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La izquierda, la guerra y la ontología
capitalista
x Robert Kurz
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Después de la guerra es como decir antes
de la guerra, dado que el capitalismo significa, en su esencia, agresión,
destrucción y autodestrucción. El fin de la guerra fría
no trajo los Dividendos de la Paz (ya la expresión misma revela
una ilusión en cuanto al carácter del terror económico),
sino que marcó el punto de partida histórico de la barbarie
global, de la decadencia social y de las brutales guerras de ordenamiento
mundial llevadas a cabo por una policía mundial bajo la égida
de la última potencia mundial, los EE.UU. La fenomenología
de los hechos es inequívoca, pero las interpretaciones difieren,
toda vez que el aparato conceptual clásico se ha convertido en
obsoleto. No en último término, esto se aplica a las reacciones
de lo que queda de la izquierda en todo el mundo. La irresistible tendencia
hacia el «pragmatismo político» y el falso inmediatismo
del deseo de eficacia en el nivel social, sin que se haya procedido
previamente a una clarificación de los propios supuestos, llevan
en línea recta a la parálisis del pensamiento y de la
actuación críticos del capitalismo. Lo que se hace necesario,
por ello, es un debate teórico de principios, una reevaluación
de la historia de la modernización, una renovación de
la crítica radical de la economía política y de
la teoría política de las crisis.
La modernización y la crítica abusivamente simplificada
del capitalismo
El moderno sistema productor de mercancías, conocido también
como capitalismo, no constituye una identidad inequívoca, sino
que se desmultiplica en contradicciones estructurales e históricas.
Lejos de ser un estado, representa más bien un proceso irreversible.
Es por ello por lo que el capitalismo se encuentra permanentemente en
conflicto consigo mismo. La competencia universal también se
presenta como el combate entre polaridades inmanentes y como la lucha
de unas condiciones nuevas contra otras antiguas que se desarrolla,
sin embargo, en el ámbito de un sistema de referencias común.
En la crítica del capitalismo podemos distinguir, bajo este aspecto,
dos paradigmas históricos.
Aproximadamente desde el siglo XVI hasta principios del siglo XIX,
desde las guerras campesinas hasta los luditas, los movimientos sociales
lucharon, sobre la base de consideraciones tradicionales propias de
las sociedades agrarias en torno de una «economía moral»
(E.P. Thompson) y muchas veces bajo apariencias religiosas, contra su
integración a la fuerza en las nuevas condiciones de impertinencia
del «trabajo abstracto» (Marx). Por aquellos tiempos no
existía aún un concepto que designase al capitalismo,
que sólo se encontraba entonces en un estado embrionario de formación
y, por eso, tampoco había ninguna perspectiva de una emancipación
que apuntase más allá de la Modernidad productora de mercancías.
Más o menos a partir de mediados del siglo XIX, la propia crítica
del capitalismo comenzó a moverse en el terreno del «trabajo
abstracto», convertido mientras tanto en un objeto firme a fuerza
de la intensa educación e interiorización, y de las categorías
formales del moderno sistema productor de mercancías (forma del
valor, forma del sujeto, economía industrial, forma general del
dinero, mercado, estado, nación, democracia, política).
La filosofía de la llamada Ilustración, que había
suministrado la legitimación ideológica fundamental a
la forma del sujeto burguesa, se convirtió también en
el fundamento positivo de la historia de las ideas de la izquierda.
La izquierda y los movimientos sociales empezaron a actuar en el «corset
de hierro» (Max Weber) de las categorías capitalistas como
sujetos burgueses. A esto se unió la adopción de la «disociación
sexual» (R. Scholz) de todos los momentos de la vida que no encajan
en la forma del valor, sin los cuales la relación del capital
ni siquiera podría existir. Las mujeres fueron transformadas
en las «mujeres de los escombros» de la reproducción
y de la historia capitalista; en la medida en que desde siempre estuvieron
también simultáneamente activas, por medio de una «socialización
doble» (R. Becker-Schmidt), en las formas predominantes del «trabajo
abstracto», en la política, etc., se mantuvieron como subalternas.
El carácter estructuralmente «masculino» del sujeto
competitivo burgués se reprodujo en la izquierda de la modernización.
En la misma medida en que la crítica del capitalismo adoptó,
de esta forma, el modo de ser general de la burguesía y la generalizada
forma del sujeto burguesa, se podría hablar del apego a una ontología
capitalista. La «crítica», en este caso, ya sólo
se refiere a las modalidades de la forma capitalista. Al mismo tiempo,
la izquierda tomó nota de determinados polos de la estructura
capitalista (la política frente a la economía, el sujeto
por oposición a la objetivación), sin adquirir conciencia
de la identidad de estos contrarios. No obstante, la izquierda se convirtió
sobre todo en el «motor» del «progreso» capitalista,
por oposición a las fuerzas recalcitrantes. Su papel fue esencial
en el contexto de la «modernización a posteriori».
En Occidente, el movimiento obrero combatía, sobre la base de
categorías capitalistas ya desarrolladas, más allá
de las mejoras sociales, por un pleno reconocimiento de los trabajadores
asalariados como sujetos jurídicos burgueses (libertad de asociación,
derecho de voto, etc.). En el Este y en el Sur, los movimientos de liberación
socialistas y nacionales luchaban por su independencia y por su reconocimiento
como sujetos nacionales del mercado mundial, para que el «trabajo
abstracto» y las formas que lo acompañan tuvieran que ser
impuestas aún a las respectivas sociedades.
Lo único que estos últimos aprovecharon de la teoría
de Marx fueron los elementos compatibles con la subjetividad burguesa,
con la ideología ilustrada y con una acepción positivista
de la «economía política» (marxismo del movimiento
obrero), resumidos en lo que la fraseología democrática
tiene de más trivial. En este lote se encuadran también
la ontología positiva del «trabajo» y la llamada
lucha de clases que, según la propia expresión, no es
más que una forma de la competencia en el seno de las categorías
capitalistas (el capital y el trabajo como dos estados de agregación
de la valorización del valor).
De lado quedó toda la teoría de Marx que fuese más
allá de la ontología capitalista (en especial la crítica
del fetiche). Aunque el deseo emancipatorio de la izquierda y de los
movimientos sociales tuviesen sus «momentos de exuberancia»,
aquellos no lograron escapar a la fuerza gravitatoria de la forma del
sujeto burguesa, interiorizada a pesar de la inexistencia del concepto
correspondiente.
El fin del movimiento de la modernización
La reevaluación crítica aquí esbozada de la historia
de la modernización es necesaria para que podamos entender, en
contraste con ella, las condiciones de crisis contemporáneas
posteriores al cambio de épocas. En la tercera revolución
industrial de la microelectrónica, el desarrollo capitalista
alcanza sus límites históricos. La mano de obra se convierte
en superflua en una medida que ya no puede ser compensada. Con ello,
el propio capital va derritiendo la sustancia de su acumulación.
En Occidente, la racionalización microelectrónica conduce
a un desempleo masivo estructural e irreversible; los sistemas de seguridad
social y las respectivas infraestructuras se desmontan. Paralelamente
a este desarrollo, el capital se refugia en la acumulación aparente
de las burbujas financieras. En el Este y en Sur, economías nacionales
y regionales enteras entran en colapso, precisamente porque, ante la
falta de capacidad financiera, no pueden efectuar el «upgrade»
microelectrónico de su producción y, así, se deslizan
hacia una posición más acá de los padrones de productividad
y de rentabilidad del mercado mundial. En paralelo, se desarrolla una
economía de saqueo que se apodera de las ruinas de la reproducción
en decadencia.
Lo que se designa como globalización es el resultado de este
desarrollo. El proceso global de cierre de capacidades de producción
excedentarias y que dejaron de ser rentables crea zonas de miserabilización
y de barbarie de crisis, mientras la reproducción capitalista
se diluye en cadenas transnacionales de creación de riqueza.
La tradicional exportación de capitales es sustituida por el
outsourcing [literalmente, «búsqueda de recursos fuera»:
delegación de trabajos de una empresa a otra, cuando éstos
ya no son rentables para la primera] de funciones en el ámbito
de la economía industrial, comandado por el igualmente trasnacional
capital de las burbujas financieras. Los espacios funcionales y reguladores
de las economías nacionales son destruidos y, aun en los centros,
el estado renuncia a su papel tradicional como «capitalista colectivo
ideal». Lo que le queda, en el ámbito de la «desregulación»,
es ir sacrificando paso a paso sus competencias regulativas y proseguir
su mutación funcional en dirección a la represiva y exclusiva
administración de la crisis. El principio territorial de la soberanía
entró en erosión porque se volvió obsoleto considerar
a las poblaciones en su conjunto como «mano de obra colectiva».
Cada vez son mayores las partes de las funciones internas de la soberanía,
sin exceptuar al aparato de violencia, que son «privatizadas»
o asumidas por bandas de malhechores, señores de la guerra, príncipes
del terror, etc.
De un lado, por esta vía todo «desarrollo nacional»
se ha convertido en una broma de mal gusto. La lógica de los
«movimientos de liberación nacional» de la periferia
pierde cualquier perspectiva de éxito. También la «lucha
de clases» en el terreno de la ontología capitalista se
ha vuelto obsoleta, en paralelo con la decadencia del «trabajo
abstracto». La subjetividad jurídica burguesa del trabajo
asalariado pierde su sustancia. La relación de disociación
sexual que la acompaña da lugar a un posmoderno «embrutecimiento
del patriarcado» (R. Scholz), en cuyo ámbito todo el peso
de la crisis es descargado sobre las mujeres y, en especial, sobre las
que habitan las zonas de miserabilización y los segmentos más
pobres de las sociedades, en tanto que una violencia masculina sin norte
se va hinchando hasta el terror practicado por adolescentes.
Por otro lado, el mismo desarrollo hace como que la competencia imperial
en torno de la división territorial del mundo quedase sin efecto.
El lugar de las viejas potencias nacionales expansionistas es ocupado
por un imperialismo securitario y exclusionista colectivamente democrático
y liderado por la última potencia mundial, EE.UU., que actúa
como potencia protectora del imperativo global de la valorización.
La finalidad consiste en mantener el mundo sujeto a toda costa al control
de las categorías capitalistas, aunque éstas hayan perdido
su capacidad de reproducción.
Las guerras de ordenamiento mundial organizadas hasta la fecha, desde
la caída de la Unión Soviética, contra Irak y lo
que queda de Yugoslavia, los mega-atentados terroristas del 11 de septiembre,
la campaña militar en Afganistán y las masivas «guerras
de desestatización» llevadas a cabo en vastas partes del
mundo demuestran que el imperialismo securitario global ya sólo
puede alcanzar victorias a lo Pirro, teniendo que fracasar en última
instancia, puesto que es él mismo el que acaba por reproducir,
una y otra vez, los fantasmas de la crisis de su propio sistema. Al
mismo tiempo, con la finalización de la coyuntura de las burbujas
financieras de los años 90, existe la amenaza de una depresión
mundial inducida por la hiperendeudada economía central de los
EE.UU., que arrastraría detrás de sí a todo Occidente
y, simultáneamente, llevaría al final de la capacidad
de financiación de la máquina militar apoyada en la alta
tecnología.
Hasta qué punto la situación se encuentra madura se puede
deducir del hecho de que, en el seno del imperialismo global democrático,
se han hecho evidentes ciertas contradicciones legitimadoras e incluso
reacciones de pánico, como sucedió durante los largos
prolegómenos de las más reciente campaña contra
Irak. La última potencia mundial, sin ninguna competencia a nivel
militar, está dispuesta a optar por la fuga hacia adelante en
compañía de algunos vasallos, a fin de instaurar un régimen
militar global inmediato que arroje por la borda los fundamentos de
legitimación del mundo capitalista establecidos después
de 1945 por los propios EE.UU. (ONU, derecho internacional, etc.) La
«vieja Europa» de los Schröeder, Chirac y otros insiste
en esa misma legitimación, sobre todo por falta de medios de
poder y control propios y, en consecuencia, por miedo a perder el control
sobre los desarrollos futuros. Sin embargo, la dinámica de la
crisis mundial, incluyendo los procesos de barbarización, ya
no puede ser detenida en el marco del sistema vigente. El hecho de que
la actuación de la administración Bush se caracterice,
en gran medida, por rasgos irracionales se inserta plenamente en esa
misma dinámica. La negación de la «soberanía»
es una parte lógica de este cuadro clínico, y vuelve caducas,
como un todo, las relaciones contractuales burguesas.
La crisis del capitalismo como crisis de la izquierda
La crítica convencional al capitalismo se ve paralizada por
este desarrollo, toda vez que no logra liberarse de su apego a las formas
del moderno sistema productor de mercancías. Si el marxismo del
movimiento obrero, en la historia del ascenso del sistema, había
justificado aún su pretensión de un control y de una regulación
políticos, junto a una «economía política»
simplificada abusivamente por un abordaje positivista y a análisis
desarrollistas del movimiento histórico de acumulación
basados en la misma, todo este complejo, sin embargo, fue arrumbado
en el depósito de los hierros viejos como «economicista».
El terror de las categorías ha quedado reducido, en el seno del
discurso de la izquierda, a un ruido de fondo irreflexivo. Lo que queda
de la izquierda se revela complacientemente, en su ignorancia, como
el estiércol restante de la burguesa forma del sujeto, reducida
al apoliticismo, al culturalismo y a la «crítica ideológica»
desprovista de cualquier fundamento en términos de crítica
de la forma y de análisis real. En esta deplorable condición,
ya no es capaz de explicar las nuevas guerras de ordenamiento mundial.
Observado desde un punto de vista superficial, el resultado consiste
en una polarización irreductible entre una amplia corriente de
antiimperialistas tradicionales, por un lado, y una minoría sectaria
de belicistas pro-occidentales, por otro. Ambas proceden a una retroproyección
anacrónica de los fenómenos de la crisis actual sobre
la época de las guerras mundiales, aunque unos prefieren el modelo
de la primera y los otros el de la segunda guerra mundial. Ambos escamotean
la existencia de una crisis y de un límite de la reproducción
del capitalismo mundial, sin hacer el más mínimo esfuerzo
por ofrecer una justificación teórica. Unos simpatizan
con un feminismo «nacionalista» de sangre y tierra; otros,
por falta de reflexión sobre el vínculo entre la forma
del valor y la lógica de la disociación, reducen la relación
entre los sexos a un problema secundario de orden empírico-sociológico.
Unos critican la globalización dentro de moldes reaccionarios
porque, en su opinión, ésta subyuga a las «naciones»
y a las respectivas «culturas»; los otros posan, en gran
medida, como «escamoteadores de la globalización»,
al suponer, a contracorriente de los hechos, que el mundo después
del fin de la guerra fría habría regresado a la competencia
de potencias nacional-imperialistas en torno de la redistribución
territorial. Más allá de la cuestión actual de
la guerra, las diferencias y las semejanzas demuestran que esta izquierda
está condenada a rumiar hasta la extenuación las contradicciones
del sujeto burgués en los límites del capitalismo dentro
de los corsets de su propio horizonte intelectual clausurado.
Ambos invocan con la misma ingenuidad acrítica los tópicos
esenciales relacionados con el hecho de que la ontología y la
metafísica real capitalistas se encontraron fundamentados en
la filosofía ilustrada. Los antiimperialistas retornados a un
ordinario leninismo de taberna alucinan con el regreso de una asociación
entre la lucha de clases obrera y la «liberación nacional».
Tal como en su tiempo el régimen de desarrollo nacional de Vietnam
se dedico con toda candidez a copiar la Constitución de los EE.UU.,
y la burocracia de la RDA se hartó de remover el «legado»
de la Ilustración prusiana, éstos pretenden, en su loca
compulsión repetitiva, enarbolar los podridos ideales burgueses
desde la perspectiva clasista y tercermundista contra el fantasma de
las burguesías occidentales nacional-imperialistas.
Los antiimperialistas regresivos confieren un relieve inesperado al
hecho, nunca aclarado de forma crítica, de que ya la ideología
de la «modernización a posteriori» de inspiración
marxista entroncaba bien, y de ellas estaban llenas a más no
poder, con legitimaciones «nacionalistas» y del kitsch etno-cultural,
tal como, incluso en las versiones originales del siglo XVIII, la anti-Ilustración
fue un producto de la propia Ilustración y un momento de la autocontradicción
burguesa. El racismo y el antisemitismo declarados del iluminista-mayor
Kant y de la mayoría de sus primos intelectuales del Occidente
europeo tenían sus orígenes en el campo de inmanencia
lógica del sujeto ilustrado. Tanto más nítida es
la degradación nacionalista y antisemita de todos los proyectos
residuales de un «desarrollo nacional» pregonados en las
condiciones de su improcedencia histórica y secundados por una
asistencia seudo-leninista, cuanto menos se les han sobrepuesto de cualquier
manera, como hierbas dañinas, ideologías pos-religiosas
de locura y asesinato a título de una continuación de
la competencia por otros medios.
No es menor el desvarío de los belicistas tanto hard como softcore
que ahora paradójicamente retroproyectan la misma promesa profundamente
errada de los ideales iluministas del capitalismo sobre el imperialismo
occidental de crisis y securitario. Después que el «desarrollo
a posteriori» hubiera sucumbido irremediablemente en el choque
con el mercado mundial, es precisamente la máquina militar de
la última potencia mundial capitalista la que se supone traerá
la liberación de los sufrimientos de los regímenes que
administran tras su caída.
La frase hecha del democratismo primario está en alza, como
si la democracia no fuese un espectáculo poblado por sujetos
del mercado y del dinero y como si las occidentales condiciones de zona
peatonal (aun las que ya se encuentran en erosión) pudiesen reenviarse,
independientemente de la correspondiente capacidad de resistir al mercado
mundial, a través de bombardeos de alta tecnología como
si se tratase e-mails. Cualquier joven de las luchas antifascistas recién
convertido a las virtudes del prooccidentalismo y del eurocentrrismo,
y que todavía ayer ignoraba lo que sería el contexto formal
de una sociedad, se consume las neuronas preocupado por la cuestión
de si, en Irak, las «formas de relación burguesas»
podrían ser instauradas por la infantería de los EE.UU.
–como si Irak viviese tal vez en condiciones «preburguesas»,
como si la médula de la forma legal y, así, de la forma
de relación burguesa no fuese desde siempre la violencia pura
y dura, y como si Irak, o Afganistán, la ex Yugoslavia, etc.,
no fuesen ejemplos escolares de las «formas de relación
burguesas» en las condiciones de imposibilidad de la reproducción
capitalista.
¿Oportunismo de movimentos, insultos a movimentos, o
ruptura con la ontología capitalista?
El estado poco apetitoso de un radicalismo de izquierda que, de ambos
lados de la polarización inmanente, se desmiente a sí
mismo, no debería confundirse con los movimientos de masas en
gestación contra la guerra, la globalización capitalista
y el desmontaje del sistema social. Aunque éstos no son «inocentes»,
sino que, al igual que la conciencia general de la sociedad, están
impregnados por las interpretaciones de crisis de la ideología
burguesa, no se encuentran comprometidos con las mismas, ni se hallan
tan enredados en patrones anacrónicos como la izquierda residual.
El camino que será seguido por el verdadero movimiento se mantiene
abierto. En todo caso, las falsas alternativas del discurso retrógrado
de izquierda no tienen con qué contribuir a una orientación
emancipatoria.
El oportunismo del movimiento de los antiimperialistas tradicionales
ignora las corrientes de fondo de cariz «nacionalista» y
antisemita o incluso, en una actitud de una cierta degeneración
ideológica, él mismo las asimila como algo positivo. La
actitud inversa, que consiste en los insultos a los movimientos de parte
de los belicistas de izquierda, desacredita completamente la crítica
necesaria, por sus referencias procapitalistas y proimperiales. Las
mismas falsas alternativas que en la cuestión de la guerra amenazan
con reproducirse en la cuestión de la lucha contra el desmontaje
del sistema social, en la medida en que unos se comportan de una forma
oportunista o positiva frente a formulaciones «etno-políticas»
de la cuestión social, al tiempo que los otros denuncian cualquier
esbozo de un movimiento de cariz social como siendo sospechoso a priori
de antisemitismo.
En este contexto, es cierto que la disolución moral y teórica
del marxismo del movimiento obrero y del antiimperialismo en productos
de descomposición de la ideología ilustrada, enriquecidos
con elementos nacionalistas y antisemitas, constituye la tendencia principal.
Sin embargo, una tendencia contraria, crítica y emancipadora,
se encuentra bloqueada precisamente por el hecho de que los agitadores
pro-occidentales en favor de las «formas de relación burguesas»
se han atrincherado en gran parte de los desconcertados medios de izquierda,
y su volumen de voz, su presencia publicitaria y su turismo de congresos
evolucionan en proporción inversa a su sustancia teórica.
Tienen la caradurez de acusar a los movimientos de una «crítica
al capitalismo abusivamente simplificada», como si su propia apología
de la forma burguesa del sujeto y del capitalismo metropolitano de vacas
gordas en disolución acelerada no estuviese desde hace tiempo
por debajo de toda crítica. La izquierda radical perderá
su lucha contra las tendencias nacionalistas y antisemitas y regresivamente
nacional-keynesianistas dentro de los movimientos, si no despide de
su discurso a los operadores ideológicos de las baterías
antiaéreas del imperialismo de crisis y a los lobistas del complejo
humanitario e industrial apostados detrás de los frentes de batalla
de las guerras de ordenamiento mundial.
Un paradigma nuevo de la crítica radical, no obstante, sólo
podrá encontrarse cuando la izquierda logre saltar por encima
de su sombra histórica, a fin de liberarse de la ontología
y de la forma del sujeto capitalista. Sería necesaria una Anti-Modernidad
emancipatoria que, en su actual estado de obsolescencia, es tan esencialmente
inviable como los viejos movimientos del «trabajo abstracto»;
sin embargo, ésta, después del pasaje por la historia
de la modernización, podría destacarse por primera vez
por un enfoque que fuese más allá del sistema productor
de mercancías de la lógica de la valorización.
El «corset de hierro» de las categorías capitalistas
tiene que ser quebrado, y no en último lugar en lo que se refiere
a su lógica fundamental de una relación de disociación
sexual. La meta puede consistir únicamente en una sociedad autogestionaria
o de consejos más allá de toda masculinidad y feminidad,
más allá de las formas de la mercancía y del dinero,
más allá del mercado y del estado, más allá
de la política y de la economía. A fin de poder concretar
semejante determinación de metas, la crítica, desde ya,
tiene que contemporizarse con el desarrollo de la crisis del capitalismo,
o sea, tiene que volverse conscientemente, por su lado y de forma transnacional,
contra cualquier soberanía y «desarrollo nacional».
Será sólo en ese contexto que también el campo
de la inmanencia podrá recibir nuevamente una connotación
movilizadora, desde la anulación global de las deudas y la reforma
agraria, etc., hasta la resistencia consecuente contra las guerras de
ordenamiento mundial y la «lucha de la cultura social» contra
la concepción de mano de obra barata de las administraciones
de crisis.
Original alemán: «Unter aller kritik»
http://www.giga.or.at/others/krisis/r-kurz_unter-aller-kritik.html
en: www.krisis.org
Traducción alemán-portugués: Lumir Nahodil
http://planeta.clix.pt/obeco/
Traducción del portugués para Pimienta negra: Round Desk
Abril 2003
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