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No te hagas el pescado, no mires al costado
Ahora todos hablan del peso devaluado y las cuentas por pagar, pero no hace
mucho, un par de semanas nomás, esto pasó. Policías tirando
a mansalva, inocentes muertos, heridos graves, impunidad represiva. Este informe
especial pretende repasar aquellos hechos y volver a denunciar, porque hace
falta, la brutalidad ejercida desde el poder. Esto ya se escuchó en la
Argentina y es necesario de repetir, aquí y ahora: ni olvido ni perdón.
De eso se trata.
PRODUCCION Y TEXTOS: PABLO PLOTKIN Y MARIANA ENRIQUEZ (NO)
Los asesinatos del jueves 20 de diciembre le pusieron más espanto a un año en que la policía argentina mató como nunca desde el último regreso de la democracia. Entre enero y agosto de 2001 se registraron sesenta homicidios en manos de miembros de fuerzas de seguridad (eso sin contar las cifras insondables de las provincias-bonzo Corrientes y Santa Fe): más del doble que en años anteriores. La represión dispuesta por el gobierno en retirada de Fernando De la Rúa derivó en otros 26 asesinatos, siete de los cuales ocurrieron en los alrededores de Plaza de Mayo, cuando la Federal decidió convertir el centro porteño en su Far West privado, persiguiendo manifestantes, lanzando gases con fervor casi pirotécnico y disparando goma y plomo a una multitud desarmada. Todo en el año de la odisea espacial. El año al que se soñaba lleno de robots sensibles, vacunas contra el sida y patinetas voladoras, terminó con gatillo fácil y picana eléctrica. Nada nuevo. Nada bueno.
TRES TIROS
Esa es la del milagro, comenta Verónica, maestra de Villa Adelina y novia de Marcelo Dorado, el pibe que se levanta el lóbulo derecho y exhibe la marca de una bala 12 milímetros que le rozó el cráneo y le dejó una pequeña aureola rojiza detrás de la oreja. Si bien es difícil hablar de milagros cuando se es víctima de una perdigonada de plomo, la sala de internación del hospital Ramos Mejía es, para él, el escenario de una increíble supervivencia. El 20 de diciembre pasado, este lugar parecía el pabellón de heridos de una zona de guerra. Las víctimas de la brutalidad policial llegaban por decenas y Marcelo era uno de los que peor la habían pasado. Dos semanas más tarde, saliendo de la anestesia de la segunda intervención por neumotórax (acumulación de aire y líquidos entre la pleura y el pulmón), Dorado hace sonar bajito un casete de Santana en su grabador portátil y repasa aquel día de furia.
Baterista y futbolero de 28 años, Marcelo trabaja para una empresa de cerramientos de aluminio. Esa mañana, junto a su compañero y amigo Cristian Barreiro, se dedicaban a desarmar una oficina en la calle Alsina para trasladar el equipamiento a un departamento de enfrente. Después del almuerzo, el centro de Buenos Aires ardía y ellos decidieron completar la mudanza al día siguiente. Caminaron hasta un teléfono público en Bernardo de Irigoyen y se reportaron con su jefe. Entonces vieron venir, desde Avenida de Mayo, un alud de manifestantes. Horacio, corto porque se pudrió todo, recuerda haber dicho Marcelo. Corrieron ellos también, perseguidos por los gases y las balas. Los azules tiraban con una saña demencial, la gente contraatacaba con piedras y él se vio envuelto -primero por accidente, luego por repulsión en esa especie de batalla desigual, que ocupaba la 9 de Julio. Era como un imán, susurra Marcelo. Sabías que corrías peligro, pero también sabías que tenías que estar ahí.
Luego de cuatro corridas, Marcelo consideró que era hora de volver a casa. Pero para viajar a San Martín primero tenía que llegar a Retiro. Haciendo base en Avenida de Mayo, la policía franqueaba el paso al norte. En su sexto intento, cruzó la avenida y avizoró el cordón policial, sesenta metros adentro. De pronto los uniformados descargaron sus itakas contra los manifestantes. Marcelo sintió los impactos, cayó al piso y volvió a levantarse por puro reflejo. ¡Barreiroooooo!, le gritó a su amigo. Sangraba. Barreiro flasheó, pidió ayuda a tres o cuatro personas y juntos lo cargaron hasta el pasto que crece entre Irigoyen y la 9 de Julio. Los dos compañeros y otro herido subieron a un taxi hasta el Ramos Mejía. A Marcelo le faltaba el aire y se le habían acalambrado los brazos, pero creyó que las heridas eran de balas de goma. Menos mal, dice Verónica. Si no, se hubiera muerto del susto. Hasta ver el gesto grave de los médicos del hospital, no sospechó que era una 12 mm lo que se le había metido en el pecho, rozado el pulmón y alojado en la espalda, a un centímetro de la piel. También tiene una bala en un muslo, y le preocupa saber en qué momento podrá volver a jugar al fútbol. El disparo en el pecho le impedirá tocar por un tiempo (es baterista de tres grupos: Hare Cristian, Matías Arbizone y el proyecto solista de Mariela Cintalo), pero espera recuperarse pronto de la operación a la que será sometido hoy. Y aunque el rastro de bala detrás de la oreja resulta estremecedor, no es momento de susceptibilidades. Yo sólo quería sobrevivir. Nada más, musita. Y ahora quiero que los asesinos vayan presos.
SALIR A MATAR
En la mañana del 20 de diciembre, al amanecer del cacerolazo que volteó a Cavallo, Enrique Mathov, ex secretario de Seguridad de la ciudad de Buenos Aires, le ordenó al jefe de la Federal, Rubén Santos: Despeje la Plaza de Mayo. No quiero ningún ataque contra la Casa Rosada. La orden había bajado de Ramón Mestre, ex ministro del Interior. Luego de la masacre, la jueza María Romilda Servini de Cubría le pidió explicaciones a Santos: ¿cómo es que había muertos en la 9 de Julio si sólo debían despejar Plaza de Mayo? El tipo dio una de las respuestas más desvergonzadas de la historia reciente: Nuestros efectivos no dispararon. Los que tenían armas eran los manifestantes. En una investigación que revela la articulación caótica de la represión, el periodista de Página/12 Raúl Kollmann escribió: Cada policía se dedicó a su propia batalla contra alguno que lo insultaba o le tiró una piedra y usando las armas de guerra del Estado. No hubo mando unificado, hubo venganza, reconoció un alto miembro de una fuerza de seguridad. Gracias a una denuncia de los abogados Daniel Stragá y Martín Alderete, Servini de Cubría les prohibió la salida del país a De la Rúa, Mestre, Mathov y Santos, por homicidio simple.
Fueron verdaderos fusilamientos. Las balas daban en las partes vitales del cuerpo. No tiraban al montón, le dijo al No Sergio Smietniansky, abogado de Correpi (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional) y amigo de Carlos Almirón, alias Petete, uno de los caídos. Petete tenía 23 años, cursaba el CBC de Sociología en Avellaneda, militaba en el Movimiento de Desocupados 29 de Mayo de Lanús y colaboraba con la Correpi. Lo balearon en el pecho en la esquina de Bernardo de Irigoyen e Hipólito Yrigoyen, y murió en el hospital Argerich. Alguien dijo verlo sangrar en la comisaría 7ª. Un chico de la zona sur que fue testigo corroboró que a Carlos lo mató personal uniformado de la Federal, de un itakazo en el pecho, con esas balas 12 mm que están apareciendo ahora, precisa Smietniansky desde La Lucila del Mar, en donde pasa dos semanas elaborando el duelo. Petete vivía con la abuela, trabajaba con el viejo colocando membranas, escuchaba Hermética (aunque sus amigos lo bardeaban porque nunca llegó a verlos en vivo) y era hincha de Independiente y de Talleres de Remedios de Escalada. Iba a las marchas por el crimen de Walter Bulacio, activó en el pedido de justicia por la masacre de Budge y en la campaña de búsqueda de policías prófugos. A su entierro le precedió una peregrinación masiva de setenta kilómetros, desde su casa hasta el cementerio de Lanús. Fuimos asimilando lo que pasó con el correr de las horas. Tengo 29 años, la dictadura no la viví, nunca había vivido un hecho represivo como ése, asegura Sergio. Son unos hijos de puta.
En la misma esquina, también de un tiro en el pecho, fue asesinado Diego Lamagna. Era un biker de 26 años, no activaba en política, vivía en Sarandí junto a su madre. Llegó a estar muy poco tiempo en la manifestación. Una chica vio la escena desde su balcón y reveló que el disparo provino de un Palio blanco.
LA CONTRACABALLERIA
Los motoqueros, el gremio emblema de la lucha callejera de las últimas semanas, eran unos sesenta entre los miles de manifestantes que ocupaban la esquina de 9 de Julio y Avenida de Mayo a las tres y media de la tarde del jueves 20. En un avance masivo hacia la plaza, la policía respondió con una de las represiones más feroces del día. Mariano Robles, integrante de HIJOS y Simeca (Sindicato Independiente de Mensajeros y Cadetes), recuerda el humo, las detonaciones y una dispersión general. Lo que pasa es que tardamos en caer que nos estaban tirando con balas de verdad. Uno pensaba que los chicos que caían era por las balas de goma, que se iban a levantar. Pero no se levantaban. Uno de ellos, abatido en la esquina de Irigoyen y Tacuarí, era Gastón Riva, motoquero de 30 años que salía de su casa todos los días a bordo de una Honda CG 125 para trabajar desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde. De noche repartía pizza. Vivía con María, su mujer, y sus tres chicos: Camila, de 8 años, Agustina, de 3, y Matías, de 2. Francisco Yofre, presidente de un Centro de Estudiantes de la UBA, lo vio caer entre gases, perdigones y balas. Lo auxilió Julio Urien, un empresario que intentó subirlo a un auto, pero entonces apareció una ambulancia del SAME que lo llevó al hospital Argerich, donde murió.
Por televisión, María vio cuando auxiliaban a su marido, reconoció esa ropa, pero en medio del tumulto no podía estar segura de que fuera él. Entonces empezó una espera que se hizo desesperante a las siete. Se comunicó con la pizzería y le dijeron que Gastón no había aparecido. Hizo muchísimas llamadas, pero nadie supo orientarla ni darle información. Horas más tarde, de noche, un compañero le dijo la verdad. María ahora está acompañada por su mamá y la familia de su marido, que es de Ramallo. No puedo mirar televisión porque me impresiona mucho. Si la prendo dos minutos, siempre hay algo que me recuerda a lo que le pasó a Gastón, cuenta ella, que todavía no pudo encontrar la Honda CG 125. A él lo enterraron con una bandera argentina y otra de Boca, el club de sus amores.
Una de las dos víctimas no identificadas de la masacre del 20 también era motoquero. Cuando cae, se le ve el handy y el bolso de trabajo, dice Robles. Es un motoquero. Lo que pasa es que no lo reclamó la familia, no identificaron sus huellas. Muy raro. Rarísimo. Mariano cree que, en buena medida, el protagonismo motoquero en esta lucha se debe al hecho de haber sufrido dos caídas. Medio que nos arrastraron a ese lugar, porque nosotros íbamos como un grupo más. De repente nos cagan a tiros, nos matan a dos pibes, todo se volvió una furia... pero nuestro papel de mártires es culpa de la policía. Después se convirtió en una cuestión de amor propio, de solidaridad con los pibes. Algo más sentimental que político. Eramos la contracaballería, la caballería alternativa.
Gustavo Daniel Benedetto tenía 23 años, vivía en La Tablada y era repositor del supermercado Dia% de Villa Madero, uno de los tantos saqueados esa semana. Las imágenes de la represión lo empujaron a viajar hasta Plaza de Mayo. Lo mataron apenas llegó, a las puertas de la sucursal que el banco HSBC tiene en Avenida de Mayo 630, en la esquina de Chacabuco. Mientras un grupo de manifestantes destrozaba a piedrazos los vidrios del banco, cuatro o cinco sujetos de civil abrieron fuego con armas cortas desde el interior. Según los testigos, Gustavo estaba detrás de la escena, y alcanzó a correr unos 20 metros antes de que un balazo lo tirase boca abajo. El proyectil entró por la nuca, cerca del lóbulo izquierdo, y no salió. En la primera autopsia, los peritos no encontraron la bala.
Muy lejos de la Plaza, en 9 de Julio y Sarmiento, cayó Alberto Márquez, un vendedor de seguros de 57 años, tres hijos, militante justicialista de San Martín. Era la policía de civil disparando de dos coches, una 4x4 color claro y un Palio blanco (¿el Falcon verde del siglo XXI?), le contó el abogado Claudio Pandolfi a Cristian Alarcón, un periodista de este diario. Lo habrían asesinado con la misma arma corta con que hirieron a Martín Galli.
NO PERDER LA CABEZA
La bala policial penetró los dreadlocks, el cráneo y se alojó entre los dos hemisferios cerebrales, sin tocar ningún centro vital. Martín Galli, 26 años, vive en La Matanza con sus padres y su hermana y trabaja controlando medidores de luz para Edesur, empleo que quizás retome cuando termine su rehabilitación. Martín salió del Argerich, donde estuvo internado unos quince días, y probablemente parte de la recuperación requiera otra internación intensiva de 20 días. Ahora atiende el teléfono en su casa y se lo escucha animado. Tengo que ponerme las pilas con la pierna derecha y la clavícula, dice. Muchos lo habrán visto por TV mientras era auxiliado, el grandote de rastas frondosas que por obvios motivos quirúrgicos ya no conserva. En diálogo con el No, Martín dice que ya no se las dejará crecer: Si algo de bueno tuvo esto, es que me obligó a decidir el corte de pelo.
Admite que está medio shockeado. No es para menos: cuando lo operaron para sacarle la bala del cráneo, nadie estaba seguro de que sobreviviera, y ahora su recuperación es increíble. ¿Y la bala? La bala se quedará ahí. En estos días, su padre imaginó la nueva vida de ese proyectil: "Ahora ella está tan cerca de sus pensamientos, en un lugar absolutamente privilegiado, escribió. Estará palpitando una declaración de amor, sentirá la adrenalina de pasar por un parcial, se enojará al compás de su portador y experimentará sentirse envidiada por todas las que afortunadamente se perdieron en el aire. Martín dice: Yo sé que la saqué barata. Tuve mucha suerte. Lo tomo como un aviso, otro más: hace dos años choqué con mi coche y casi me mato, y ahora esto. Me doy cuenta de que hay que vivir la vida: mucho tiempo me la pasé encerrado estudiando; ahora pienso en vivir. Martín estudia profesorado de literatura en el Instituto Joaquín V. González. Nunca militó en política. Ultimamente se la pasaba recorriendo las librerías de ofertas de calle Corrientes buscando libros, porque lo que más le gusta es leer. Especialmente literatura fantástica: Borges, Quiroga, Poe. Cualquier cosa que sirva para evadirse de esta realidad. Lo que más quiero ahora es que me deje de doler la cabeza, así puedo leer tranquilo.
También toca el bajo (integró la banda de reggae Charlan Jáparos,
que llegó a ser soporte de Los Pericos y duró siete años
antes de la separación). Ahora prefiere el jazz latino, algo de new wave
inglesa y Los Beatles. El rock cuadrado no: me parece muy chato.
Solía ir a recitales, pero últimamente prefería salir con
amigos o alquilar películas. El reviente también me aburrió:
a los 19 creía que iba a ser un reventado toda la vida, pero ya estoy
grande, se ríe. La familia, mientras tanto, no lo deja fumar cigarrillos,
y a Martín la abstinencia de nicotina lo tiene un poco desesperado. Tengo
más ganas y pilas que bronca. Todavía estoy cayendo en la realidad
de lo que pasó, igual. Al principio estaba indignado con que el Estado
me quiso matar. Ahora estoy más confundido y también más
tranquilo, pensando las cosas. También estoy muy sensible. Trato de ver
lados buenos: esto me está ayudando a acercarme otra vez a mi familia.
Y no me arrepiento de nada, iría a la plaza otra vez. Cuando estaba allá
no tenía miedo, era una inconciencia. Ahora a lo mejor me doy cuenta
de que no hay que tener miedo, pero hay que cuidarse más. Estábamos
re expuestos, a 30 metros de la policía, defendiéndonos, tirando
piedras. En ese momento parecía que podíamos cambiar el mundo.
Ahora por ahí me doy cuenta de que no fue ni va a ser así, pero
no me arrepiento de haber creído eso. Para nada.
Kolectivo
La Haine
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