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Aniversario de la organización revolucionaria chilena
El MIR, 35 años ( Parte 1 )
Andrés Pascal Allende- Punto Final
ADVERTENCIA NECESARIA
Lo que sigue no pretende ser una historia del MIR, una tarea pendiente y muy necesaria, pero que sólo se podría realizar bien como una obra colectiva al igual que lo fue el propio Movimiento. Manuel Cabieses me ha pedido que escriba un artículo para PF con motivo del 35 aniversario de la fundación del MIR... ¡Cómo pasa el tiempo! Trataré de cumplir con su encargo refiriéndome a algunos aspectos del pensamiento y del desempeño político del MIR acerca de los cuales me preguntan a menudo los jóvenes.
Procuraré, dentro de las limitaciones del espacio, situar el relato de esos temas en su contexto histórico concreto que ayude a comprender las razones y subjetividades de nuestro quehacer político. La historia de las luchas populares es como una enorme rueda que avanza en el tiempo con su giro inexorable. Aunque los sujetos y contextos históricos cambien, muchas de las inquietudes revolucionarias vuelven a emerger con nuevos rostros y voces, pero con las mismas demandas de justicia social y de soberanía popular, el mismo ánimo solidario y libertario.
La visión de los temas que trataré es muy personal y parcial, de la cual muchos viejos compañeros de lucha podrán diferir, o encontrar insuficiente. Mi único propósito al entregar estos fragmentos de la experiencia del MIR es que ellos puedan ayudar a la reflexión propia que caracteriza la emergencia de toda generación política. Soy de los que cree que en Chile, y en América Latina, hoy está emergiendo una nueva generación revolucionaria que tiene mucho que decir y hacer.
SURGIMIENTO DEL MIR
Se ha dicho muchas veces que el MIR fue una expresión más de la rebeldía generacional que en los años 60 se extendió por todo el mundo. Esta explicación tiene algo de real, pero es del todo insuficiente pues no explica que en esa década comenzó un proceso mundial de agotamiento del ciclo de expansión capitalista que siguió a la crisis de los años 20-30, a la que estuvieron vinculadas las guerras mundiales y esa gran ola de avance revolucionario de principios del siglo XX. El llamado ?Estado benefactor? impulsó una serie de reformas sociales y asumió un papel fuertemente regulador de la economía logrando una bonanza sin precedente que perduró por cerca de tres décadas, hasta que en los 60 se estanca la expansión y a principios de los 70 desemboca abiertamente en una nueva crisis mundial de acumulación capitalista. En los países industrializados las condiciones de trabajo y de vida de las clases medias y populares empeoraron durante los años 60. En Estados Unidos el descontento social se encauzó en un movimiento juvenil de rebeldía cultural, los hippies, que rechazaron la cultura estandarizada y las formas de vida de la sociedad capitalista norteamericana, reclamaron la paz frente al peligro nuclear y la agresividad imperialista, y propiciaron la creación de comunidades alternativas donde se vivía en fraternidad y con sencillez casi artesanal. En Europa se extendieron los paros obreros que confluyeron con un movimiento de rebeldía estudiantil e intelectual de fuerte contenido libertario. En Asia y Africa arreció una nueva ola de luchas anticoloniales, lo que también alentó movimientos de liberación en el Cercano Oriente y la misma Europa (palestinos, kurdos, vascos, irlandeses, etc.), así como el movimiento afroamericano y de los derechos civiles en Estados Unidos. En América Latina, la Revolución Cubana fortaleció el sentimiento antiimperialista, se multiplicó la insurgencia armada, la movilización popular y revolucionaria se extendió por todo el continente. A pesar que también se vivían crecientes contradicciones en el campo socialista (independentismo yugoslavo, conflicto chino-soviético, primavera de Praga, etc.), éste aparecía como una alternativa socialista fuerte ante un capitalismo en crisis.
Chile no escapó a este proceso mundial, pero aquí se expresó de acuerdo a las particularidades de nuestro capitalismo dependiente. También nuestro país había vivido en los años 20 y 30 un período de crisis económica, social y política del viejo orden oligárquico, que se manifestó en una radical lucha social, sangrientas represiones, la irrupción de caudillos civiles y uniformados, una insurrección de marineros y soldados, repetidas juntas militares, una efímera ?República Socialista?, milicias fascistas, conservadoras y socialistas. Un extendido período de anarquía que los sectores oligárquicos y sus asociados del norte pudieron superar definitivamente cuando, con el concurso del Frente Popular (participación de socialistas y comunistas), establecieron un nuevo pacto histórico de concertación de clases a fines de la década del 30. Las empresas norteamericanas siguieron beneficiándose con las minas de cobre y su predominio comercial, los terratenientes con sus haciendas, los empresarios criollos fueron favorecidos con una política de fomento de la sustitución de importaciones, las clases medias profesionales fortalecieron sus posiciones en la burocracia estatal y el sistema político, y hasta sectores obreros sindicalizados mejoraron sus condiciones laborales y de consumo. Se lograron avances importantes en la extensión de la educación, la salud y la seguridad social respaldadas por el Estado. La institucionalidad democrática representativa burguesa se consolidó y los militares volvieron a sus cuarteles perdonándoseles (como siempre) sus crímenes represivos de la etapa anterior. Todos contentos, menos los inquilinos urbanos, los trabajadores agrícolas, los pequeños mineros, los obreros no sindicalizados, los mapuche, los artesanos y otros sectores de pobres del campo y la ciudad que (como también siempre ocurre) quedaron excluidos del histórico acuerdo.
Aunque el movimiento popular y los partidos tradicionales de la Izquierda chilena surgieron a principios del siglo XX con un fuerte espíritu libertario, de autonomía y rebeldía frente al orden capitalista vigente, al optar a fines de la década del 30 por la política de los Frentes Populares, la Izquierda desechó el camino de la insurgencia popular y siguió el camino de la concertación de clases, privilegiando la actividad parlamentaria y electoral. Pasaron a visualizar el socialismo como una meta lejana, la cual se propusieron alcanzar a través de una ?revolución por etapas?. La primera etapa era la alianza de la clase obrera y las clases medias con una supuesta burguesía progresista, nacionalista y democrática. Esta alianza, expresada en el Frente Popular que accedió al gobierno en 1938 con Pedro Aguirre Cerda del Partido Radical como presidente, llevaría a cabo las tareas de liberación antiimperialista a través de un desarrollo industrial nacional independiente (modernización productiva), de la profundización democrática (democracia parlamentaria, sistema de partidos) y del progreso social (sindicalización, salud, educación, seguridad social, libertad de prensa, etc), sentando así las bases históricas para avanzar en un proceso legal y pacífico de reformas a la segunda etapa, la futura construcción de una sociedad socialista. Una década más tarde el Partido Comunista fue puesto en la ilegalidad (?Ley Maldita?) por la supuesta burguesía progresista, nacional y democrática. El Partido Socialista se dividió, pasando un sector a la oposición, y otro al gobierno ibañista. A pesar de ello la Izquierda continuó sosteniendo la misma concepción programática reformista y la misma estrategia etapista y legalista. Se había formado una generación de políticos institucionales de Izquierda, que aunque pudieran tener una genuina preocupación por los intereses de los sectores populares, no estaban dispuestos a romper con el sistema del cuoteo de prebendas estatales, de regateos parlamentarios, de partidos-clientelas, de burocracias sindicales, representación electoralista, etc.
En la década del 50 el modelo económico comenzó a estancarse, se redujo el proteccionismo a la producción nacional y se acentuó la dependencia externa comercial y financiera, el predominio de la burguesía monopólica aliada al capital norteamericano se fortaleció, la concentración de la riqueza se aceleró y el gasto público social disminuyó. La inflación golpeó los bolsillos populares, la desocupación aumentó, en las ciudades se extendieron los barrios de viviendas precarias donde vinieron a cobijarse los que huían de las pésimas condiciones de vida existentes en los latifundios, las reducciones mapuches y las marginadas áreas de pequeños agricultores. El descontento social creció y se produjeron explosiones de protesta, huelgas, ocupaciones de sitios y otras expresiones de agitación popular algunas de ellas alentadas por la Izquierda institucional como formas de presión-negociación y de acumulación de fuerza electoral y parlamentaria. Nuevamente los grupos gobernantes recurrieron a las Fuerzas Armadas y la policía para reprimir las movilizaciones de masas, al tiempo de generar engañosas esperanzas en caudillos populistas (Ibáñez, 1952) y supuestamente apolíticos (Jorge Alessandri, 1958), similar al mercadeo de ilusiones que la derecha ofrece actualmente, pero en un solo paquete (Lavín). El descontento y el deseo de cambio se extendió a amplios sectores de la población, lo que permitió a Salvador Allende, líder de la Izquierda tradicional agrupada en el FRAP, constituirse en una opción real de gobierno: en las elecciones presidenciales de 1958 perdió por sólo 30 mil votos. Para cerrarle el paso a Allende los sectores políticos conservadores se alinearon en 1964 tras la candidatura del demócrata cristiano Eduardo Frei Montalva quien, con un activo apoyo de los norteamericanos, propuso un paquete de reformas que pretendía reactivar el proceso de acumulación monopólica mediante la atracción de nuevas inversiones externas y la renegociación de las formas de dependencia, la modernización tecnológica, la eliminación del latifundio más atrasado y el aumento de la productividad agrícola, la expansión del mercado interno, y medidas sociales que favorecieran la creación de una amplia clientela electoral en sectores medios y populares (asentamientos campesinos, programas de vivienda, salud, educación, etc.) que pusiera a raya a la Izquierda. La derrota de Allende en las elecciones presidenciales de 1964 y las expectativas que despertó la ?Revolución en Libertad? ofrecida por la Democracia Cristiana, produjeron el repliegue y el desconcierto en la Izquierda, afianzando en algunos sectores de ella la convicción de que había que avanzar por un camino de ruptura. Por cerca de tres décadas diversos dirigentes y militantes habían fracasado en sus intentos de levantar políticas clasistas y revolucionarias desde el interior de los Partidos Comunista y Socialista y de las organizaciones sindicales, terminando absorbidos por el colaboracionismo reformista, o bien marginados y aislados políticamente. En los sectores críticos tomó fuerza la idea de unirse para constituir una vanguardia revolucionaria que disputara al reformismo la conducción del descontento popular.
Fue en este contexto histórico que surgió el MIR. Fue el resultado de un proceso de confluencia entre dos generaciones. La generación de viejos dirigentes y cuadros que habían roto con la Izquierda tradicional algunos en los años 30, otros en momentos posteriores, y que se expresaban en pequeños grupos políticos herederos de antiguas corrientes anarquistas y troskistas, dirigentes sindicales clasistas encabezados por el legendario líder cristiano Clotario Blest, y sucesivos desprendimientos de los Partidos Comunista y Socialista. La nueva generación estaba constituida fundamentalmente por estudiantes que habíamos roto recientemente con las Juventudes Socialistas.
El líder de este grupo era Miguel Enríquez, entonces estudiante de medicina de la Universidad de Concepción, que brillaba por su inteligencia, su carisma y empuje político. En este grupo destacaban también Bautista Van Schouwen, Edgardo Enríquez, Sergio Pérez, Ricardo Ruz y otros estudiantes venidos de las Juventudes Comunistas, como Luciano Cruz y Sergio Zorrilla. En un local de la Federación del Cuero y el Calzado, ubicado en la calle San Francisco de la capital, se reunió el 14 y 15 de agosto de 1965 el congreso constituyente. El MIR nació como una agrupación pequeña. No creo que alcanzáramos a reunir medio millar de militantes. Pero la importancia de la fundación del MIR no estuvo en el número, sino en el hecho de que logró dar respuesta a la necesidad histórica de una propuesta revolucionaria coherente y fue el primer paso de una dinámica de confluencia política que perduró y se extendió.
LA CONCEPCION POLITICA REVOLUCIONARIA DEL MIR
La nueva organización levantó una concepción programática y estratégica revolucionaria que se diferenció radicalmente de las concepciones vigentes en la Izquierda tradicional. Se caracterizó a Chile como ?un país semicolonial, de desarrollo capitalista atrasado, desigual y combinado?, lo que más adelante se enriqueció con la concepción del ?capitalismo dependiente?. Se constató que la inexistencia de una burguesía nacional progresista hacía recaer en la alianza de los obreros, los campesinos y los sectores medios empobrecidos la lucha por las tareas democráticas, la reforma agraria y los objetivos antiimperialistas, para avanzar en un proceso ininterrumpido y simultáneo en las tareas socialistas de la revolución. Se esclarecía que este programa sólo podría realizarse derrocando el gobierno de la burguesía, liquidando su aparato estatal y represivo, y reemplazando el poder burgués por una democracia proletaria directa sustentada en los órganos de poder y las milicias armadas de obreros y campesinos. Se reiteró la necesidad de construir una vanguardia revolucionaria que condujera la lucha, la que se concibió como un partido marxista-leninista organizado según los principios del centralismo democrático. El congreso aprobó una tesis político-militar que reinvindicaba las formas armadas e insurreccionales como un camino de lucha necesario para derrocar el poder burgués. Finalmente, señaló el carácter internacional de los procesos revolucionarios.
La suposición de que el MIR surgió como una imitación de la Revolución Cubana es un error. Desde luego que la victoria de los barbudos cubanos nos remeció a todos porque nos demostró que también en América Latina se podía triunfar en una lucha insurgente contra la burguesía y el imperialismo, conquistar el poder y construir el socialismo. Debemos recordar que en ese momento la orientación imperante en la Izquierda tradicional latinoamericana era la vía pacífica electoral que propugnaba un acuerdo progresista con la burguesía, relegando el socialismo a un futuro muy distante. Con el triunfo cubano la revolución en América Latina dejaba de ser una utopía lejana, se volvía una tarea urgente, una posibilidad presente. Nos ratificaba que el camino revolucionario no tenía su eje en la lucha política institucional, sino en una acumulación de fuerza social, política y militar enfrentada radicalmente al orden oligárquico. Ello entroncaba con las tradiciones revolucionarias marxistas, pero también con una percepción de la historia y la lucha popular en nuestro país. De la fusión de estas dos raíces de pensamiento se formó la orientación fundamental de la concepción revolucionaria mirista.
Yo conocí a Miguel Enríquez el año 1964. Con Edgardo, hermano de Miguel, formábamos parte del mismo grupo de jóvenes que rompió con las Juventudes Socialistas, pero nosotros estudiábamos en Santiago. Viajamos a Concepción para sumarnos a los penquistas y realizar juntos el reconocimiento de un área de la Cordillera de Nahuelbuta y un poco de instrucción militar. Edgardo me llevó a dormir a la casa de sus padres. En un cuarto al fondo del patio se ubicaba el centro de la conspiración. Allí estaban Miguel, el Bauchi y otros compañeros discutiendo intensamente sobre el papel de O?Higgins y José Miguel Carrera en las luchas de Independencia. En ese interés por el pasado patrio que nos contagió Miguel a todos, fuimos adquiriendo una percepción de la historia de Chile que difería totalmente de la historia relatada en los textos oficiales. Descubrimos que la conquista española no trajo progreso a los pueblos originarios, sino el genocidio, la esclavización y una guerra de siglos para los que resistieron. Nuestro país se construyó sobre la violencia, el saqueo y la explotación, y el Estado republicano surgido de la Independencia continuó y mantiene hasta hoy su carácter opresivo, racista y discriminador del pueblo mapuche y del pueblo mestizo chileno, que constituyen la mayoría de nuestra población. Las guerras de Independencia que llevaron a los criollos blancos al poder no significaron un cambio en la estructura económica y social de la dominación. Continuó gobernando un estrecho círculo oligárquico formado por los hacendados, los grandes comerciantes y militares. Las corrientes plebeyas que lucharon por la libertad nacional y también por la justicia social, como Manuel Rodríguez en Santiago y el cura Orihuela en Concepción, fueron aplastadas.
Tampoco cambió el carácter dependiente de nuestro país. El dominio español fue reemplazado rápidamente por la hegemonía de los empresarios ingleses y, antes de un siglo, ésta cambió por el predominio del capital norteamericano. La vida republicana chilena ha estado siempre regida por el poder oligárquico nacional y extranjero. Desde luego que esta dominación ha pasado por graves crisis económicas, sociales y políticas. Pero siempre ha logrado dividir a las fuerzas sociales que han amenazado su poder, reprimiendo duramente la rebeldía plebeya y cooptando la oposición burguesa, a sectores medios, e incluso populares. Repetidas guerras civiles, represiones y masacres populares, gobiernos militares, inundan de sangre las páginas de la verdadera historia patria. El mito que nos inculcaron de niños de que Chile era la ?Suiza de América?, europea, pacífica y respetuosa de la democracia, era una gran mentira mucho antes de la dictadura de Pinochet.
Conocimos otro aspecto fundamental de la historia no escrita en los textos escolares: la historia de los de abajo, de los indios, de los plebeyos, de los rotos y bandidos, de los campesinos, los artesanos, los mineros y obreros, de los pobres de siempre. Es la historia de la soberanía popular nunca alcanzada. Cada vez que la dominación oligárquica se debilita por la crisis económica, o por las contradicciones interburguesas, esta fuerza subterránea de la historia tiende a emerger cuestionando el poder de los de arriba. Esta rebeldía ha tenido distintas formas de expresarse y luchar, distintas banderas y aliados, pero es el mismo sujeto con múltiples rostros, el pueblo oprimido y excluido. Y siempre han sido reprimidos con el concurso de las ?gloriosas? Fuerzas Armadas y policiales chilenas.
Esta verdadera historia nos enseñó que en nuestro país han persistido dos prácticas y culturas políticas encontradas. La política cerrada de los de arriba: una política elitista en la que hasta el día de hoy se repiten los mismos apellidos (de cuando en cuando cooptan a unos ?medio pelo? para que no les digan que son antidemocráticos). Puede que haya gobierno militar o civil, parlamento elegido o medio designado, elecciones más o menos amplias, pocos o muchos partidos, pero los que gobiernan son los poderes fácticos de siempre: los dueños de la riqueza nacionales y extranjeros; la alta burocracia política que administra y representa al servicio de los anteriores; los dueños de los medios de comunicación y los jerarcas religioso/ideológicos encargados de legitimar, confundir y divertir; y los encargados de castigar con la ley o el arma. Entre ellos practican la política de los acuerdos discretos en los salones del parlamento, de los ?lobistas? en los pasillos y oficinas de los ministerios, los liderazgos mediáticos, las campañas electorales financiadas con fondos robados del Estado y los aportes de la empresa privada, los cálculos y manejos orientados desde las elegantes salas de reunión corporativas, los chismes en las recepciones de embajadas (en especial la norteamericana) y los casinos de los altos oficiales.
La otra es la cultura política de los de abajo que se desenvuelve en espacios físicos y sociales totalmente distintos. Hunde sus raíces en una marginalidad que siempre ha acompañado al sistema oligárquico, en la sociabilidad de los excluidos y oprimidos. Son las reducciones indígenas, los rancheríos de afuerinos y bandidos en la época de las haciendas tradicionales, los campamentos mineros, las caletas de pescadores, los conventillos y poblaciones populares, los patios de las industrias y de las cárceles, donde ha persistido una contracultura de desconfianza en la institucionalidad y en los discursos de la política dominante, unas identidades construidas desde el margen, una comprobación centenaria de que los de arriba jamás cambiarán voluntariamente el injusto orden imperante, el ánimo acallado de justicia popular, el sentido básico de solidaridad de los excluidos, y la esperanza escondida de que algún día podrán construir por sí mismos su mundo mejor. Ha sido casi siempre una cultura no reconocida, que se sabe transgresora y se oculta por temor al garrote, pero que puede emerger con insospechada fuerza como lo demuestra la historia de nuestro país. Al igual como Luis Emilio Recabarren lo hizo a principios del siglo XX, el MIR se propuso darle expresión política nacional, un programa cohesionador, una estrategia revolucionaria, y una organización eficaz a esta dinámica de lucha por la soberanía de los de abajo que siempre ha estado presente en nuestro país.
La concepción mirista de la política revolucionaria, su fuerte compromiso con los oprimidos y excluidos, su carácter transgresor del orden dominante, su rechazo a la conciliación y a la política elitista, su voluntad de poder popular, no podrán entenderse si no es a partir de la fusión de un discurso político moderno, racional e instrumental de raíz marxista y la expresión de las identidades y la rebeldía de los sectores sociales plebeyos de honda raíz histórica nacional. El cemento que fragua esta mentalidad revolucionaria a la vez racional y expresiva, es un fuerte sentido ético de la política.
Para escribir este artículo estuve revisando algunas declaraciones y documentos que difundió la Dirección Nacional del MIR antes y durante el gobierno de la Unidad Popular. Hacía mucho tiempo que no los leía, y ahora al hacerlo sin la presión de intervención táctica, me ha llamado la atención que la concepción mirista de la política fluye de ellos con mucha fuerza a través de tres dimensiones de comunicación. La primera dimensión comunicativa que salta a la vista pues ocupa gran parte del texto, es el lenguaje explícito que convoca y guía a un análisis incisivo de los acontecimientos concretos del momento político para lo cual emplea con rigurosidad las categorías marxistas de conocimiento y saca conclusiones y propuestas de acción muy racionales.
Hay una segunda dimensión comunicativa que habitualmente encabeza los textos: los sujetos sociales a quienes se dirige y que luego a través del texto convoca a expresarse con pasión y movilizarse reafirmando su identidad revolucionaria. Esta segunda dimensión comunicativa usa un lenguaje de identidad explícito, pero conjugado con un lenguaje implícito que expresa un nuevo sentimiento en los de abajo, la emoción de que llegó la hora de demostrar su capacidad para vulnerar el orden opresivo y comenzar a construir soberanamente sus propias formas de sociabilidad más justas, más igualitarias, más libres. Finalmente, la tercera dimensión que se comunica en un lenguaje no explícito pero que empapa todo el texto, es una firme razón ética que respalda lo que se denuncia y reclama, una clara consecuencia entre el análisis y la praxis que se propone, una sensación de que lo que se informa es siempre verdadero, y un decidido compromiso colectivo y personal con el curso de la acción que se orienta. Estos textos aunque se emitieron a nombre de un colectivo de dirección, evidencian las formas de pensar, de sentir y de actuar de Miguel, las que dieron un sello muy marcado al liderazgo mirista.
Es importante hacer notar que esta concepción no se limitaba al discurso, sino que nuestro quehacer político-práctico también estaba empapado de esta concepción política revolucionaria. Más adelante, cuando recordemos la experiencia de intervención armada y relatemos algo de la participación mirista en la movilización de masas, podremos apreciar que en el desarrollo de formas de organización, de una nueva sociabilidad popular, y en el accionar, también confluyeron esa mentalidad revolucionaria instrumental, el sentimiento emocional y afectivo, y la moralidad guevarista. Esta fusión no era siempre fluida, muchas veces producía roces y tensiones en la organización revolucionaria. Pero, tanto en el MIR, como en la base de otros partidos de Izquierda y en las organizaciones de masas emergieron relaciones de identidad, de compañerismo y afectos muy fuertes.
Quisiera advertir que en esa época nosotros no éramos conscientes de todas esas dimensiones de la política revolucionaria. Simplemente las vivíamos. Nuestra atención fundamental estaba puesta en la intervención práctica. Ha sido con el tiempo, recordando y reflexionando sobre el largo camino recorrido, que he tomado conciencia de que la lucha revolucionaria requiere tanto de razón, como de ética y sentimientos.
UNA NUEVA GENERACION REVOLUCIONARIA
La generación que asumió inicialmente la conducción del MIR cumplió con la valiosa tarea de mantener viva por décadas la memoria de las experiencias y concepciones revolucionarias acumuladas por el movimiento popular chileno, y traspasarlas a la nueva generación. Pero también fue una generación que, salvo algunas excepciones, no logró superar los estilos de una militancia extremadamente ideologizada y sectaria. En teoría reconocían la necesidad de lucha insurreccional, pero en la práctica no empujaban el desarrollo de las tareas insurgentes justificándose en que había que esperar a que las masas se levantaran pues de lo contrario caeríamos en una desviación ¿foquista?. Tampoco impulsaban el accionar directo de masas. Criticaban el institucionalismo reformista, pero terminaban subordinándose a sus campañas electorales.
La nueva generación mirista nos volcamos, con el entusiasmo de los jóvenes, a prepararnos para la lucha armada, impulsar la movilización estudiantil, vincularnos a las organizaciones sociales populares, y ganar más jóvenes para la causa revolucionaria. Para el año 1966 el MIR había ganado una presencia mayoritaria en la Universidad de Concepción y en las provincias cercanas. En Santiago creció con más retraso en las Universidades de Chile y Católica. Fue desde las universidades que los jóvenes miristas comenzamos a vincularnos con las poblaciones, las comunidades mapuche de Arauco, los mineros y trabajadores industriales. Después de dos años de fundación del MIR, esta nueva generación constituía la mayoría absoluta de la organización, pudiendo elegir en el congreso de 1967 al grueso de los miembros del comité central y a Miguel como secretario general.
A partir de ese mismo año se inició en el país un período de contracción económica que frenó las reformas democristianas, haciendo que la ?Revolución en Libertad? perdiera la simpatía de masas que había concitado inicialmente y topara fondo sin lograr resolver la crisis estructural que agotaba el orden oligárquico. La clase dominante se dividió en un sector que seguía promoviendo el proyecto reformista burgués demócrata cristiano y otro sector mayoritario que, expresado en la derecha unificada en el Partido Nacional (1966), proponía una mayor y más directa subordinación al imperialismo, terminar con el intervencionismo estatal para abrir paso a una economía de libre mercado, y remontar la acumulación capitalista a través de una mayor explotación de los trabajadores y concentración de la riqueza. A pesar de que el gobierno de Frei recurrió a la represión para contener a la movilización, no pudo evitar que las masas lo sobrepasaran. En el sur las corridas de cerco con que los mapuche comenzaron a recuperar las tierras arrebatadas a sus reducciones, encendieron la llama de un movimiento de ocupación directa de fundos por los campesinos que se extendió rápidamente por todo el país. En las ciudades se multiplicaron las ocupaciones de terrenos y la organización de los campamentos de pobladores sin casa. Las movilizaciones por la reforma universitaria y el co-gobierno estudiantil se extendieron a todas las provincias.
La creciente extensión callejera, las repetidas huelgas y ocupaciones de industrias, los paros de los profesores, de la salud, de los bancarios, municipales, de la minería, la ocupación de la Catedral, e incluso una suerte de ?paro militar? que se dio bajo la forma de un acuartelamiento de uniformados en el Regimiento Tacna hacia fines del gobierno de Frei, fueron evidenciando en el transcurso de tres años que el sistema de dominación en su conjunto, e incluso el propio aparato estatal, comenzaba a resquebrajarse.
El reto que este acelerado ascenso de las luchas populares planteaba a los revolucionarios era enorme. Había que construir sobre la marcha una vanguardia capaz de conducir un veloz proceso de acumulación de fuerza revolucionaria de masas sobrepasando la amplia conducción de masas de la Izquierda tradicional y, al mismo tiempo, hacer frente a la ofensiva comunicacional y represiva que empezaba a desplegar el gobierno y la derecha contra las avanzadas populares. Para mediados del año 1968 la mayor parte del grupo de dirección del MIR habíamos culminado nuestros estudios universitarios, nos habíamos casado, y trabajábamos como profesionales. Pero el desarrollo de la actividad política nos exigía una completa dedicación y tomamos la decisión de convertirnos en ¿revolucionarios profesionales?.
Dimos otro paso importante: preparar las condiciones clandestinas para iniciar acciones de expropiación financiera, de abastecimiento logístico y de propaganda armada. A principios de 1969 ya habíamos conformado una dirección nacional clandestina y paralela a la dirección pública y oficial del MIR. La agudización de los roces con la vieja generación y también con algunos jóvenes anclados en los mismos estilos políticos tradicionales nos llevaron a separar aguas con ese sector en julio de 1969. Coincidió esta ruptura con que el gobierno demócrata cristiano aprovechó una acción mirista en Concepción (los compañeros raptaron a un mentiroso y repudiado periodista dejándolo desnudo en el patio central de la Universidad), para desencadenar la represión policial contra los dirigentes nacionales y cuadros del movimiento.
Desde ese momento asumimos públicamente e intensificamos las acciones de expropiación y propaganda armada, así como el impulso de las acciones directas y de autodefensa de masas. Se inició lo que podría llamarse la ?refundación? del MIR para transformarlo en una organización político-militar, clandestina, que combinara el accionar armado con el trabajo en los frentes de masas. En todos los regionales se construyeron los GPM (Grupos Político-Militares), estructuras orgánicas asentadas en un espacio territorial con niveles de bases políticas, operativas, técnicas y de infraestructura compartimentadas, dirigidas por una jefatura común. El MIR dejaba de ser una organización de ?aficionados?, para comprometerse por entero en la implementación de su estrategia revolucionaria.
Es conveniente dejar en claro que el deseo de cambio había prendido en vastos sectores de la juventud chilena, atravesando incluso las barreras de clase. La sociedad chilena que en los años 50 era tremendamente conservadora e hipócrita en sus valores y costumbres, cambió mucho hacia mediados de los 60. Los jóvenes comenzamos a independizarnos pronto de nuestros padres, el amor se volvió mucho más libre y abierto. Comprendimos que la finalidad de la vida no era sólo trabajar y ganar dinero para consumir más cosas. Que las personas valían por lo que eran y por lo que hacían, y no por lo que tenían. Hubo grupos de jóvenes (el más conocido fue Silo que más tarde se transformó en el Partido Humanista) que propiciaron un camino de superación individual, interior, en ruptura con la mentalidad burguesa. Pero el grueso de los jóvenes seguimos el camino del compromiso social adhiriendo a los diversos partidos de Izquierda, participando en organizaciones sociales y culturales. El MIR fue la expresión más radical de esta tendencia.
La juventud de los 60 tuvo una fuerte convicción libertaria. Estábamos decididos a construir un mundo mejor, no temíamos pensar en algo grande, dispuestos a luchar por nuestra utopía, nos sentíamos capaces de lograr lo imposible. Cualquiera sea el período de la historia, cuando nace ese espíritu en el alma de los jóvenes, es que está emergiendo una nueva generación revolucionaria.
Kolectivo
La Haine
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