, Cuba es “el país que más claramente ha puesto los puntos sobre las íes diciendo no a la impunidad de los poderosos, el país que con más firmeza y lucidez se ha negado a aceptar esta suerte de salvoconducto universal otorgado a los señores de la guerra”. Oponerse a la impunidad de los poderosos ha sido una muestra más del coraje con el que los cubanos han sabido defender su revolución. Es cierto que Cuba no dispone de importantes yacimientos petrolíferos que puedan desreglar los mercados mundiales de este combustible. Su fuerza reside en el ejemplo de su lucha, de sus transformaciones sociales, que siguen constituyendo una esperanza para millones de latinoamericanos.

En sus 44 años de existencia, la Revolución cubana ha tenido que sortear mil y un obstáculos. La hostilidad de su gran vecino ha hecho que el país tenga que recurrir a una excepcionalidad que ni el gobierno ni su pueblo han deseado nunca. En el transcurso de estos años “esta revolución, castigada, bloqueada, calumniada, ha hecho bastante menos que lo que quería, pero mucho más que lo que podía”. (1) No ha sido fácil aspirar a construir una sociedad nueva en condiciones tan adversas.

Cuba se ha visto envuelta en las situaciones mundiales más críticas de la segunda mitad del siglo XX. En 1961, con la invasión propiciada por los Estados Unidos en Bahía de Cochinos; en octubre del 62, cuando el mundo estuvo al borde de una confrontación termonuclear; en 1991 con el colapso de la Unión Soviética, fecha en la que quedó aislada comercial y económicamente del resto del mundo. Uno a uno esos retos fueron afrontados valerosamente por el pueblo cubano.

Hoy se vuelven a encender las luces de alarma del peligro inminente. Desde la elección de Bush a la presidencia de los Estados Unidos las amenazas y provocaciones se han multiplicado. No es casual, que unos veinte funcionarios cubano-americanos, procedentes de los sectores ultraderechistas del exilio, hayan pasado a ocupar puestos claves en el gobierno republicano. Al fin y al cabo, favor con favor se paga. Fue la mafia cubana de Miami la que coció el pucherazo presidencial de Bush en el Estado de Florida, que lo llevaría, fraudulentamente, a la primera magistratura de su país. A principios del mes de abril, el embajador norteamericano en La República Dominicana, Hans Hertell, aseguraba que la intervención norteamericana en Irak “va a mandar una señal muy positiva y es muy bueno el ejemplo para Cuba”, añadiendo que la invasión del país árabe era solamente el comienzo de una “cruzada libertadora que abarcaría a todos los países del mundo, incluida Cuba”. La observación del diplomático no fue una frivolidad. El propio Bush había declarado, en los círculos de la mafia cubana de Miami que “el problema de Cuba lo puedo resolver muy fácilmente.” Donald Rumsfeld , cuando le preguntaron si Cuba podría correr la misma suerte de Irak, declaró: “Por ahora no… pero, bueno, si en el futuro vemos que en Cuba hay armas de destrucción masiva, entonces, tendríamos que actuar.”

De la misma manera que ocurrió en los casos de Afganistán e Irak, estas declaraciones pueden ser interpretadas como señales inequívocas de cual será la “hoja de ruta” de la Administración Bush en relación con Cuba. Se trata de una vieja técnica que los servicios norteamericanos de inteligencia utilizan desde la época de la Guerra Fría. Consiste en crear una atmósfera de tensión que suscite crisis ficticias, enfrentamientos ficticios y víctimas ficticias. Serán luego los medios de comunicación los encargados de dar “credibilidad visual” a la gran farsa. Finalmente, vendrán los misiles y los bombarderos. No es una nueva estrategia. Sólo han cambiado el ritmo y la frecuencia. Sucedió en Granada, en Panamá, en Kosovo, en Afganistán… y ha vuelto a suceder, hace bien poco, en Irak.

Conviene no olvidar que todas estas declaraciones se producen en un contexto precedido de secuestros violentos de barcos y aviones, cuyo destino era los Estados Unidos. Una brutal paradoja preside la política fronteriza del gobierno norteamericano. Durante los últimos cuarenta años, Washington ha estado estimulando la emigración ilegal desde Cuba hacia su territorio. Aquellos ciudadanos cubanos que recurren a procedimientos delictivos para salir de su país son recompensados, de manera automática, con una autorización indefinida para permanecer en el Imperio. Centenares de ellos arriesgan sus vidas intentando alcanzar las costas de Florida. Al sur del Río Grande, en cambio, miles de mexicanos mueren al tratar de cruzar una casi infranqueable muralla de sofisticados controles. La Ley de Ajuste Cubano, que así se llama la disposición criminal que consagra este tratamiento desigual, ha tenido siempre propósitos subversivos y de propaganda, pero en los últimos tiempos está destinada a ser una pieza clave en la estrategia estadounidense de intervención en la Isla. En unas recientísimas declaraciones, Kevin Whittaker, jefe de la oficina de Cuba en el Departamento de Estado, lo dejo muy claro: “…Si hubiera una inmigración masiva, ilegal y desorganizada seria nuestra responsabilidad responder. Cuba amenaza con una crisis migratoria en la que no estamos interesados”. Más transparente, el agua.

En el frente interior, la conspiración contra Cuba era personalmente comandada por el jefe de la Sección de Intereses norteamericanos en Cuba, James Cason. Este funcionario de la CIA en excedencia, se encargaba de organizar a la quinta columna contrarrevolucionaria. Una red de sedicentes “periodistas” e “intelectuales” era adiestrada para -como sucedió en Panamá o Afganistán- asumir, en su momento, el papel designado por el invasor.

Y, como quedó profusamente acreditado por las filtraciones de los agentes cubanos de inteligencia, esta operación estaba siendo subvencionada con millones de dólares. La respuesta contundente del Gobierno cubano desbarató, de manera temporal, el curso de la operación, pero los recursos de la potencia hegemónica son poderosos. Mientras las tropas norteamericanas se encontraban todavía acribillando a decenas de manifestantes en las calles Bagdad y otras ciudades, Cuba desplazó a Irak en las cabeceras de los periódicos y en los informativos televisivos. Llama la atención la premura con la que se movilizaron los intelectuales del sistema.

En España, por ejemplo, la empresa editora del periódico El País, recluta rápidamente a sus efectivos de la rúbrica. La operación la urde Juan Luis Cebrián. Este personaje, antiguo director de los servicios informativos de la Televisión franquista, es hoy consejero de la poderosa multinacional PRISA, consorcio mediático que cuenta con considerables inversiones en los sectores de la comunicación latinoamericana. El influyente periodista ayudó a organizar la campaña mediática por la “libertad” en Cuba, como en su día organizó otras apoyando el golpe de Carmona en Venezuela. Esto no ha sido impedimento para que en las páginas de su rotativo se silencien las torturas, que según Amnistía Internacional, se practican en las comisarías del País Vasco; se apoye el cierre de medios informativos vascos por el gobierno de Aznar; o se aplauda la ilegalización de organizaciones políticas con representación parlamentaria.

En la llamada a rebato de El País contra la “persecución disidentes cubanos”, como en botica, se mezcla casi de todo. En los pliegos de firmas aparecen las rúbricas más diversas: vetustos cantautores, hoy metidos en el lucrativo negocio de las productoras musicales; escritores-gerentes de revistas literarias de obscura financiación; ex ministros de economía artífices de las políticas neoliberales del felipismo; teóricos exegetas de la entrada de España en la OTAN; escritores latinoamericanos que encuentran consuelo a su propio desarraigo en los selectos salones europeos; amanuenses como Adam Michnik, que mientras con la mano derecha refrenda el panfleto contra Cuba, con la izquierda redacta artículos defendiendo la invasión de Irak por los Estados Unidos; simples sicarios intelectuales del imperio como Roger Bartra, Jorge Castañeda y Zoe Valdés; algún vapuleado sindicalista de reconocido desprestigio; y, también, algunos intelectuales honestos.

La protesta arranca, presuntamente, de la discrepancia con las tres penas de muerte aplicadas en Cuba, pero el objetivo real de la campaña mediática es estrechar el cerco sobre la Revolución Cubana. Vargas Llosa, vocero de los intereses estadounidenses en el Hemisferio Sur americano, remata la operación aclarando, “urbe et orbe”, qué es lo que se debe hacer en estos momentos. “Hay que pasar a la acción”, aconseja rotundo el eximio escritor.

En un artículo que firma en el diario El País el pasado 27 de Marzo, el mentor intelectual del conservadurismo latinoamericano encaja un argumento que parece oportunamente inspirado para la ocasión por la mismísima Casablanca: la democracia no tiene que brotar necesariamente de la voluntad y la acción de los pueblos; puede ser construida a partir de las ruinas provocadas por una invasión extranjera… La señal está dada. Ahora a esperar y a conspirar.

Las fechas venideras nos irán revelando cuáles van a ser los pasos de los enemigos de la liberación de los pueblos. Nadie debe sorprenderse, pues, de que en circunstancias como éstas Cuba se haya puesto en pie de guerra.

Ni tampoco de que legítimamente se proteja. La revolución cubana, que en el curso de los últimos 40 años frecuentemente ha sido generosa con sus enemigos, tiene legítimo derecho a defender sus conquistas y su soberanía. Hoy, con todos sus defectos, la sociedad cubana es la única solidaria de América Latina; una sociedad donde los valores dominantes no son los del egoísmo y el "sálvese quien pueda" que caracterizan a aquellas comunidades dominadas por el sistema capitalista. Pero para conservar esos valores necesita estar en pie de guerra, particularmente después de los explícitos avisos de cualificados portavoces del gobierno de los Estados Unidos. El potencial agresor ha sido claro: Cuba está en la diana de las próximas acciones del Imperio. En instantes como los que vivimos estamos con Cuba porque lo humano no nos debe resultar extraño. Y humana es la solidaridad. Muchos rincones del planeta están regados con el gesto y la acción solidaria de su pueblo.

Sudáfrica, Angola, Nicaragua, Venezuela… guardan testimonios de la acción internacionalista de los cubanos. ¿Cómo esconder nuestra mano ahora que la espada del imperio pende amenazante sobre ellos? ¿Cómo olvidar que cuando en estos años no quedaban apenas rincones donde guardar nuestra esperanza ellos ofrecían el albergue de su ejemplo y de su lucha? Con luces, sombras y resplandores estamos con esa Isla imbatida, porque desde el día triste y venturoso en que descubrimos la penosa inexistencia de los Reyes Magos, comprendimos también que los paraísos no son de este planeta. Parafraseando a Eduardo Galeano, podríamos decir que estamos con esta revolución porque es una obra de este mundo, sucia de barro humano y, por eso mismo, contagiosa.

(1) Eduardo Galeano: Discurso en la concesión del Honoris Causa de la Universidad de La Habana

04/05/03

 
       

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