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Supongamos, sólo supongamos, que el asesino
Bush es reelegido en 2.004 presidente de los EE.UU., como desea su compinche
Aznar. Supongamos, sólo supongamos, que el Imperio se siente
entonces plenamente legitimado en sus crímenes pasados y futuros.
Supongamos, sólo supongamos, que se atreven a intervenir militarmente
en la isla de Cuba...
Es lógico pensar que los dirigentes cubanos, con los hermanos
Castro a la cabeza, tienen muy presentes estas hipótesis. Es
lógico pensar que, previniendo ese escenario espeluznante, Fidel,
Raúl y el resto de la JUJEM revolucionaria estén preparando
a su pueblo para salir triunfante de un definitivo intento de ocupación
norteamericana. Capacidad y arrojo no faltan en Cuba.
Hay rumores, fuertes y fidedignos, de que Bushijo tiene destinado un
contingente más o menos humano de hasta 500.000 soldados dispuestos
a entrar a sangre y fuego en nuestra Cuba. Supongamos, sólo supongamos,
que así fuera. Es lógico pensar que, dada la demostrada
concienciación de la inmensa mayoría de las mujeres y
de los hombres cubanos, no les resultaría una operación
fácil. Ni muchísimo menos.
Un pueblo organizado e instruido, dispuesto a todo por defender los
logros de su revolución, conocedor de las más modernas
tácticas de guerrilla urbana, es capaz de causar tal número
de bajas en las hordas yanquis que resulte imposible de asimilar por
la opinión pública de los EE.UU.
Pero he mencionado dos veces “nuestra Cuba”. Y esa es la
razón de este humilde articulito. Si sentimos la revolución
cubana como un bien común, como algo “nuestro”, ¿qué
estaríamos dispuestos a hacer en el caso de que peligrase seriamente?
¿Hasta dónde llegaríamos en nuestra solidaridad?
¿Cuál sería el límite de nuestra entrega?
Porque es sencillo mostrarse consecuente de palabra. Gritar, inmersos
en la euforia colectiva de ciertos actos “¡Viva Fidel!”
o “¡Viva Cuba libre!”, es bastante barato. Al fin
y al cabo, no pasa de ser un esfuerzo puramente fonético. Incluso
la consigna “¡Patria o muerte! ¡Venceremos!”
se desvirtúa con la distancia de la real y vinculante disyuntiva.
En el reino borbónico, desde el que escribo, ni siquiera la poderosa
Falsimedia –pese a los intentos de El País- ha conseguido
cambiar el hecho de que las gentes de bien simpaticemos con nuestra
Cuba socialista. Pero –de nuevo la inevitable conjunción
adversativa-, ¿de verdad la defenderíamos hasta la muerte
o hasta la victoria?
Es más que posible que en un plazo temporal relativamente breve
nos encontremos interpelándonos en íntima soledad sobre
esta cuestión decisiva para nuestras vidas y para el mantenimiento
de nuestra dignidad. ¿Qué nos responderemos mirándonos
al espejo inflexible y veraz?
Tinta y saliva han corrido a raudales recordando a los voluntarios de
las queridas Brigadas Internacionales que ayudaron a nuestros padres
y abuelos a luchar contra la sinrazón fascista. Aunque poco se
ha hablado y escrito sobre ellos, cerca de mil eran cubanos –ver
el libro “Cuba en España” de Alberto Alfonso Bello
y Juan Pérez Díaz (Editorial de Ciencias Sociales, La
Habana, 1.990)-, y entre los que entregaron su vida por nuestra República
se encontraba el legendario dirigente del Ala Izquierda Revolucionaria,
Pablo de la Torriente Brau, que llevó su internacionalismo hasta
las últimas consecuencias.
Como nos recuerda el teniente coronel de las Fuerzas Armadas Revolucionarias
y presidente de la Agrupación de Veteranos Internacionalistas
Cubanos en España, Mario Morales Mesa, la publicación
Bandera Roja de fecha 18 de noviembre de 1.936 proclamaba: “Nosotros
llamamos a todos nuestros militantes, a todos nuestros simpatizantes,
a todos los partidarios de la democracia y la libertad, a todos los
enemigos de la guerra y de la barbarie fascista, para que intervengan
activamente a favor de la libertad de España”.
Si no viviésemos en el mundo al revés, la revolución
cubana sería considerada “Patrimonio de la Humanidad”,
ejemplo de civilizaciones presentes y futuras. Pese a sus fallos. Sí.
Porque, a pesar de los errores cometidos, Cuba es y será paradigma
del sentido común y de la buena fe. Por eso, si el fascismo consiguiera
destruir su modelo social, la pérdida sería irreparable.
Es bueno debatir sobre estas cosas. Así, cuando llegue la hora,
si es que llega, no tendremos que perder demasiado tiempo haciendo reflexiones
de urgencia. Aunque, eso sí, será el momento de tomar
la decisión definitiva, de elegir nuestra postura vital. O acudimos
a la llamada del amor, o seguimos aquí, en el reino maldito,
emocionándonos con la última película de Ken Loach.
07/10/03
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