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Reflexiones de un sobreviviente de los campos de concentración
de la última dictadura militar argentina
Mario C. Villani
25 años después
Reflexiones de un sobreviviente de los campos de concentración de la última dictadura militar argentina:
- ¿Dónde está Firmenich?- me pregunta el torturador, entre descarga y descarga de la picana. Durante el segundo día de interrogatorio, estaba yo como crucificado sobre la mesa de torturas -la "parrilla"-, atado boca arriba, con los pies y las manos en cruz. Un joven oficial de la policía apodado Tosso me aplicaba descargas eléctricas mientras me interrogaba. Yo buscaba desesperado un respiro, aunque más no fuera por unos segundos.
Contengo el aliento y contesto:
- No te entiendo.
Furioso, me aplica una nueva descarga y repite la pregunta.
- La pregunta la entendí, a vos no te entiendo.
Se quedó estupefacto: ¿Cómo puede ser que a este infeliz, en medio de la tortura, se le ocurra hacerse y hacerme preguntas filosóficas? ¡Lejos estaba yo de filosofar!, sólo quería una tregua y, al sorprenderlo, lo estaba logrando...
Sin picanearme, me pregunta:
- ¿Qué querés decir?
- Vos sos un militante y yo también -le contesto-, pero estamos en bandos opuestos. Como tal te respeto (macanas, pero tenía que continuar con la farsa.) Pero, ¿no te das cuenta que estás haciendo el trabajo sucio que te ordenó alguien que está detrás de un escritorio? ¿Que una vez que esta guerra termine ya no serás útil y te descartarán?
Dejó la picana a un lado y se sentó en un banquito junto a la parrilla para discutir. Claro, no me desató y en cualquier momento podía seguir con la tortura pero, mientras tanto, yo estaba logrando el alivio que buscaba.
- A lo mejor tenés razón -me dijo- pero mis colegas y yo estamos organizados. Buscaremos a esos burócratas y los reventaremos.
- ¡Son más tontos de lo que suponía! -repliqué-. Vas a terminar en esta misma parrilla y alguien te estará picaneando. ¿No ves que ustedes son unos "forros", que se usan y se tiran?
Enfurecido, me dio un último picanazo y se fue, dejándome solo, atado sobre la parrilla. A la media hora vino otro torturador a continuar con la tarea. ¡Media hora que yo había logrado de tregua!.
Verlo como a un ser humano me permitió buscar y encontrar su punto débil y ejercer algún control sobre él.
Así comenzó mi extenso y duro peregrinaje por cinco campos secretos de concentración de la última dictadura militar argentina (19761983), la mayoría de ellos en la ciudad de Buenos Aires. El 18 de Noviembre de 1977 fui secuestrado por un "grupo de tareas" -una banda armada de militares operando secreta e ilegalmente- y llevado al primero de esos campos. Durante tres años y ocho meses, fui un "desaparecido".
Este diálogo fue mi primer acto de resistencia. Siempre pensé, aún antes de mi secuestro, que los torturadores, los represores, son también seres humanos, como usted o como yo, opinión que no todos comparten. No quiero decir con esto que usted o yo seamos también torturadores pero, desde mi punto de vista, entre los seres humanos hay de todo, santos y asesinos, comprometidos e indiferentes, tontos y genios, perversos y normales, toda una gama de grises y no sólo blanco y negro.
Para mí un torturador no es un invencible monstruo de otro planeta. Él sí me veía como a una cucaracha, un despreciable insecto. Por eso no tenía cargos de conciencia. Si para mí fuera un monstruo, sería igual que él, compartiría su visión binaria y maniquea del mundo.
Creo que esta manera de pensar fue esencial para preservar mi identidad y lo sigue siendo. Es lo que me ayudó a sobrevivir entero. Me permitió además intentar influir sobre mis torturadores, para aliviar el sufrimiento.
Desde el momento en que alguien era secuestrado por los grupos de tareas de la dictadura, era un desaparecido. La siniestra secuencia era desaparición-tortura-muerte. La mayoría de los desaparecidos transcurríamos día y noche encapuchados, esposados, engrillados y con los ojos vendados, en una celda llamada "tubo" por lo estrecha. Un pequeño grupo tenía que realizar los trabajos domésticos, limpieza, cocina, reparaciones "trabajo esclavo", siendo devueltos al tubo al finalizar su turno, pudiendo también volver a ser torturados en el "quirófano" (sala de torturas) y finalmente, como todos los demás, ser "trasladados", eufemismo que encubría el verdadero destino, el asesinato.
Además de la tortura física, la vida en los campos era una constante tortura psicológica. El trato diario era extremadamente denigrante. Al ingresar se nos asignaba un código (el mío era X96) y, a partir de allí no podíamos utilizar nuestro nombre, so pena de ser apaleados y torturados. Se nos insistía en que habíamos dejado de pertenecer al mundo de los vivos. Que estábamos desaparecidos. Que ni siquiera podíamos suicidarnos. Que ellos, los Dioses, eran los dueños de nuestras vidas y moriríamos cuando ellos lo decidieran. Los gritos y gemidos de los torturados eran los sonidos que escuchábamos día y noche. La comida era malísima y escasa. Nos vestíamos con los harapos que dejaban de la ropa que robaban en los secuestros y con lo que quedaba de quienes habían sido trasladados.
Sin embargo, a algunos pocos, por oscuras razones que desconocemos, se nos dejó con vida. Pero, una vez en libertad (¿libertad?) el miedo continúa. El sobreviviente se siente bajo el poder del represor. Y los efectos del terror también se prolongan en la memoria social.
Finalmente volvió la democracia y yo, dificultosamente durante el año 1984, empecé a acercarme a los organismos de Derechos Humanos, para relatar mi odisea y denunciar las aberraciones vistas y vividas por mí. Lo hice con mucho temor. Me sentía vigilado. Daba testimonio con la condición de hacerlo en forma anónima.
Un día, con la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), hicimos una visita de reconocimiento a lo que había sido el campo de concentración "El Olimpo", el tercero donde estuve.
Se me pidió participar, junto con otros sobrevivientes, en un reportaje televisado. Estuve por negarme. El miedo me paralizaba. Miré hacia mis costados, buscando un represor que, con tono amenazante, me estuviera diciendo "¡cuidado, si hablás te reviento!" Pero no había ninguno... Me di cuenta que lo tenía instalado adentro, que yo aún seguía secuestrado. Esto que relato fue un relámpago en mi conciencia. Tragué saliva y dije "acepto el reportaje". Sentí que me estaba sacando el represor de adentro, empecé a sentir que me liberaba.
Ni bien salí en libertad, en Agosto de 1981, todavía en dictadura, el deseo de venganza me entorpecía la reflexión pero, con el tiempo, he podido llegar a algunas conclusiones que quiero compartir, aunque no todos acuerden. Este golpe fue planificado y ejecutado por las tres fuerzas armadas en su conjunto, con el apoyo de sectores del establishment económico interno y externo, el Departamento de Estado y otras dictaduras de América Latina. En los campos de concentración conocí torturadores que me expresaban su orgullo de haber aprendido las técnicas de tortura en la Escuela de las Américas, en Panamá.
¿Cómo ha sido posible la implementación de semejante sistema de terror? ¿Cómo puede ser que haya seres humanos dispuestos a cometer las peores atrocidades en nombre de mentidos principios? Creo que, entre otras causas, los mecanismos basados en la obediencia ciega diluyen la culpa. El ejecutor se limita al cumplimiento de la orden recibida, sintiéndose libre de toda responsabilidad. La rutina de las acciones atroces -torturas, violaciones, vejaciones- y la distancia en la cadena de mandos entre quienes dan las órdenes y quienes las ejecutan, dificultan todo cuestionamiento y burocratizan el poder represivo.
Aun los más terribles torturadores que he conocido en los campos son, a la vez, pequeños burócratas, generalmente avariciosos y corruptos, que suelen robar y comercializar las pertenencias de sus víctimas. Van diariamente a la sala de torturas como quien va a la oficina. Algunos, pueden volver a su casa como un oficinista más, revisarles los deberes a sus hijos, regar el jardín, ir al cine con su esposa. Como en toda burocracia, las acciones se fragmentan y las responsabilidades, que siempre se resistirán a reconocer, se esfuman.
Esta descripción de la vida en los campos, se correlaciona estrechamente con el gran campo de concentración en que la dictadura había transformado al país. A diferencia de anteriores golpes de Estado, el llamado Proceso (de Reorganización Nacional) no fue una simple continuación, aumentada, de prácticas vigentes. Fue la instrumentación del terror en la comunidad -terrorismo de Estado-, con la excusa de aniquilar una guerrilla ya casi inexistente, pero con el verdadero objetivo de implantar un nuevo modelo económico y social, congelando todo intento de resistencia en la población.
Las desapariciones forzadas y asesinatos, que podían alcanzar a cualquiera, gremialista, dirigente estudiantil, militante barrial, guerrillero, simple opositor, familiar o amigo de alguno de éstos, junto con los trascendidos de las atrocidades que se cometían en los campos, constituyendo esencialmente un genocidio, oficialmente negadas pero extraoficialmente difundidas por los pocos sobrevivientes y las infidencias de algunos militares, implantaron profundamente el terror en el país. Permeando los efectos de los campos hacia la sociedad convertida, como ya dije, en un campo de concentración más, con la consiguiente pérdida de identidades y de salud mental.
El resultado es una comunidad donde predomina la falta de compromiso político, cualquiera sea su orientación, y un exacerbado individualismo.
Hoy en día los sobrevivientes -asumiendo también las voces de los que ya no están-, damos testimonio en busca de verdad y justicia en cualquier lugar del mundo donde se desarrollen juicios por el genocidio que ha sufrido nuestro pueblo, justicia que no podremos hallar en nuestro país, hasta que no se anulen las leyes de impunidad (Ley de Obediencia Debida, Ley de Punto Final e indultos.)
¿Qué veo cuando miro hacia adelante? A veinticinco años del golpe, mucho se ha logrado, principalmente gracias a la acción perseverante de organismos de derechos humanos, sobrevivientes y familiares de las víctimas, acompañados por sectores concientes de la población y la solidaridad internacional; pero los antiguos represores aun siguen caminando libres por las calles de mi país, gracias a las mencionadas leyes de impunidad.
Sin embargo, quiero señalar un hecho esperanzador. El juez Gabriel Cavallo acaba de dictar un fallo que constituye un hito histórico. En él declara, con fundamentación impecable, la nulidad insanable de las leyes de impunidad, para un caso paradigmático que involucra a dos conocidos torturadores en un robo de bebés, sentando importante jurisprudencia para otros casos.
A pesar de lo alentadora que es esta última noticia, no debemos olvidar que se trata de una resolución judicial para un caso particular. Creo necesario que se extienda la conciencia en mi país y en el mundo, de que se debe terminar con las prácticas genocidas de control social. El genocidio degrada tanto a las víctimas como al victimario. Degrada al género humano.
Publicado en Il Corriere de la Sera. 24/03/2001
(LATINAcoop Europa)
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