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¡Viva la libertad! ¡Tolerancia cero!
x Antonio Maira
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Del Estado ineficaz al Estado indiferente
En nuestra sociedad la libertad es Dios y, como Dios, tiene sus misterios.
El estado no puede intervenir en la vida económica, ese es el
dogma fundamental. Obedeciendo, los centros financieros han expropiado
el patrimonio colectivo, esquilmando países, empresas y servicios
públicos a precios de ganga. En una sociedad construida sobre
la propiedad, el patrimonio de todos no merece respeto alguno.
La intervención del estado en la vida social está sometida
a una prudencia infinita. Nada de garantizar derechos mínimos
ni proteger contra eventualidades o evitar situaciones de necesidad
o de miseria. La providencia-mercado expresa la voluntad del Dios-Libertad
y garantiza la armonía del mundo y el grado conveniente de desigualdad.
Todo desvelo estatal es mirado con extremado recelo por los políticos
sistémicos y por los científicos neoliberales, supremos
sacerdotes, todos ellos, del pensamiento único.
La prohibición de intervención económica está
justificada con apelaciones enfáticas a la ineficacia estatal.
Los portavoces de este dogma son los científicos sociales de
los institutos y fundaciones neoliberales y los funcionarios de las
instituciones financieras internacionales, pero sus verdaderos beneficiarios
y creadores son los grandes grupos financieros y las grandes empresas
multinacionales.
La renuencia a la intervención social reparadora de situaciones
de precariedad social o de garantía de derechos sociales, incluso
cuando se trata de los básicos, se justifica con una doctrina
sobre la ineficacia económica y la irresistible e irreversible
tendencia a la vagancia del ciudadano subvencionado. La responsabilidad
de los buenos ciudadanos laboriosos sólo funciona con horizontes
individuales de lucro o de riesgo, de la mano de la ambición
o perseguida por el miedo. La angustia del paro, de la marginación
o de la incertidumbre en un mundo gravemente inseguro o inhabitable
para la mayoría, son los instrumentos misteriosos de la libertad-progreso.
La cobertura social es la madre de todos los vicios, la fuente de la
vagancia y de la irresponsabilidad. El profeta de esta nueva moral implacable
con los “perdedores” y los marginados fue Charles Murray
y su Biblia “Losing Ground”. De esa fuente bebieron complacidos,
hasta saciarse, los feroces guerreros del neoliberalismo: Reagan y Thacher,
en épocas de confrontación ideológica con la conciencia
social y el welfare state; y años más tarde, a pequeños
tragos y con disimulo, con algún remilgo externo, sus más
diplomáticos representantes, Clinton y Blair.
Con unos y otros, el estado derrochador y el que da amparo a los irresponsables
dejó paso al estado indiferente. Pero las normas supremas que
ese Dios-Libertad impone al estado también tienen sus contradicciones.
La saludable y benéfica apatía general del “estado
inútil” no vale para todo.
El Estado se viste de gendarme
Hace algunos años que la idea de garantizar la seguridad ciudadana
mediante la utilización exclusiva de procedimientos represivos
para perseguir y eliminar las conductas consideradas como antisociales
empezó a extenderse por el mundo. Era la consecuencia inmediata
de la criminalización de la pobreza a la que conducía
inevitablemente la “filosofía social” de Murray y
de los los think tanks neoliberales.
Lo nuevo era el énfasis en el carácter prioritario, cuando
no exclusivo, de la fuerza. También lo era la ampliación
de las conductas punibles hasta el paroxismo: desde arrojar basuras
a la calle a pintar graffitis –“el primer cristal roto”
de Willian Brattons- y la enorme extensión represiva que se derivaba
de esa ampliación y de la naturaleza justificativa que se concedió
a la sospecha en las detenciones, allanamientos e interrogatorios. Esta
vez el estado liberal actuaba duro, ampliaba el catálogo de lo
intolerable y extendía su acción punitiva a todos los
sectores de población “objetivamente sospechosos”.
La idea de buscarle garantía represiva a la libertad de empresa
en el marco de un sistema formalmente democrático, nació
en los EE UU y fue codificada en la ciudad de Nueva York, la urbe más
simbólica del fin del milenio. Siguiendo modelos clásicos
de márketing, la idea-sistema policial y sus procedimientos operativos
fueron etiquetados para el rápido consumo de masas. En el corazón
del “reino de la libertad” un plan de operaciones para la
represión fue bautizado con un lema, rotundo, escueto, de claridad
impertinente: “Tolerancia cero”.
A pesar de la extremada simplicidad del plan de seguridad en que consistía,
y de que todo su contenido aparente se reducía a un esquema operacional
de la policía unido a un contexto de permisibilidad casi total
para sus actuaciones, sus mentores le añadieron algunas pinceladas
teóricas y la presentaron y exportaron como un paradigma universal
y como un sistema completo para el buen orden de las ciudades.
La fórmula debería hacer temblar a una opinión
pública que no estuviese mucho más alertada contra los
desmanes de la delincuencia que contra las amenazas, mucho más
generales, de la marginación y de las posibilidades de convertirse
en objetivo policial.
Analizando esa alarma cuyos motivos son enormemente publicitados por
unos medios mucho más escuetos en lo que a los riesgos sociales
“legales” se refiere, Loïc Wacquant -comentando precisamente
la transformación de la precariedad social en un problema de
“orden público”- habla del “pánico moral
capaz de rediseñar la fisonomía de las sociedades”.
Sus referentes –campo de batalla y enemigos de los nuevos batallones
policiales- serían las “violencias urbanas, la violencia
juvenil y los barrios inseguros”.
Como estamos señalando, y como bien saben los teóricos
y políticos neoliberales y los grandes beneficiarios del orden
económico vigente, la fórmula policial “Tolerancia
cero” se refiere explícitamente a la “seguridad ciudadana”
pero encubre una opción social completa.
El policía Brattons y el alcalde Giuliani
Los popes de esa intolerancia soberana fueron el ex fiscal y alcalde
de Nueva York Rudolph Giuliani, y su jefe de policía y antiguo
responsable de la seguridad en el metro de la ciudad, Willian Brattons.
Sus ideas son sencillas y alguna de las consecuencias, como veremos,
son estremecedoras.
Su summa filosófica es tan breve como fácilmente comunicable
y, al parecer, vendible. Se llama “teoría” de las
“ventanas rotas” y se expresa de esta razonable manera:
“todo crimen que queda impune, alienta a cometer otros crímenes
más graves, porque en el delincuente subsiste la idea de que
no recibirá castigo”. Para entender de qué estamos
hablando hay que advertir que los comportamientos criminales comienzan,
para nuestra pareja protagonista, con actividades como arrojar basuras,
pintar graffitis, insultar o realizar actos de vandalismo. Deben ser
firmemente reprimidos para impedir que se desarrollen comportamientos
criminales más graves.
Lo expresaba así el propio Brattons en una conferencia en la
Fundación chilena Libertad y Desarrollo, en abril de 1999: “esta
(la “Tolerancia cero”) consiste en evitar que las personas
beban en lugares públicos, rayen los muros, roben autos, peleen
en la vía pública, entre otros actos delictivos. Si no
evitamos el primer rayado, vendrán otros a poner sus graffitis
en el mismo muro. Lo más importante no es reparar o cambiar la
ventana rota, sino evitar que la rompan". Y añadía
para explicar la base empírica y científica de su teoría:
"Es muy simple: un par de respetados criminólogos realizaron
un experimento donde estacionaban un auto nuevo en un área. Durante
días nada le pasó. Luego, en el mismo lugar, estacionaron
un auto con un vidrio roto. En un par de días estaba completamente
desvalijado. La idea es que la primera ventana rota lleva a otras cosas.
Así, si por ejemplo una persona ensucia las murallas de una estación
de metro, vendrá otra y hará lo mismo. Mi teoría
es impedir a toda costa el primer rayado".
No es de extrañar que con todo ese “bagaje teórico”
en la mollera –no nos equivoquemos sobre su importancia real-
Brattons haya sido promovido a la categoría de consultor internacional,
nada menos que por el Manhatan Institute que ha organizado largos paseos
“académicos” del experto policial por Europa y América
Latina. Aunque pueda parecer sorprendente, en Europa su mentor ha sido
Tony Blair, en América Latina Sanguinetti, Medem y el candidato
de la derecha chilena Lavín, han sido los más entusiastas.
En el mencionado viaje a Chile -con motivo del cual Lavín expresó
repetidamente su admiración por la experiencia policial norteamericana
y su disponibilidad para incluirla en su programa de gobierno-, la prensa
chilena favorable al experimento Giuliani-Brattons” interpretaba
así el modelo policial de Nueva York: “puso en práctica
el lema de "tolerancia cero", es decir extender las prerrogativas
de los policías para realizar arrestos y allanamientos por delitos
menores, como el vagabundear por las calles”.
Rudolph Giuliani completó una teoría tan contrastada –recordemos
la experimentación ordenada por su jefe de policía :dos
días observando el desvalijamiento de un coche con los cristales
rotos-, con medidas de índole más práctica. Aumento
espectacular del número de policías, determinación
de “barrios sensibles” como objetivos prioritarios de las
razias policiales, puesta en marcha de un sistema de información
new age que establece su primera base en las denuncias y sus primeros
elementos en las faltas menores archivadas minuciosamente. La propia
filosofía del sistema de Tolerancia Cero exige la contabilización
exacta y el registro perpetuo de los actos “incívicos”
y de las pequeñas faltas cometidas especialmente por los jóvenes.
No en vano la delincuencia –como la marginación- es una
forma de vida que tiene residencia en los barrios populares, en las
chabolas y en los guettos. La indigencia puede ser soslayada por la
teoría económica y social neoliberal como una consecuencia
inevitable de la competencia, o como un fenómeno cuyas responsabilidades
se cierran sobre sus propias víctimas, y puede ser crecientemente
ignorada por la acción política de los gobiernos, pero
es tenida muy en cuenta por sus policías. “Tolerancia cero
quiere decir que nos tomamos las cosas en serio” –repite
muy ufano y muy certero el alcalde Giuliani.
Policías con sentido común y ánimo implacable.
El “método ecológico”
La delincuencia empieza con un grafitti. O mejor dicho la delincuencia
-tal como lo expresaba en Argentina a la periodista Stella Calloni,
la indignada madre de un joven detenido en una razia policial- empieza
en la “portación de rostro”, en el aspecto, en la
cara de joven pobre o del niño de la calle.
En el sistema de Giuliani y Brattons la sospecha es suficiente para
las detenciones y los allanamientos. También son actitudes policialmente
reprobables y estímulos para la acción, la vagancia y
el vagabundeo y las “conductas inciviles”. Los home less
–los sin techo- son acosados y reprimidos. En realidad, los responsables
de la seguridad ciudadana en la ciudad de New York han convertido en
método y en sistema la mirada de recelo que la parte satisfecha
de la sociedad norteamericana había colocado sobre los sectores
de población empobrecida. Las categorías sociales han
sido reducidas a categorías policiales. El pobre, el desempleado,
ya no es objeto de atención pública, se ha convertido
en apestado social y en blanco de la atención represiva.
Como se ha dicho con razón, son los comportamientos sociales
vinculados a la marginación los que han sido deliberadamente
colocados en el punto de mira de las nuevas policías de la globalización.
El recelo del que hablamos tiene su lógica en la propia marginación
que coloca a los excluidos fuera del “marco ideal” de conviviencia,
la tiene en una percepción general que es previa a la experiencia
policial. Corresponde a una realidad que se ha convertido en una observación
común a todos los estudios sociales: la creciente polarización
económica cuyas consecuencias son las crecientes desigualdades
sociales y la existencia de una intenso proceso de exclusión
del que son víctimas los parados de larga duración y los
que alternan el paro y el empleo precario con salarios de miseria.
Los procedimientos de la policía de New York han provocado múltiples
protestas que han sido personificadas por organizaciones de defensa
de los derechos civiles y por colectivos de las minorías raciales,
fundamentalmente negros e hispanos. La criminalización de los
sectores populares, de la “portación de rostro” a
la que apuntaba la madre argentina que hemos mencionado, se puso de
manifiesto en el asesinato por la policía del inmigrante africano
Amadou Diallo quien fue tiroteado 41 veces por 4 policías que
le alcanzaron con 19 disparos. Diallo estaba en su calle –una
mala calle, sin duda, para el alcalde Giuliani- delante de su casa,
y mostraba la documentación a los agentes cuando lo mataron.
Los policías fueron absueltos.
Algunos policías y penalistas han calificado al sistema de utilización
de la policía como “método ecológico”
en referencia a su aplicación masiva en los llamados “barrios
sensibles” y a la concentración represiva sobre sus pobladores.
Las operaciones policiales son concebidas como operaciones de limpieza,
su escenario coincide con el de la distribución de las rentas
más bajas de la población. No tiene nada de exagerada
la percepción de que sobre las ruinas del “estado de bienestar”
y como consecuencia de su demolición, estamos en los prolegómanos
-en la definición teórica, la justificación mediática
y los primeros ensayos- de una “guerra contra los pobres”.
La Ley es la Ley dicen los defensores de este método policial
que es en realidad un sistema de gestión social. Esa ley que
proclaman se refiere sobre todo a la que tiene que ver con la seguridad
en la calle, una seguridad de la que se han eliminado todas las referencias
relativas a la enfermedad, al hambre, al paro, al abandono familiar,
a la vida en condiciones infrahumanas, y a las carencias de educación,
de cualificación laboral y de esperanza de empleo.
“Levantar la liebre”
Llama poderosamente la atención la insistencia de Giuliani y
Brattons en la represión de las pequeñas faltas, incluso
en aquellas para las que resulta difícil concebir las reacciones
policiales que han puesto en marcha: registro, detención, allanamiento,
interrogatorio o levantamiento de una ficha. Esa reiteración
tan chocante no es una construcción de los sectores críticos
que aprovechan referencias marginales en los discurso y las manifestaciones
públicas para destacar la parte más escandalosa del discurso
de la “Tolerancia cero”. Aunque esa insistencia pueda parecer
una provocación gratuita y petulante dirigida contra una lógica
social antirrepresiva todavía parcialmente vigente, es en realidad
algo mucho más serio.
El objetivo de la penalización de actividades como pintar graffitis,
arrojar basuras o pelear en la calle, y de la ostentación pública
de esa criminalización, es la creación de un nuevo “sentido
común represivo” que generalice y consolide la estrategia
de control social sobre los excluidos que se está poniendo en
marcha.
La lógica interna parece ir mucho más allá. Admitiría
sin rodeos que la delincuencia es en gran parte una consecuencia de
la marginación social y que sus agentes potenciales son todos
los habitantes de los guettos. En consecuencia, el objetivo de un plan
de seguridad no es la prevención de los delitos –imposible
dentro del realismo social en el que se mueven los filósofos
neoliberales- sino la localización y calificación de los
delincuentes. Una primera pequeña falta sería suficiente.
Advertencias como las del penalista uruguayo Raúl Cervini sobre
el error de penalizar las pequeñas faltas como instrumento para
la prevención de los delitos más graves, responden a una
propuesta racional que en este contexto carecen de sentido, caen en
saco roto, porque no se trata de prevenir sino precisamente, de “levantar
la liebre”.
El juez y el carcelero
Enarbolado como bandera de un “éxito policial sin precedentes”,
concebido para garantizar la seguridad de Nueva York, el sistema Tolerancia
Cero se ha convertido en el símbolo de una tendencia mucho más
amplia, que incluye medidas penales y carcelarias, es decir la implicación
y complicidad del Congreso y de los sistemas judiciales y carcelarios
de los EEUU.
Nos referimos a la aplicación masiva de la pena de muerte en
muchos estados de la Unión, al agravamiento de las penas hasta
límites escandalosos en los casos de reincidencia, aún
tratándose de pequeños delitos, a la aplicación
de los regímenes penal y penitenciario de adultos a los delincuentes
jóvenes –sin excluir la pena de muerte- y a la limitación
de todas las formas de reducción de condenas.
La brutalidad ha llegado hasta la ejecución de deficientes mentales,
y la brutalidad aliada a la hipocresía hasta el punto de ejecutar
a adultos por delitos que habían cometido cuando eran menores,
después de largos procesos judiciales cuya función principal
parece ser, en estos casos, la de facilitar esa coartada siniestra.
El aumento de las penas, la limitación drástica de la
libertad condicional y de los procedimientos de reducción de
condenas, el trato draconiano dado a las reincidencias y la aplicación
de penas a los menores, han producido un aumento espectacular de la
población carcelaria.
A finales de 1999 EEUU alcanzaba la increíble cifra de dos millones
de personas en la cárcel. El carácter espectacular de
este dato se refuerza cuando se advierte que el número de presos
a principios de esa década de los noventa era de un millón.
En diez años se ha duplicado la cantidad de personas privadas
de libertad por la ejecución, confirmada judicialmente o supuesta,
de delitos.
Estas estadísticas sitúan en un contexto global las afirmaciones
de Randolph Giuliani sobre los logros de su sistema represivo en relación
con la disminución de delitos. Efectivamente, la apreciable reducción
de la delincuencia de la última década ha venido acompañada
por la aparición de un nuevo hábitat humano: el carcelario.
La atención sobre la integración social, la prevención
y la clemencia, han desaparecido del lenguaje judicial y de los modelos
de seguridad ciudadana en el país que se proclama el más
avanzado del mundo. Los tres presidentes del neoliberalismo, Reagan,
Bush y Clinton, en su búsqueda de “paz social”, han
puesto el acento sobre la represión, y la mirada sobre los sectores
sociales medios y altos, precisamente los que votan.
En estos datos aparece también esa discriminación -muy
ilustrativa de la finalidad de los sistemas represivos- que antes mencionábamos
con el concepto prestado de “método ecológico”.
Ahora tendríamos que hablar de “método racial”
para referirnos al sistema judicial que discrimina al distribuir cuotas
de población carcelaria entre las mayorías y minorías
raciales en los EEUU.
Los registros carcelarios dan cuenta precisa de una realidad escandalosa.
Las posibilidades de un negro de ir a la cárcel son siete veces
mas altas que las de un blanco. La comunidad negra representa el 13%
de la población total en el territorio global de los EEUU, pero
representa el 50% de la población total en el territorio carcelario
de esos mismos EEUU. Un negro tiene un 33% de posibilidades de ser trasladado
por la fuerza a ese habitat carcelario en algún momento de su
vida; las posibilidades de un blanco son significativamente menores,
un 4%.
El modelo se extiende por el mundo
Desde la aparición en 1993 de ese lema inquisitorial de Tolerancia
Cero relativo al tratamiento policial y penal de la seguridad ciudadana
en la ciudad de Nueva York, la información detallado sobre el
sistema ha recorrido con discreción los ministerios del interior
y los despachos de las más altas autoridades policiales de buena
parte de los países del mundo.
En su necesario aspecto divulgativo –recordemos lo dicho sobre
la creación de un “nuevo sentido común represivo”-
ya hemos visto como celebridades como Brattons han sido paseadas por
los salones de conferencias de las instituciones más señeras
en lo que a la elaboración y difusión de la doctrina neoliberal
se refiere. La promoción de los dogmas neoliberales y de la nueva
ética punitiva tienen los mismos templos. Diversos autores han
hecho un catálogo, todavía sin completar, de estas instituciones
filantrópicas. Las más importantes se encuentran en USA
y en el Reino Unido: American Interprise Institute, Cato Institute,
Fundación Heritage y, de manera particular, el Manhattan Institute
en el primero de esos países; y la Adam Smith Institute, el Centre
for Policy Studies, y el Institute of Economics Affairs (IEA) en el
segundo. Todas ellas han hecho una síntesis memorable entre ciencia
económica y estrategia policial.
La Tolerancia cero se ha convertido en un modelo aunque pocos portavoces
políticos y policiales se atreven a utilizar una fórmula
que todavía carece de un consenso social suficiente. Salvo cambios
favorables que reviertan la tendencia a la “pérdida de
humanidad” de este fin de siglo, todo es cuestión de tiempo:
algunos observadores han señalado la progresiva aceptación
por la “opinión pública” y la paralela ostentación
por el Estado de una imagen de “mano dura”.
En principio se han hecho sondeos o se han puesto en marcha algunas
medidas de control social, al tiempo que se daban pasos en la aplicación
de fórmulas penales y judiciales surgidas en los EEUU, especialmente
en lo que se refiere a los jóvenes: aplicación de toques
de queda para limitar su permanencia en las calles, resquebrajamiento
de la diferenciación penal entre jóvenes y adultos, encarcelamiento
de jóvenes reincidentes, limitación de garantías
y aplicación de juicios rápidos para faltas cometidas
en las calles.
En Europa Blair es el padrino...
A este lado del charco era evidente en que país oficiarían
de receptores y de divulgadores de las ideas sobre seguridad que habían
germinado en EEUU.
“Es importante decir que no toleraremos más las infracciones
menores. El principio básico aquí es decir que sí,
que es justo ser intolerante con los sin techo en la calle”. Así
publicaba The Guardian, el 10 de abril de 1997, unas declaraciones de
Tony Blair que podrían sorprender a los que sólo se fijan
en su espléndida sonrisa. En ellas los dos aspectos fundamentales
de la Tolerancia Cero están presentes: el primero la represión
de las primeras faltas, el segundo la localización social de
los delincuentes entre los desposeídos. Además de eso
el programa de Blair postularía la urgente penalización
de la delincuencia de menores.
El reclutamiento de Tony Blair para la causa de la penalización
de la pobreza que proponían los sectores más reaccionarios
en EEUU, era fundamental para entrar en Europa por la puerta más
favorable posible: la de la Tercera Vía, y también porque
de ese modo se facilitaba la globalización de otro componente
indispensable –el policial- del modelo social del neoliberalismo.
La saña del primer ministro laborista seguramente no sorprendería
nada a Kean Coates, dirigente obrero expulsado del partido, que años
antes había advertido sobre la gravedad de la situación
social y sobre sus consecuencias: “la despiadada contracción
de la industria del carbón entre 1981 y 1994 ha sido la mayor
conmoción en el mundo del empleo desde el fin de la segunda guerra
mundial. Ha arruinado a cientos de personas y ha destruido las esperanzas
de una generación. Ha engendrado la desesperanza a una escala
no vista desde hace muchas décadas. A alguna gente honesta la
ha convertido en criminales, adictos o vagabundos”.
La respuesta a las preocupaciones de Coates sería la ley sobre
el crimen vatada por el Parlamento en 1998, que daría forma al
afán punitivo demostrado por el Primer Ministro.
...y los inmigrantes hacen de negros
El lugar de “privilegio” que los negros e hispanos tienen
en EEUU en la consideración policial es ocupado en la Unión
Europea por los inmigrantes.
En Bélgica, un ejemplo entre muchos, la política policial
en relación con los inmigrantes se ha endurecido mucho durante
los últimos años. Su Rubicón fue la muerte de Semira
Adamu asfixiada por la policía cuando realizaba el sexto intento
de expulsión de la inmigrante africana. La “técnica
del cojín” estaba prevista en las directivas para la acción,
como afirma Laurence Vanpaeschen: “entró de forma ilegal
pero se la asesinó legalmente”. Lo peor de todo es que
tal política ha sido realizada por ministerios del interior en
manos de socialistas y presentada como la barrera contra el auge de
la extrema derecha xenófoba. Uno de los ministros mencionados,
Lanotte, expresó sin rodeos de dónde salía la brutalidad
que le daba contenido concreto a las normas legales y a las instrucciones
operativas de las fuerzas de orden público: “el racismo
es algo inherente a los servicios de policía”.
En Francia se ha instaurado el principio de doble condena, la que corresponde
por faltas o delitos cada vez más penalizados, y la expulsión
del territorio francés. Esta segunda pena, gravísima porque
con frecuencia rompe relaciones familiares, se aplica a extranjeros
con menos de ¡quince años de residencia!, o con más
si el juez aprecia peligrosodad. El principio de doble condena unido
a nuevos procedimientos como la comparecencia inmediata han hecho del
sistema policial-judicial una verdadera máquina de expulsión.
Otro gran enemigo público: los jóvenes de los “barrios
sensibles” o “barrios segregados”, en parte de origen
africano, están sufriendo también una vigilancia y una
represión intensa. Ello explica auténticas sublevaciones
como las que han tenido lugar en Lille hace unos días, ante la
muerte por la policía de un joven argelino. Lille Sur es precisamente
un escenario piloto para la puesta en marcha de la “policía
de proximidad”. La responsabilidad operativa de las comisarias
de barrio es otro de los elementos técnicos de la Tolerancia
Cero vinculados a la intervención inmediata, a la presencia continua,
y al mejor uso de los medios informatizados combinados con la delación
y la observación visual. Estas revueltas de jóvenes se
vienen repitiendo periódicamente en los últimos años
y representan las respuestas explosivas a un hostigamiento continuo.
Las cifras demuestran la existencia de una verdadera guerra policial
y judicial: 400.000 juicios correccionales y 80.000 entradas en la cárcel
(80% de detención provisional) son los increíbles datos
anuales de un fenómeno apenas denunciado en los grandes medios
de comunicación.
En España, y volviendo a los emigrantes, se ha denunciado la
pasividad policial e incluso la complacencia cuando no la complicidad,
durante la explosión de una verdadera razzia contra los inmigrantes
en el municipio de El Ejido.
En el Cono Sur... mano de obra desocupada
Tolerancia Cero ha viajado también a América Latina. En
el Cono Sur la expresión ha aparecido últimamente en los
medios de comunicación y ha provocado respuestas airadas de los
sectores sociales sensibilizados por la traumática experiencia
de la barbarie represiva desarrollada en la década de los setenta.
Los personajes públicos defensores de la fórmula han sido
los mismos que habían ejecutado la política de “borrón
y cuenta nueva” como mecanismo de encubrimiento de responsabilidades,
y de impunidad, por la guerra sucia.
En Argentina, Menem, en declaraciones al diario Clarín en septiembre
de 1999, expresó su apoyo al método Tolerancia Cero y
sugirió claramente la voluntad de tolerar violaciones de los
derechos humanos en la lucha contra la delincuencia: “cuando hablo
de mano dura y tolerancia cero, inmediatamente alguna gente dice que
significaría un retorno al “gatillo facil”, pero
no podemos dejar el gatillo fácil a los delincuentes”.
En Uruguay, Sanguinetti expresaba de manera parecida la admiración
por los métodos de Nueva York que identificaba con la voluntad
de un “enfrentamiento muy fuerte con la delincuencia, de tirar
realmente una línea muy fuerte”, lamentando que en Uruguay
no se podía avanzar sin dificultades en esa línea.
En el terreno de los hechos, en la provincia de Buenos Aires el gobernador
Ruckauf, cuyo jefe de policía era el antiguo “carapintada”
Aldo Rico, sometía a votación del Senado una ley inspirada
en Tolerancia Cero, que autorizaba las razzias policiales y la “posibilidad
de recoger del imputado informaciones útiles para la investigación”.
Tal eufemismo fue inmediatamente interpretado como una legalización
de la tortura.
En Argentina, Uruguay y Chile, las autorizaciones legales para ampliar
las “posibilidades de acción de la policía”,
inciden en un escenario en el que sobreviven las policías de
las dictaduras, reforzadas por algunos antiguos mandos militares activos
durante la guerra sucia y por lo que se denomina: “la mano de
obra desocupada”, es decir, el personal de los equipos de secuestros,
torturas, desapariciones y asesinatos, que han permanecido intocables
y que en parte mantienen vínculos orgánicos y operativos
con las “fuerzas de seguridad”.
El nuevo estatuto legal para la actuación policial y las vinculaciones
corporativas y personales con el espantoso pasado de los Pinochet, Videla,
Alvarez, Massera y tantos otros genocidas, hacen que las propuestas
como las de Menem y Sanguinetti refuercen la imagen de complicidad que
nació con las diversas leyes de impunidad, amnistía, punto
final u obediencia debida.
¿De la “seguridad nacional” a la “Tolerancia
Cero”?
Como la antigua doctrina de la “seguridad continental”,
nacionalizada por cada una de las dictaduras militares, la Tolerancia
Cero viene del Norte.
Nada de extraño que la Tolerancia Cero renueve el espanto de
una guerra sucia legal. Terroríficas son, por ejemplo, las declaraciones
del coronel retirado chileno Oscar Cañón a la revista
“La Tercera” en enero de 1999. En ellas lamenta la no vigencia
de la “detención por sospecha” y afirma que “la
lectura de derechos a los detenidos sólo beneficia a los delincuentes
habituales, que se escudan en eso para ocultar información sobre
sus delitos”. Cañón, jefe de seguridad en el municipio
de Ñuñoa de 170 mil habitantes, completa ese discurso
de la guerra sucia trasladado del terreno político al social
afirmando que “no hay que preocuparse por los delincuentes, sino
de los ofendidos, de sus víctimas”. Haciendo honor a la
guerra represiva que sin duda Cañón tiene en la cabeza,
rebautiza la fórmula mágica con el nombre de “Persistencia
o Perseverancia Total”.
Tampoco es extraño que las organizaciones de derechos humanos
en Argentina tengan que denunciar, simultáneamente, la persistencia
de prácticas que suponen abusos gravísimos contra los
derechos humanos y los intentos de ampliación de la impunidad,
en un país enormemente castigado por la guerra sucia.
Stella Calloni encuentra similitud entre las modificaciones legales
que se proponen o aprueban ahora y las implantadas por los regímenes
militares en la década de los 70.
CORREPI, Coordinadora contra Represión Policial, apunta certeramente
a la intención profunda de esta nueva oleada represiva: “Es
necesario que los segmentos populares sientan la “presencia policial”
, se “acostumbren” a su metodología de represión
y ni se les ocurra resistir los ajustes y las injusticias”.
Desde el análisis de las dictaduras militares del Cono Sur como
un proceso represivo que preparaba los cambios económicos neoliberales,
se puede establecer, siempre desde el punto de vista de los detentadores
del poder y de los privilegios, la idéntica función utilitaria
que tienen la represión política de los 70 y la progresiva
penalización de la pobreza en los años finales del milenio.
Se ha sustituido el enemigo político por el marginado social.
En aquellos años de terror se trataba de “destruir estamentos
enteros de la sociedad a los que el poder asentado a la fuerza consideraba
indeseables o incompatibles con determinado concepto de nación”
(Blixen), ahora se trata de mantener a raya a los marginados, la mano
de obra inútil, excluida de los procesos económicos y
abandonada por el estado.
Los jóvenes-niños delincuentes
En Canadá una nueva ley propone rebajar la edad para la imputación
de delitos hasta los 14 años. Sentenciar como si fuesen adultos
a los menores y además castigar hasta con dos años de
cárcel a los padres de jóvenes reincidentes.
Las penas se aplicarán para los delitos graves como el homicidio
o el asalto. El proceso de penalización de menores comenzó
con el aval del Consejo Nacional de Prevención del Crimen quien
advirtió de la creciente sensación de inseguridad en relación
con la criminalidad juvenil. Con esta iniciativa el Canadá abandona
su política tradicional, más humana, que tenía
en cuenta la edad y las circunstancias sociales en el tratamiento de
los delitos de los jóvenes.
En Chile el aumento de la delincuencia juvenil está haciendo
saltar la legislación que condiciona las acciones penales contra
los jóvenes. En mayo de 1999 se presentó una iniciativa
en el Congreso que contempla la responsabilidad penal para los jóvenes
de edad comprendida entre 12 y 18 años. La pena de privación
de libertad se aplicaría a los mayores de 16 años, y a
los mayores de 12 si hubiesen participado en la muerte de una persona.
Pero no es sólo la imputación la que establece una nueva
respuesta social ante los jóvenes delincuentes. Elías
Newman, abogado argentino que trabaja en defensa de los marginados,
denuncia que el menor sin familia, el menor inimputable también
puede permanecer varios años en la cárcel en centros de
reclusión que compiten en dureza con las instituciones penales.
Sólo el 14% de los adolescentes en esta situación lo están
por causas penales.
En Brasil se ha denunciado la existencia de verdaderas cacerías
de menores, niños o casis niños, que son asesinados por
policías o por guardias de seguridad contratados por quienes
sufren los hurtos o los robos de los “niños de la calle.
Los jueces son en general benévolos con quienes asesinan a un
menor. Comparten con la policía la opinión de que es mejor
que el niño de la calle no llegue a ser un delincuente adulto.
En 1992 se cometieron en Brasil 622 asesinatos cuyas víctimas
eran niños, el 98% de esos asesinatos continuaban impunes en
1997.
La creación de un escenario. La opinión pública
pide “mano dura”
La ideología de la inseguridad que responde a la violencia en
los barrios con métodos de “mano dura” o de “gatillo
fácil” se ha construído limitando deliberadamente
el escenario de observación y de análisis. El proceso
social en su conjunto no interesa, es parte de esa nueva providencia
que se llama “mercado libre”. En las reflexiones sobre la
buena marcha de la economía o sobre la expansión del modelo
neoliberal y el crecimiento de los beneficios –escenario general-,
los excluidos son olvidados –no existen en el “ir bien de
los negocios”, o mirados con indiferencia -ellos son los responsables
de su suerte-, cuando no con desprecio –su “suerte”
habla contra ellos-. En el escenario más limitado de la seguridad
ciudadana, o como se decía en un número de la revista
City del Mahattan Institute, de la “calidad de vida”, son
mirados con recelo cuando no con saña. De la denuncia de Coates
sólo se escuchan las últimas palabras. Con las premisas
neoliberales que presentan la realidad económica como una consecuencia
natural del “sistema de libertad y responsabilidad personal”
y que celebran las consecuencias de la no intervención del estado
porque “de esa forma una nueva y deseable desigualdad volvería
a dinamizar las economías avanzadas” (P. Anderson), la
marginación se convierte en delincuencia.
La opinión pública, que es en buena parte una creación
mediática, asume con alarma esa “ascensión imparable
de la violencia urbana” que le transmiten de los medios de comunicación
y como consecuencia acepta la nueva definición de los problemas
sociales como problemas policiales. La opinión pública
pide mano dura, reclama guardias y más guardias en la calle.
La actuación de políticos como Giuliani y de policías
como Brattons es muy coherente con esa petición de la opinión
pública y por lo tanto puede presentarse como una exigencia democrática.
La coherencia del modelo. “No hay alternativas”
En el escenario de la “seguridad ciudadana” –el propio
nombre coloca a los marginados, a los “malos pobres”, fuera
de la ciudadanía- la coherencia es total. Aumenta la delincuencia
y también aumenta la represión. Barbarie contra barbarie,
la brutalidad policial es reclamada por unas clases medias que sienten
aquel pánico moral al que se refería LoïcWacquant.
La política de “Tolerancia Cero” responde a una realidad
que es el aumento de la inseguridad y de la delincuencia.
De este modo, dicen los teóricos neoliberales con toda la lógica
de una situación trampeada, no hay alternativas.
De hecho, las alternativas se niegan en otra parte. La verdadera negación
de alternativas a la represión intensa y extensa no se da en
“el campo de batalla” sino en aquellos escenarios en los
que la inseguridad ciudadana o el aumento de la delincuencia no son
ni siquiera mencionados. Allí se trata de “cuestiones académicas”
y de “opiniones de expertos” sobre la organización
económica, y de cuestiones generales en relación con los
principios sociales “universalmente aceptados”. Es en ese
campo económico y político, en donde desaparecen otras
vías de solución con la exigencia de disminuir los gastos
sociales, o con la negación, pura y simple, de toda cobertura
social e incluso de cualquier política asistencial. Y también
en el del pensamiento único que establece el dogma de la no intervención
del estado en la vida económica.
No podemos olvidar, si queremos entender el problema, que la política
neoliberal sitúa a los perdedores como “perdedores en todo”,
como “derrotados totales”. El estado privatiza los servicios
sociales: sanidad, educación, fondos de pensiones, vivienda,
es decir, los hace intercambiables por un precio. El resultado es que
el parado, o el sometido a un empleo precario a bajo salario, y sus
familias, pierden no sólo el salario o el salario digno, sino
también el acceso a la salud, la educación, la seguridad
social y la vivienda. Esa es la situación de la marginación.
Se convierten en el escalón más bajo de ese “ejército
de reserva de mano de obra amansada por la precarización y por
la amenaza permanente del desempleo” (Pierre Boordieu).
La guerra contra los pobres
Efectivamente, Giuliani parece un estratega en su guerra por la “inviolabilidad
de los espacios públicos”. Ninguna consideración
social existe al margen del concepto de seguridad. No es extraño
que se identifiquen esfuerzos como los de la Tolerancia Cero como una
verdadera “guerra contra los los pobres”
“Tolerancia Cero” es en EEUU la expresión policial
del encarcelamiento masivo a que conduce la penalización de la
miseria.
La imagen de conjunto es la del abandono de los marginados, o marginables,
a su suerte, y la puesta en marcha de un gigantesco sistema carcelario
en el que los guardianes sustituyen a los asistentes sociales y la lucha
por la integración deja paso a la exclusión.
La idea de guerra no viene sólo de los que sufren la incontinencia
policial o de los críticos del sistema, surge de los propios
promotores y entusiastas de la “mano dura”. Otra vez nos
encontramos con la creación y promoción de un “sentido
común represivo” al que ya nos hemos referido varias veces.
Si olvidamos este mecanismo publicitario nos llamará mucho la
atención la utilización de una idea tan brutal como la
de Tolerancia cero como eslogan de un programa que en realidad establece
la relación entre una agencia administrativa, la policía,
y los ciudadanos.
Esto sólo es posible tras el cumplimiento de dos requisitos.
Uno de ellos es la extraordinaria devaluación del concepto de
ciudadanía que se corresponde con una expropiación del
estado por poderes económicos que están muy por encima
y no necesitan de estatus jurídicos de participación y
de garantía de derechos. El otro es que una parte de los ciudadanos,
los que van a ser tratados con los métodos que sugiere ese proyecto
de intolerancia proclamada, son considerados y tratados como un sector
externo –los under class, los excluidos- al sistema social que
defiende la policía.
La evidencia de la existencia de una guerra contra los pobres aparece
en las estadísticas. En relación con las minorías
raciales en EEUU podemos afirmar que hay una correlación muy
clara entre la discriminación racial en el empleo –según
el Departamento de Trabajo por cada blanco desempleado hay tres negros
o hispanos- y la discriminación racial en los contingentes de
población enviados a la cárcel cuyos datos ya hemos señalado.
Esto consolida la idea de que la guerra contra la delincuencia es en
el fondo una guerra social contra los pobres y los marginados de la
economía neoliberal.
Conclusiones para otra alarma social
El escenario mediático de la “seguridad ciudadana”
suplanta, sustituye y encubre, al escenario principal: la redefinición
de las actividades del estado como actividades policiales, la exclusión
social de los marginados, la penalización de la pobreza y la
guerra contra los excluidos.
Nadie puede creer que la desigualdad plantee ninguna inquietud social
a los poderes dominantes y a sus representantes políticos más
allá de las que deriven de los cálculos electorales. La
desigualdad es exclusivamente un problema de seguridad, un problema
policial.
Con el modelo de “Tolerancia Cero” la represión se
convierte en un especimen casi único: un sistema público
planificado.
Cádiz 8 mayo del 2000
Publicado en el número 144, octubre 2000, de El Viejo Topo
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