Ellos dan miedo y yo no finjo
La mujer ronda los sesenta. Aparece en la pantalla para que le pregunten por Laura Luelmo, cuyo cadáver acaba de ser encontrado junto a un camino, muy cerca de la carretera. Todo indica que la mataron, pero no hay certeza aún en ese momento. Nadie habla de ese cuerpo, de qué ven cuando lo miran. La mujer que aparece en pantalla tiene algo encogido en su gesto, así que le pregunto si tiene miedo.
“Claro que tengo miedo”, responde. Y que, en el pueblo, El Campillo, todas lo tienen. Explica que nunca salen solas a dar un paseo, como poco por parejas y normalmente en grupo. Lanza un suspiro y se pregunta en voz alta cómo se le ocurrió a la chica salir sola.
Después interviene otra vecina del pueblo, más o menos de la misma edad. “Yo no salgo sola ni a tirar la basura”. Lo comenta como quien habla del tiempo o el precio de la fruta. Es algo que considera normal. Lo normal.
Me interesa el relato de las dos, porque evidencia hasta qué punto es sólido el miedo de las mujeres, y lo lanza al pasado y lo muestra como un “desde siempre”.
Cuando agarro el móvil, lo saco, finjo hablar con mi marido, finjo que está ahí al lado, finjo que no tengo miedo.
Cuando andando siento detrás una presencia y finjo que me rasco la oreja para mirar de reojo quién camina, no aprieto el paso, finjo que no tengo miedo.
Cuando entro en un aparcamiento público y no hay nadie, el techo es bajo y amplio, finjo a pasos rápidos que no corro, me finjo a mí misma que no se me dispara el pulso, finjo que tengo cobertura, finjo que no tengo miedo.
Cuando la hija sale por la noche y sé que va a trasnochar, finjo que duermo, que descanso, finjo que no permanezco inmóvil, helada, atenta a cada sonido del ascensor, a la luz del móvil. Finjo que no tengo miedo.
Cuando paso delante de un grupo de hombres que me miran sin disimulo y me doy cuenta de su ebriedad, finjo que no miro, finjo que no sé que uno o todos van a hacer un gesto, finjo que no tengo miedo.
Pero tengo miedo.
Tenemos miedo.
Todas.
El miedo es una forma de violencia y todas las mujeres vivimos con miedo. O sea, sufrimos una violencia constante. Y entre todas las violencias, la más bestia es cuando alguien te dice “no haber salido sola”, “cómo se te ocurre”. La violencia que supone la también violencia de la culpabilización, doble y multiplicada.
Y luego vienen los lechuguinos y los garbanceros a decir que si las denuncias falsas. Primero pienso qué sabrán ellos del miedo, qué carajo sabrán ellos de este miedo que es miedo siempre y que desaparece cuando te das cuenta de que la que te sigue es una igual, una mujer, o sea no es un hombre.
Después pienso que sí saben de ese miedo. Los pequeños “analistas” miserables que escriben sobre las falsas denuncias, los políticos garbanceros que a caballo hablan de “reconquista” saben que dan miedo. Que ellos dan miedo. Eligen hacerlo y lo hacen. Hablar de “reconquista” es hablar de guerra, y nosotras sabemos dónde se librará, sabemos que el campo de batalla hace tiempo que es el cuerpo de la mujer.
Ellos no lo esconden.
Los oigo como quien siente el zumbido de una mosca lejana y de pronto se da cuenta de que el zumbido se acerca y no era una mosca sino un enjambre de abejas voraces. Y de nuevo tengo miedo. Pero me doy cuenta de que ya no finjo.
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