Poder y guerra

x Marcos Roitman Rosenmann

Pocos dudan. La mayoría tiene formada su opinión. El problema está planteado en términos duales y excluyentes. La guerra es ineludible, no se puede evitar. Para los partidarios de la intervención militar contra Irak no hay excusas posibles. La mera posibilidad de que el Estado iraquí posea armas químicas y biológicas, amén de nucleares, supone un peligro real para la paz mundial. No es nada personal. La decisión de intervenir responde a la necesidad de salvar a la humanidad de la utilización bastarda de un armamento peligroso. En otras palabras, es legítimo poseer armas de destrucción masiva, siempre y cuando estén en manos de gobiernos responsables.

Así, su posesión por la Organización del Tratado del Atlántico Norte, Estados Unidos y sus aliados estratégicos no representa ningún peligro. Nada justifica pensar que pueden ser mal utilizadas. Debemos dar las gracias por que las posean y sentirnos protegidos al salvaguardar la humanidad de actos terroristas provenientes del eje del mal o de individuos locos y excéntricos como Osama Bin Laden, por ejemplo. Debemos agradecer a Estados Unidos por tener el poder militar que atesora. De no ser así estaríamos a merced del caos. Nadie puede dudar de la vocación altruista que guía a los gobiernos formal y real presente en Estados Unidos cuando decide en forma unilateral proteger el universo, así como decidir cuándo y contra quién utiliza su poder de muerte. La buena voluntad precede cualquier tipo de argumentación. Sus intereses siempre responden a la defensa de los valores universales de la justicia permanente y de la libertad duradera.

Bajo esos preceptos se explica la detonación de las bombas atómicas contra Japón y el uso humanitario de napalm en Vietnam. Sin olvidar la solidaridad con Cuba al introducir virus y bacterias contra la población civil y atentar ecológicamente. Qué decir del control sobre patentes de productos farmacológicos y el monopolio de la investigación profunda en la alteración genética para uso militar. Uranio enriquecido, empobrecido o simplemente uranio. Todo un conjunto de nuevas tecnologías de guerra sin control alguno por parte de la comunidad internacional. Siempre deberemos estar convencidos de las buenas intenciones que acompañan la decisión de atacar. No quieren, pero no tienen más salida. Debemos ser complacientes y comprensivos, les tienen envidia y los malquieren. Hay que protegerlos, son débiles. Les debemos tanto. Toda crítica se halla inmersa en una duda que ofende y desacredita a sus voceros. Los adjetivos para tildar las actitudes críticas se confeccionan según sean los portadores de la misma. Van desde adjetivos como antipatriotas, en el caso de ciudadanos estadunidenses, hasta terroristas, marginales, comunistas, insensatos o tontos útiles manipulados por la mano invisible de los poderes del caos. Todo calificativo es válido para ridiculizar, minimizando el valor ético-moral de las críticas, así como la dignidad de sus portadores.

Cuando ello no es suficiente y la opinión pública, como el caso de Europa occidental, toma distancia (más de 70 por ciento se manifiesta contraria a la guerra), Estados Unidos aplica su poder real frente a gobiernos como el italiano, el portugués, el danés, el británico o el español, instándolos a redactar una carta para escarnio de su ciudadanía y beneplácito de los belicistas. Gobiernos, todos ellos, cuestionados por su población, y cuyos actos han demostrado poco apego a las instituciones democráticas nacionales e internacionales. Recordemos que todos ellos han sido hacedores de actos cuya lógica les sitúa al margen del derecho. Acusados de corrupción, abuso de poder, desprecio a los parlamentos y a la justicia. El caso Pinochet puede ser un buen ejemplo de desprecio a la justicia internacional contra crímenes de lesa humanidad. No cabe duda de que en su complicidad se convierten en personajes cuyos nombres no debemos olvidar si alguna vez se concreta el tribunal penal internacional contra criminales de guerra.

Sin embargo, y aun con estas características, ninguno de ellos, incluido George W. Bush, toma las decisiones. Tras ellos se esconde el conjunto de empresas privadas estadunidenses cuyos intereses y vida sólo es posible mantener ejerciendo una política de fuerza fundada en el control militar y energético en el largo plazo. Si bien el militar lo pueden conseguir por medio de la financiación fiscal, en el plano energético la lenta disminución de las reservas estratégicas en suelo estadunidense debilita su potencial. El petróleo les es vital en su juego de poder. No es posible dejar cabos sueltos. Si ello ocurre perderán la guerra por el mundo. Sus ideólogos conocen muy bien el significado de la dependencia y sus costos políticos en el proceso de toma de decisiones. Mientras puedan ejercer presión en los gobiernos formales que han impuesto, y sus administradores se sientan cómodos en la posición de empleados de confianza, no hay duda alguna de que el espacio en que se decide la guerra no es Naciones Unidas ni su Consejo de Seguridad. Las decisiones tampoco pasan por la Casa Blanca, menos aún por Londres.

En la actualidad la política real, es decir, las decisiones de hacer la guerra, se imponen al mundo desde las oficinas de bancos y empresas afincados en Nueva York. El dinero puesto en juego por las compañías de armamento privadas y la necesidad de equilibrar la balanza comercial en favor de Estados Unidos hace de esta operación militar una espléndida guerra. El costo cercano a 120 mil millones de dólares será, como lo fue en la Guerra del Golfo, apoquinada por los países europeos y Japón. Ello explica en gran medida las reticencias de Alemania y Francia. No son problemas morales o éticos lo que frena a los gobiernos, son cálculos financieros de debes y haberes. En esta dinámica podemos constatar el desplazamiento del proceso de toma de decisiones. Los gobiernos formales, las instituciones y los organismos internacionales han perdido peso y son una caricatura de lo que fueron en un pasado inmediato. Esto obliga a repensar a dónde nos lleva esta guerra, cuáles son sus verdaderos impulsores y quiénes sus beneficiarios. El señuelo es Bush, no mordamos el anzuelo. Oponerse a la guerra obliga ética y políticamente a repensar dónde está el poder y quiénes lo ejercen.

La Jornada

 
         
   
 

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