Ellas nos prepararon el camino
Qué dirán de nosotras, de nuestras asociaciones, nuestras redes, nuestras concesiones, nuestros titubeos y nuestro valor.
Me ha conmovido la firmeza con que las autoras y autores de los artículos de No hay nación para este sexo avanzaban entre las huellas del pasado para reconstruir el empuje de mujeres que quedaron relegadas en la historia de la literatura. Ellas nos prepararon el camino hacia una existencia más justa, en igualdad. Aún no se ha alcanzado pero, por ellas, estamos menos lejos. Y también por las horas de quienes han buscado en silencio, entre cartas y documentos, dejar constancia de esos afanes robados a la memoria colectiva de una humanidad que debiera ser indivisible.
¿Qué decir de nosotras a las investigadoras y los investigadores del futuro -si es que hay futuro-?
Las escritoras jóvenes suelen preferir, en nuestros días, rechazar toda clase de reivindicación que pueda evocar siquiera levemente una actitud victimista; al menos en el terreno de las letras, dicen, casi todo lo que podía lograrse se logró y ahora nos toca trabajar por lo nuestro como cualquiera. Las escritoras mayores comprendemos esa actitud pues también pasamos por ella, y si bien rechazamos, sin duda, el victimismo, pensamos que ha de haber un espacio posible donde exigir no signifique, sin embargo, aceptar condescendencia. Por eso muchas de nosotras seguimos hablando de lucha y procuramos eludir ciertos enfoques de la noción de empoderamiento que contemplan el poder como un objeto mágico del cual surtirse y no como un conjunto de relaciones.
“Compañeras: hay que decidir desde ahora un cambio de ruta. La gran noche en que estuvimos sumergidas, hay que sacudirla y salir de ella. El nuevo día que ya se apunta debe encontrarnos firmes, alertas y resueltas. (…) La humanidad espera algo más de nosotras que imitación caricaturesca (...) no hay que reflejar una imagen, aun ideal, de su pensamiento y su sociedad, por los que ellos mismos sienten de cuando en cuando una inmensa náusea”
Habrá entre ustedes quienes hayan reconocido las palabras de Frantz Fanon en Las condenadas de la tierra. Me he limitado a poner algunas “aes”, ay, esa letra tan subversiva cuando de pronto se empeña en recordar que hay un nosotras común compuesto por las personas, y un nosotras específico compuesto por las mujeres ausentes de la historia que escriben ellos.
Quisiera que estas palabras de Fanon formaran hoy parte de nuestro proyecto. Escribía Rubén Darío en 1900 en alusión a las sufragistas y según cita en el libro Ana Peluffo: “Tengo a la vista unas cuantas fotografías de esas políticas. Como lo podéis adivinar todas son feas y la mayor parte más que jamonas”. Ciento quince años han pasado y aún siguen tantas políticas sometidas al estúpido juicio parcial del patriarcado y muchas terminan acatándolo por soledad, por impotencia. Ya basta, no les devolvamos sus esquemas.
Porque nos inquietaría ser como ellos, reproducir gran parte de sus instituciones, de sus condecoraciones y sus consejos de administración, tal como a veces parecieran querer quienes reclaman la mitad de todo. En otra dirección, también nos inquieta esa parte del llamado feminismo de la diferencia que puede olvidar el continuo dilema de la cultura de la oprimida. La profesora Laura Mintegui lo formulaba así:
“Yo -mujer- no sé quien soy, no sé hasta qué punto soy lo que soy porque venía así o porque soy un cúmulo de respuestas a estímulos negativos, mecanismos de defensa ante una sociedad por la que me he sentido invadida desde el minuto uno, desde que dijeron: ay, una niña,...”. Distinguir pues, en la cultura de la oprimida lo que hay propio, nuevo y necesario, y lo que hay de reacción, de golpe encajado, de definición asumida aunque sea con descaro, con un “¿y qué?” del tipo: soy, como dices, un saco deseante cargado de pulsiones ¿y qué? No, no aceptaremos sus enunciados ni siquiera a la contra.
Pensamos, en cambio, que el trabajo es más largo. Se trata de empezar a poder decir yo soy: en este punto el patriarcado no es tan distinto del colonialismo, en él nos encontramos con nuestras hermanas latinoamericanas presentes en el libro que padecieron la doble opresión, que supieron lo que es no ser escuchada por ser colonia y por ser mujer: “hace falta una carga -hagamos decir al poeta- para vengar a las muertas, que padecen ultraje, para limpiar la costra tenaz del coloniaje”. No hay nación para este sexo permite además pensar en un tercer silencio, el de la clase: la mayor parte de nuestras hermanas escritoras del periodo estudiado pudieron encontrar tiempo para viajar y escribir, y si no fueron escuchadas por colonia y por mujer, algunas no conocieron el silencio que impone la clase.
Me preguntaba Pura Fernández mi experiencia particular de la sororidad entre escritoras. Hablaré de tres autoras que me dan consistencia. La primera, Mercedes Soriano, una escritora muerta a los cuarenta y nueve años sin homenajes. Cierto que su obra no es extensa y que ella misma comenzó a restarle importancia en sus últimos años. Pero esa obra existe, importa y dice. También debieron de existir cartas e inéditos cuya destrucción acaso nadie se cuidó de evitar. Soriano había escrito dos novelas cuando la conocí. Me leía sus textos, yo tenía veintipocos años, me prestó y recomendó libros, me enseñó algunas de las trampas del mundillo y, a ratos, me contó su relación con un muy conocido escritor. No diré su nombre pues su historia afectiva en nada nos compete, pero quiero contar que Mercedes Soriano le mostró, como a mí, obras, perspectivas, caminos posibles que luego he visto transitados por él sin que haya visto nunca -tal vez ha sido mala suerte, no he podido leer todo- ninguna referencia a quien fue, me atrevo a decir, una de sus maestros.
De la segunda persona he hablado muchas veces, Carmen Martín Gaite, gran escritora, amiga, maestra generosa también con los y las más jóvenes. De ella hoy apenas voy a citar esa frase que recordaba hace unos días Rosa Pereda. “No te pongas Dostoievski”, decía Martín Gaite y así nos hacía ver cómo el humor no trata de que las personas no sean importantes, sino de que la importancia es un secreto y nadie puede dársela a sí misma o sí mismo sin resultar un poquito ridícula, o ridículo.
De la tercera diré primero sus iniciales, NC. Es una escritora con una potencia singular, distinta, y aún no “consagrada”, sea eso lo que sea. Digamos que aún no ha sido convertida en mujer cuota, ya saben: “el poder arrebatado a una gran mayoría de mujeres se ofrece a unas pocas para que parezca que cualquier mujer ‘verdaderamente cualificada’ es capaz de acceder al liderazgo, el reconocimiento y la recompensa; es decir, que prevalece de hecho la justicia basada en el mérito”, explicaba con exactitud Adrianne Rich. NC se debate con, contra, las palabras y con, contra, su propia situación personal, con tanta honestidad y rabia, es como si cada día, pese a haber escrito varios libros luminosos, tocase por primera vez los límites impuestos desde fuera. NC, Natalia Carrero, es mi maestra hoy, con ella trato de no perder nunca esa fiereza con la que golpea y golpea y un día hará -haremos- trizas los muros.
Sabemos ya que nada se construye en terreno neutral, ni nuestras ambiciones ni sus opresiones. “No es lo que tú dices, es lo que la gente oye”, señala Nuria Varela y pregunta a continuación: ¿Cómo tener autoridad individual cuando tu género no la tiene? Nuestras palabras, las de quienes escribimos, son como polvo a no ser que las ampare un colectivo de personas en pie. No basta con que nos concedan la autoridad, pues toda autoridad concedida no es más que préstamo y tal vez chantaje. De la autoridad hemos de apoderarnos tanto como hemos de merecerla. No hay nación para este sexo ayuda a construir ese ambiente propicio y ese lugar de amparo en donde las palabras necesarias no mueran sin haber vivido.
No hay nación para este sexo. La Re(d)pública transatlántica de las Letras: escritoras españolas y latinoamericanas (1824-1936). Pura Fernández (ed.). Editorial Iberoamericana-Vervuert. Madrid 2015