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x Javier Campos Vidal
Kurdistán, una palabra que significa sufrimiento desde hace
miles de años. Deseo poder plantar flores en cualquier lugar
donde el enemigo quema y arrasa los bosques.
Del diario de una guerrillera kurda
Hace unos días el Partido de los Trabajadores del Kurdistán
anunció el fin del alto el fuego unilateral. El PKK mantenía
bajados los fusiles desde hacía cuatro años. En esos años
el Ejército Turco siguió bombardeando las aldeas kurdas,
siguió asesinando. En las cárceles de Ankara y de Turquía
han seguido escuchando los kurdos los gritos de sus presos, gritos ahogados
por la mordaza mediática en todo el mundo. Gritos justificados
por los gobiernos “antiterroristas”.
Tras cuatro años de “paz” asesina se volverán
a escuchar los disparos de respuesta contra los genocidas. Los guerrilleros
volverán a cruzar las montañas, buscando entre las piedras,
en los valles, en los ríos, la libertad que le robaron a su pueblo.
¡Terroristas! Gritan en Turquía, en Europa, en Estados
Unidos. Estos milicianos, hombres y mujeres condenados a elegir entre
la muerte por disparos y la muerte por olvido son, sin duda alguna,
terroristas. Cada vez que un kurdo, apretando los dientes y secándose
las lágrimas ante la muerte de su pueblo, se levanta para convertir
en dignidad la miseria a la que le arrojaron, los asesinos tiemblan
de terror y miedo. Saben que no podrán con este pueblo. El Kurdistán
no se deja asesinar ni domar.
No sorprende especialmente esta resistencia ahora. En los últimos
tiempos se comprueba como entre la miseria, entre la humillación,
surge invencible la dignidad. “La guerra ha terminado”,
anuncian en Iraq mientras las milicias resistentes sabotean los oleoductos,
emboscan marines y tropas de ocupación. Estados Unidos y sus
lacayos, parodias de bufones de la corte, piden más soldados,
más carne de cañón dispuesta a inmolarse en los
campos petrolíferos. Las vidas de los soldados no sirven para
llevar la democracia a Iraq: sirven para traer petróleo a las
multinacionales. No defienden la libertad: defienden los oleoductos.
Los misiles y la metralla tratan de silenciar ese grito ensordecedor.
Las llamas de los últimos ataques israelíes no consiguen
destruir la resistencia palestina. La bandera de la patria aplastada
sigue ondeando sobre las ruinas de los barrios de Jerusalén,
Jenin, Gaza. Se levantan muros en las fronteras de los territorios ocupados,
muros que no tapan la lucha, que no impiden que se extienda.
Los desiertos se han incendiado, y no habrá ejército
ni invasión capaz de sofocar las llamas.
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