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x Carlos Montemayor
Lo más significativo de la alianza inicial que para invadir Afganistán
consiguió el presidente George W. Bush, por intermediación
del primer ministro británico, en Europa y en países centroasiáticos
fue el avance militar de Estados Unidos en Asia central, en las repúblicas
que pertenecían a la órbita de la ex Unión Soviética.
Esto no es resultado de la culpabilidad de Al Qaeda ni de Osama Bin Laden
en los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, sino de la decisión
política de plantear al mundo una guerra nueva, diferente, que
bajo el concepto de lucha contra el terrorismo pasara a definir espacios,
países, gobiernos, dirigentes y movimientos sociales que tendrían
derecho a existir o merecerían la guerra de la potencia del momento.
Este reajuste político y militar tampoco constituye una propuesta
de solución ni de mejoramiento de las condiciones sociales de los
pueblos que habitan las zonas designadas como ejes del mal, sino solamente
una recomposición militar de acuerdo con los intereses del gobierno
de Bush.
El terrorismo se ha convertido hoy, por definición de Estado y
de ejército, en un difuso poder internacional que contiene algunos
rasgos del antiguo y favorito enemigo estadunidense: el comunismo internacional.
Como el viejo comunismo, el terrorismo es definido también como
fuerza del mal ubicua y capaz de actuar en cualquier momento y lugar contra
la integridad occidental y la democracia. Es decir, después del
11 de septiembre, Estados Unidos logró crear por fin el sucedáneo
de su anterior enemigo, aunque lo encontró en sus anteriores aliados
en la lucha contra el comunismo (como ocurre en las mejores familias de
la mafia).
En esta lucha, el gobierno del presidente Bush logró construir
también un instrumento más poderoso que el del viejo Mc
Carthy de los 50: ya no un macartismo dentro de Estados Unidos,sino un
macartismo internacional. Con esto se propone cerrar toda posibilidad
de comprensión de ciertos procesos sociales complejos en diversas
zonas del mundo. La resistencia guerrillera en cualquier continente puede
ser descalificada ahora como terrorismo y desconocer de cuajo la responsabilidad
social de gobiernos corruptos y dictatoriales. Las invasiones futuras,
militares o económicas en los mundos asiático, africano
o latinoamericano serán, como en los mejores tiempos de la guerra
fría, una lucha contra el enemigo "terrorista" y en favor
de la libertad y la democracia. Como en la guerra fría, sí,
pero ahora con un solo protagonista que define condiciones e inventa la
filiación del enemigo. Estos son beneficios inmediatos de los ataques
del 11 de septiembre.
En este contexto, la resistencia palestina ante el avance de la ocupación
y represión militar del régimen de Ariel Sharon adquiere
importante significado. Primero, porque la ocupación israelí
de todos los territorios palestinos no se reconoce como un acto de ocupación,
represión ni sometimiento de pueblos empobrecidos, sino como una
lucha contra el enemigo "terrorista". Segundo, como ha explicado
Noam Chomsky en su ensayo Las perspectivas del proceso de paz, y como
lo ha comentado en Israel Michael Warshawski, porque el proyecto de expansión
y de ocupación de territorios de Gaza y Cisjordania, que avanza
y quiere concretarse en estos días, arranca desde 1967, toma forma
definida en 1971 y se consolida con la guerra de 1973. Desde entonces
Estados Unidos apoya incondicionalmente a Israel. También a la
familia real de Arabia Saudita, sí. Pero muy pronto, al final de
aquella década de los 70, respaldaría también a los
mujaidines de Afganistán y Paquistán. En otras palabras,
Estados Unidos es un viejo conocido en los conflictos armados y de ocupación
en el Cercano Oriente y en el centro asiático. Ambos han sido los
caminos que estuvo analizando para tener acceso seguro al control de vastos
territorios habitados por musulmanes. El apoyo incondicional a las políticas
israelíes de ocupación no es inesperado en este contexto.
Por otra parte, antes de su ascenso al poder, Ariel Sharon contaba ya
con un plan de ocupación violenta de Palestina, preparado por el
general Meir Dagan, y por ello conocido como Plan Dagan. Este proyecto
preveía, desde el inicio de 2001, desacreditar y aislar progresivamente
a Yasser Arafat tanto en territorios palestinos como a escala internacional,
a fin de facilitar dos objetivos esenciales: reprimir la intifada y negociar
la paz por separado con líderes locales palestinos, cuyos territorios
se organizarían como cantones al estilo de los "bantustanes"
del apartheid de Sudáfrica. Lo que estamos viendo ahora en Gaza
y Cisjordania es el avance de una guerra prevista y meditada durante largos
años.
El gobierno de Ariel Sharon cuenta en este momento con el apoyo incondicional
de Estados Unidos en términos militares, económicos y políticos,
porque la apropiación israelí de Gaza y Cisjordania y la
consolidación de esa expansión territorial y militar sirven
a Washington, de manera particular, para definir una nueva correlación
de posiciones militares en Oriente. El reciente posicionamiento de Estados
Unidos en Asia central y el control de los hidrocarburos de Afganistán
están modificando la correlación de fuerzas en aquellas
zonas. Estados Unidos tiene ahora una capacidad de influencia militar
y económica enorme en el centro de Asia. Pero esa fuerza será
mayor con la expansión militar de Israel. Es decir, no son dos
guerras, sino una misma. En Asia central una fase la conducen Estados
Unidos, sus aliados y la Unocal. La otra fase de la guerra estadunidense
en Medio Oriente la está llevando a cabo Israel. En los dos casos,
el discurso es el mismo: luchan contra el "terrorismo". En el
fondo, las tenazas comienzan a cerrarse alrededor de los inmensos territorios
islámicos que en una orilla tienen a Jordania y a Siria, y en la
otra a Irán. Un ataque decisivo a Irak bastaría para modificar
irreversiblemente el mundo árabe.
El mundo (no solamente el musulmán) está, pues, sitiado.
Los atentados del 11 de septiembre resultaron estupendos para poner al
mundo entero bajo sospecha. El nuevo macartismo y el nuevo enemigo ubicuo
y antidemocrático son utilísimos para el país que
se propone ser, durante mucho tiempo, el poder hegemónico. Tenemos
la mala suerte de ser testigos del nuevo imperio que no quiere oír
ni ver la realidad de los pueblos, que sólo esgrime su poder y
su discurso tras los tanques de guerra y los bombardeos.
La Jornada
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