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La pulsión de
muerte de la competencia
Asesinos furiosos y suicidas como sujetos
de la crisis
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x Robert Kurz
Las masacres en escuelas de los Estados Unidos y Europa forman parte
de un fenómeno social posmoderno a escala planetaria que escenifica
la autoperdición del individuo.
Hace algunos años se volvió corriente en el mundo occidental
la expresión "masacre en las escuelas". Las escuelas,
antaño lugares de la educación más o menos autoritaria,
del erotismo púber y de las travesuras juveniles inofensivas, entran
cada vez más en el campo de visión de la esfera pública
como escenario de tragedias sangrientas. Ciertamente, relatos sobre furiosos
homicidas se conocen también en el pasado. Pero a los excesos sangrientos
actuales les corresponde una cualidad propia y nueva. Éstos no
se dejan encubrir por una niebla de generalidad antropológica.
Al contrario, se trata de productos específicos de nuestra sociedad
contemporánea.
La nueva cualidad de estos actos de furia asesina se puede constatar
en varios aspectos. Por ejemplo, no son acontecimientos muy distanciados
en el tiempo, como en épocas anteriores, sino que las masacres
tienen lugar, desde los años 90, en una secuencia cada vez más
compacta. También son nuevos otros dos aspectos. Un porcentaje
grande y desproporcionado de los autores corresponde a jóvenes,
una parte incluso a niños. Sólo un número muy pequeño
de esos homicidas furiosos padecen una perturbación mental en el
sentido clínico; por el contrario, la mayoría están
considerados, antes de su acto, "normales" y bien adaptados.
Cuando los medios comprueban ese hecho, siempre con aparente sorpresa,
admiten indirecta e involuntariamente que la "normalidad" de
la sociedad actual lleva consigo el potencial de los actos de furia asesina.
También llama la atención el carácter global y universal
de tal fenómeno. Comenzó en los EE.UU. En 1997, en la ciudad
de West Paducah (Kentucky) un adolescente de 14 años mató
a tiros, después de la oración matinal, a tres compañeros
de escuela, y otros cinco resultaron heridos. En 1998, en Jonesboro (Arkansas),
un niño de 11 años y otro de 13 abrieron fuego contra su
escuela, matando a cuatro niñas y a una profesora. Ese mismo año,
en Springsfield (Oregon), un joven de 17 años mató a tiros
en una "high school" a dos compañeros e hirió
a otros 20. Un año después, dos jóvenes de 17 y 18
años provocaron el célebre baño de sangre de Littleton
(Colorado): con armas de fuego y explosivos mataron en su escuela a 12
compañeros, un profesor y, en seguida, se quitaron la vida.
En Europa, esas masacres en escuelas fueron interpretadas desde el principio,
todavía en el contexto del tradicional antinorteamericanismo, como
una consecuencia del culto a las armas, del darwinismo social y de la
escasa educación social en los EE.UU. Pero son justamente los EE.UU.,
en todos los aspectos, el modelo para todo el mundo capitalista de la
globalización, como después se iría a mostrar. En
la pequeña ciudad canadiense de Taber, apenas una semana más
tarde del caso de Littleton, un adolescente de 14 años disparó
a su alrededor, matando a un compañero de escuela. Otras masacres
en escuelas fueron notificadas en los años 90 en Escocia, Japón
y en varios países africanos. En Alemania, en noviembre de 1999,
un estudiante secundario de 15 años mató a su profesora,
provisto de dos puñales; en marzo de 2000, un muchacho de 16 años
mató a balazos al director de la escuela y después intentó
suicidarse; en febrero de 2001, un joven de 22 años mató
con un revólver al jefe de su empresa y luego al director de su
ex escuela para finalmente él mismo volar por los aires al hacer
detonar un tubo de explosivos. El reciente acto de furia homicida de un
joven de 19 años en Erfurt, que, a fines de abril de 2002, durante
el examen de conclusión del secundario, asesinó con una
bomba a 16 personas (entre ellas, casi al cuerpo docente entero de su
escuela) y que de inmediato se disparó en la cabeza, fue solamente
la culminación, hasta ahora, de toda una serie.
Acontecimiento mediático
Naturalmente, el fenómeno de las matanzas en las escuelas no se
puede considerar de modo aislado. La bárbara "cultura del
acto de furia asesina" se volvió hace tiempo, en muchos países,
un acontecimiento mediático regular; los jóvenes tiradores
furiosos de las escuelas forman sólo un segmento de esta microexplosión
social. Los relatos de agencias sobre actos de furia homicida en todos
los continentes se pueden contabilizar mal todavía; a causa de
su frecuencia relativa, sólo son aceptados por los medios cuando
tienen un efecto propiamente espectacular. De tal modo, aquel sueco de
aspecto correcto que a finales de 2001 acribilló a balazos con
una pistola automática a medio parlamento cantonal y después
se quitó la vida, llegó a la celebridad mundial tanto como
aquel otro universitario francés, graduado y desempleado, que pocos
meses después abrió fuego con dos pistolas contra la Cámara
Municipal de la ciudad satélite parisina de Nanterre, matando a
ocho policías locales.
Si el acto de homicidas furiosos armados es más común que
las especiales matanzas en las escuelas, ambos fenómenos están
a su vez integrados en el contexto mayor de una cultura de la violencia
interna a la sociedad, que está hundiendo al mundo entero en el
curso de la globalización. Forman parte de esto las numerosas guerras
civiles, virtuales y manifiestas, la economía del pillaje en todos
los continentes, la criminalidad de masas armadas, reunidas en bandas
en los barrios pobres, en los guetos y en las chabolas; de manera general,
es la universal "continuación de la competencia por otros
medios". Por una parte, es una cultura de robo y de asesinato, cuya
violencia se dirige contra los otros; mientras tanto, los autores asumen
el "riesgo" de caer ellos mismos muertos. Pero simultáneamente
también aumenta la autoagresión inmediata, como demuestran
las tasas crecientes de suicidio entre los jóvenes en muchos países.
Al menos para la historia moderna, es una novedad que el suicidio no se
practique sólo por desesperación individual, sino también
de forma organizada y en masa. En países y culturas tan distantes
entre sí como EE.UU., Suiza, Alemania y Uganda, las llamadas "sectas
suicidas" despertaron varias veces la atención en los años
90, de manera macabra, por los actos de suicidio colectivo y ritualizado.
Según parece el acto homicida furioso constituye, en la reciente
cultura global de la violencia, el vínculo lógico de agresión
a los otros y de autoagresión, una especie de síntesis de
asesinato y suicidio escenificados. La mayoría de los asesinos
furiosos no sólo matan indiscriminadamente, sino que también
acaban con su propia vida de inmediato. Y las distintas formas de violencia
posmodernas empiezan a fundirse. El autor potencial de latrocinio es también
un suicida potencial; y el suicida potencial es también un asesino
furioso en potencia. A diferencia de los actos de homicidio furioso en
sociedades premodernas (la palabra "ámok"/* proviene
de la lengua malaya), no se trata de accesos espontáneos de furia
loca, sino de acciones larga y cuidadosamente planeadas. El sujeto burgués
está determinado todavía por el "autocontrol"
estratégico y por la disciplina funcional incluso cuando cae en
la locura homicida. Los asesinos furiosos son robots de la competencia
capitalista que quedaron fuera de control: sujetos de la crisis, desvelan
el concepto de sujeto moderno, ilustrado, en todas sus características.
Terrorismo suicida
Incluso un ciego en términos de teoría social tiene que
ver los paralelos con los terroristas del 11 de septiembre de 2001 y con
los terroristas suicidas de la Intifada palestina. Muchos ideólogos
occidentales pretendieron atribuir esos actos incondicionalmente, con
manifiesta apología, al "ámbito cultural ajeno"
del islam. En los medios se dijo de buen grado respecto a los terroristas
de Nueva York, formados durante años ininterrumpidos en Alemania
y en Estados Unidos, que, a pesar de la integración exterior, "no
llegaron a Occidente" desde el punto de vista psíquico y espiritual.
El fenómeno del terrorismo islámico, con sus atentados suicidas,
se debería al problema histórico de que no hubo en el islam
ninguna época de ilustración. La manifiesta afinidad interna
entre los jóvenes asesinos furiosos occidentales y los jóvenes
terroristas suicidas islámicos demuestra exactamente lo contrario.
Ambos fenómenos pertenecen al contexto de la globalización
capitalista; son el resultado "posmoderno" último de
la propia ilustración burguesa. Precisamente porque "llegaron"
a Occidente en todos los aspectos, los jóvenes estudiantes árabes
se desarrollaron convirtiéndose en terroristas. En verdad, a comienzos
del siglo XXI, Occidente (léase: el carácter inmediato del
mercado mundial y de su subjetividad totalitaria centrada en la competencia)
se halla en medio de una gran transformación y bajo condiciones
específicas. Pero la diferencia de las condiciones tiene que ver
más con la distinta fuerza del capital que con la diversidad de
las culturas. La socialización capitalista no es hoy secundaria
en ningún continente, sino primaria; y lo que fue hipostasiado
por los ideólogos posmodernos como "diferencia cultural",
forma más bien parte de una delgada superficie.
El diario de uno de los dos homicidas furiosos de Littleton fue guardado
bajo siete llaves por las autoridades norteamericanas, no sin razón.
Por indiscreción de un funcionario, se sabe que el joven criminal
había anotado lo siguiente, entre otras fantasías de violencia:
"¿Por qué no robar en algún momento un avión
y hacerlo caer sobre Nueva York?" ¡Qué embarazoso! Lo
que se presentó como una atrocidad particularmente pérfida
de la cultura ajena, ya antes había tomado forma en la cabeza de
un producto salido enteramente de la fábrica de la "freedom
and democracy". Hace algún tiempo la esfera pública
oficial destacó también la información de que, pocas
semanas después del 11 de septiembre en los EE.UU., un adolescente
de 15 años se había lanzado sobre un edificio en un pequeño
avión. Con toda seriedad, los medios norteamericanos afirmaron
que el muchacho había ingerido una dosis excesiva de ciertos preparados
contra el acné y que, por eso, padeció una perturbación
mental pasajera. Esa explicación es un digno producto de la filosofía
de la ilustración en su estadio último positivista.
En realidad, la "sed de muerte" representa un fenómeno
social mundial posmoderno que no está ligado a ningún lugar
social o cultural particular. Este impulso no puede ser disfrazado, tomándose
como la suma de meros fenómenos aislados y fortuitos. Pues evoca
aquello que realmente practican los millones que circulan con los mismos
patrones intelectuales y emocionales insolubles y juegan con las mismas
ideas mórbidas. Sólo en apariencia se diferencian los terroristas
islámicos de los asesinos furiosos occidentales individuales, al
reivindicar motivos políticos y religiosos organizados. Ambos están
alejados por igual de un "idealismo" clásico que podría
justificar el sacrificio de sí mismo con objetivos sociales reales.
Respecto de las nuevas y numerosas guerras civiles y del vandalismo en
los centros occidentales, el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger
constató que ahí "ya no se trata de nada". Para
entenderlo, es preciso invertir la frase: ¿qué es esa nada
de que se trata? Es el vacío total del dinero elevado a fin en
sí mismo, que ahora domina definitivamente la existencia como dios
secularizado de la modernidad. Ese dios reificado no tiene en sí
ningún contenido sensible o social. Ninguna de las cosas y carencias
son reconocidas en su cualidad propia, sino que, antes bien, ésta
les es extraída para "economizarlas", o sea, para transformarlas
en mera "gelatina" (Marx) de la valorización y, de este
modo, en material indiferente ("gleich-gültig").
Autoperdición
Es un engaño creer que el eje de esa competencia universal sería
la autoafirmación de los individuos. Muy por el contrario, es la
pulsión de muerte de la subjetividad capitalista la que ve la luz
como última consecuencia. Cuanto más la competencia abandona
a los individuos al vacío metafísico real del capital, tanto
más fácilmente la competencia se desliza hacia una situación
que apunta más allá del mero "riesgo" o "interés":
la indiferencia hacia todos los otros se revierte en la indiferencia hacia
el propio yo. Abordajes sobre esa nueva cualidad de frialdad social como
"frialdad en relación a sí mismo" se hicieron
ya en los inicios de la crisis de la primera mitad del siglo XX. La filósofa
Hannah Arendt habló en ese sentido de una cultura de la "autoperdición",
de una "pérdida de sí mismo" de los individuos
desarraigados y de una "debilitación del instinto de autoconservación"
a causa del "sentimiento de que nada depende de uno mismo, de que
el propio yo puede ser sustituido por otro en cualquier momento y en cualquier
lugar".
Aquella cultura de la autoperdición y del auto-olvido que Hannah
Arendt refería aún exclusivamente a los regímenes
políticos totalitarios de la época se reencuentra hoy, de
forma mucho más pura, en el totalitarismo económico del
capital globalizado. Lo que en el pasado era estado de sitio, se vuelve
estado normal y permanente: el propio cotidiano "civil" se convierte
en la autoperdición total de los hombres. Ese estado no concierne
solamente a los pobres y a los empobrecidos sino a todos, porque llegó
a ser el estado predominante de la sociedad mundial. Esto vale particularmente
para los niños y adolescentes, que ya no tienen ningún criterio
de comparación y ningún criterio de crítica posible.
Es una pérdida de sí idéntica y una pérdida
de la capacidad de juzgar en vista del imperativo económico avasallador
que caracteriza tanto a las bandas de gamberros, los saqueadores y los
criminales como a los autoexplotadores de la "new economy" o
a los trabajadores de traje del "investment banking".
Lo que Hannah Arendt dice sobre los presupuestos del totalitarismo político
es hoy la principal tarea oficial de la escuela, a saber: "Arrancar
de las manos el interés en sí mismo", para transformar
a los niños en máquinas productivas abstractas; más
precisamente, en "empresarios de sí mismos", por tanto
sin ninguna garantía. Estos niños aprenden que deben sacrificarse
en el altar de la valorización y experimentar todavía "placer"
en ello. Los alumnos de primaria son atiborrados ya con psicofármacos
para que puedan competir en el "ganas o pierdes". El resultado
es una psiquis perturbada de pura insociabilidad, para la cual la autoafirmación
y la autodestrucción se vuelven idénticas. Es el asesino
furioso que necesariamente ve la luz detrás del "automanager"
de la posmodernidad. Y la democracia de la economía de mercado
llora lágrimas de cocodrilo por sus niños perdidos, a los
que ella misma educa sistemáticamente para ser monstruos autistas.
Mayo de 2002
Nota
* En alemán, amokläufe, y en portugués, amoque o amouco,
remiten a una perturbación psíquica que se caracteriza por
un período de depresión seguido por tentativas violentas
de matar a personas. Derivan del malayo ámok ("hombre furioso").
El alemán, amokläufer designa a la persona víctima
de esta perturbación. En castellano, no existen palabras equivalentes.
Título original en alemán: "Der Todestrieb der
Konkurrenz" (www.krisis.org). Tomado de la edición en portugués
de Krisis (http://planeta.clix.pt/obeco). Traducción del alemán
al portugués: Luiz Repa. Traducción del portugués
al español: R. D.
Pimienta Negra
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