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Andalucía :: 17/08/2004

La ciudad cárcel.

La Haine - Sevilla
Que tiempos estos en los que todo se democratiza y en los que en todo se participa tanto. Quien nos iba a decir que, en algún momento, nuestra cainita sociedad, podría llegar a tal consenso como el que hemos alcanzado hoy día. Gracias a los medios de comunicación el consenso es total y uniforme. Hoy día a penas es necesario imponer esas medidas drásticas e incomodas pero necesarias, la gente las acepta e incluso las reclama. Llegó el día en que el criminal acude al juez y solicita su ingreso en prisión.

Que tiempos estos en los que todo se democratiza y en los que en todo se participa tanto. Quien nos iba a decir que, en algún momento, nuestra cainita sociedad, podría llegar a tal consenso como el que hemos alcanzado hoy día. Gracias a los medios de comunicación el consenso es total y uniforme.

Hoy día a penas es necesario imponer esas medidas drásticas e incomodas pero necesarias, la gente las acepta e incluso las reclama. Llegó el día en que el criminal acude al juez y solicita su ingreso en prisión.

De igual forma, la ciudad, antaño símbolo de libertad y autogobierno, solicita la restricción de su libertad de acción y movimiento. Lo solicita voluntariamente porque tiene miedo de si misma.

Sorprende ver como la mayoría de las reivindicaciones ciudadanas hoy día se reducen básicamente a reclamar seguridad. Parece lógico que en históricos barrios de clase alta, donde históricamente van a robar las clases mas bajas, se reclame mayor presencia policial. Sin embargo asombra ver hacer lo mismo a los vecinos de los barrios obreros. Con nuestros barrios desarticulados y las comunidades históricas arrasadas por el desarrollo urbanístico, el asociacionismo vecinal parece ir camino de la jubilación. Cualquier vecino con un nivel de consumo aceptable solo sabe reclamar que quiten los bancos del paseo o de la plaza para que no puedan dormir los vagabundos, que le pongan rejas al parque, que se incremente la presencia policial y que cesen las botellonas. La gente parece decidida a convertir su hábitat en una cárcel.

La gente vive, también en los barrios obreros, cada vez mas aislada en sus individualizadas vidas, en sus individualizados apartamentos, en sus individualizados bloques de hormigón. Las reformas urbanas y la expansión planificada de la ciudad tienden hacia un modelo cada vez menos comunitario, hacia un individuo aislado. Las grandes avenidas para el coche sustituyen las estrechas calles de los centros históricos, de los arrabales y de la autoconstrucción. Grandes parques y centros de ocio dan servicio a grandes áreas, enajenando la función de la plazoleta y el paseo. El barrio como unidad de convivencia en la ciudad media-grande casi ha desaparecido. En su lugar tenemos un coche con el que desplazarnos a la gran superficie comercial o al parque metropolitano.

En el pasado, en los barrios donde predominaba el alquiler, los inquilinos podían organizarse para hacer frente a los propietarios, en las zonas de autoconstrucción para construir la red de desagüe y todos los equipamientos que no suministraba la administración, en los polígonos para reclamar un parque entre tanto cemento, un centro cívico, un hospital, etc. De todo esto, en la mayoría de los barrios, solo quedan las patrullas vecinales a la caza del indigente. Pareciera que las necesidades del vecino se redujeran a una mera cuestión de seguridad, o bien, que esta necesidad hubiera tomado tanta importancia que empequeñeciera todas las demás. Lo cierto es que las comunidades de vecinos han perdido en gran medida su poder de presión sobre la administración, y mucho más de actuación autónoma en sus barrios. Solo el problema de la seguridad hace salir a los vecinos de sus jaulas.

El urbanismo como disciplina de la construcción de cárceles.

No pretendemos negar que la agresividad sea una parte consustancial al ser humano. Sin embargo no hay ningún lugar que genere más violencia que la ciudad. Los asentamientos reducidos y con escasas visitas foráneas, no tienen necesidad de grandes medias de seguridad si no están en una zona de conflicto. Por el contrario cuanto mayor y más desarrollado es un asentamiento mayor es la necesidad de reforzar las medidas de control y seguridad sobre la población. Los urbanitas, desarraigados y desnaturalizados, sometidos a las terribles contradicciones de la ciudad pueden volverse muy violentos. Los primeros pasos de las grandes ciudades modernas del XIX fueron acompañados por grandes levantamientos y revueltas urbanas (los motines de Trafalgar Square en el Londres Victoriano, las revoluciones urbanas de 1848 y 1871 en Paris,), de igual modo que las ciudades post-modernas ven multiplicarse los comportamientos anti-sociales, y ocasionalmente también los motines, baste recordar el mes de Julio del 2001 en la ciudad de Genova.

La obsesión por la seguridad ha presidido la planificación urbana desde el Paris de Haussmann. La apertura de grandes avenidas y circunvalaciones estaba declaradamente dirigida a evitar levantamientos populares y a dificultar la construcción de barricadas. Los cuarteles se situaban junto a grandes ejes de comunicación que permitieran sofocar posibles levantamientos de la forma más rápida posible, de la misma manera en la que hoy día se ubican las comisarías de la policía.

Evitar levantamientos populares puede no ser la principal prioridad hoy día. Sin embargo la ciudad es más peligrosa e inestable que nunca para el sistema. Las contradicciones de la ciudad, la desigualdad, la alienación, el hacinamiento, etc., hacen que se multipliquen las actitudes criminales y anti-sociales. De esta forma el desarrollo urbano crea a su antagonista.

La ciudad post-moderna tiene sus propias estrategias de control sobre la población, limitando su libertad de movimiento e incrementando la vigilancia. Se procura dificultar el desplazamiento del peatón lo máximo posible, la libertad de movimiento esta totalmente coartada. La ciudad nos lleva, a través de rondas, circunvalaciones y avenidas, de nuestro bloque de hormigón al coche, del coche al tajo, del tajo a la gran superficie comercial o a cualquier otro gran e impersonal espacio de ocio y consumo. El desplazamiento del peatón se ve limitado, cuando no imposibilitado por los motores de combustión. Si las plazas, paseos, parques y jardines eran los principales lugares de sociabilidad, vemos una clara tendencia a destruir estos espacios, encerrándolos, rodeándolos con rejas y estableciendo periodos de visita. Visitar el viejo jardín, en el que nos tomábamos una cerveza bajo el sol, puede ser similar a visitar a un amigo preso.

La sociabilidad es peligrosa, al igual que la libertad de movimiento, pues sus resultados no son predecibles. Los gestores de la ciudad tienden a eliminar todo lo que puede escapar a su control.

El albero se sustituye por losetas, espacios abiertos se transforman en aparcamiento, los cines de verano en comisarías, los bancos de los paseos y las plazas se suprimen para disuadir a los peligrosos vagabundos de dormir allí, o a los inquietantes niñatos de reunirse para pasar el rato. Las rejas se multiplican entorno a bloques donde antes se sentaba la gente. Las nuevas urbanizaciones protegen con cercas cada vez mas altas los espacios de recreo privados, separando el grano de la paja. Todo en nombre de un ciudadano cada vez mas individualista, mas solitario, cada vez mas independiente de sus iguales y cada vez mas dependiente de la administración y el mercado privado para cubrir cualquier necesidad por pequeña que sea. Y sobre todo, un ciudadano asustado, un ciudadanos con mucho miedo.

La gestión del miedo

El aislamiento del ciudadano con respecto de sus vecinos le hace sentir miedo de ellos, porque no los conoce. De igual forma, una persona que no se haya relacionado nunca con adolescentes, y probablemente no sepa como hacerlo, no podrá sentir más que suspicacia y miedo hacia ellos. Por otra parte, el vasallaje y la servidumbre total hacia el mercado y la administración, les hace verlos como sus aliados, como sus únicos aliados.

El hombre se siente cada vez mas aislado y solitario en urbes repletas de personas. Si las comunidades humanas nacen de la necesidad de cooperación y apoyo mutuo, en las urbes post-modernas esta relación de colaboración con el otro se ha sustituido por una relación de dependencia para con la administración y el mercado, así como para con los bienes de consumo y los servicios de que estos disponen. Las personas que habitan en una ciudad son cada vez menos una comunidad, y las relaciones entre ellos se reducen al mínimo, a las necesarias para el consumo. El otro es ahora un perfecto desconocido cuando no un competidor y, por lo tanto, un enemigo. La multitud engendra agresividad, la conducción, la compra, la obtención de un determinado servicio, se ve obstaculizada por otras personas que también quieren disponer de esa carretera, de ese producto. Y sin embargo la multitud se ve irrefrenablemente atraída a la ciudad para disfrutar de esas oportunidades que al parecer solo allí se encuentran, y en gran medida porque el sistema socio-económico moderno se encarga de destruir cualquier otra forma de vida.

Las enormes dosis de información que nos llegan a diario nos bombardean con violencia, agresión, impunidad, dolor, los medios de comunicación sustituyen al dialogo y a la comunicación con el entorno. Con este bombardeo de violencia e información, unido al aislamiento, a la incomunicación y a la suspicacia hacia el otro, no nos debe extrañar que el ciudadano medio salga de su casa pensando que en cualquier momento un francotirador le va a disparar.

Este miedo es necesario. El miedo crea una relación de dependencia de la masa hacia el poder. El miedo es la forma más antigua de controlar a la población y ha sido utilizado por el poder a lo largo de toda la historia. Diciendo esto se nos puede venir a la cabeza la invasión y la conquista. Ciertamente el miedo es una estrategia ineludible para subyugar una población que antes ha sido libre, sin embargo también es necesario para controlar a una población ya sometida. La amenaza de la barbarie, del salvajismo, del caos, de la "anarquía", empuja a la población a someterse voluntaria y felizmente al poder de turno. Cuanto mayor es el miedo mayor es la sumisión. La sumisión del ciudadano moderno hacia la gestión que de la seguridad hace la administración proviene del convencimiento de que si no existiese la policía y las cárceles, su vecino de arriba, sin duda, rompería la puerta de su casa y le cortaría el cuello. Así que sacrificamos parte de nuestra libertad a cambio de seguridad. Gracias a las maravillas de la comunicación, el pensamiento único y la estupidez de masas, la población puede llegar a pedir cada vez mayores recortes de su libertad. El ciudadano asocia violencia y agresión a la ausencia de poder, a la falta de represión, a la ausencia de mando, siendo el poder y la gestión estatal de la seguridad una piedra angular del sistema económico y social imperante.

Sin embargo la gente es empujada continuamente a la violencia por el propio sistema en el que vive. La mayor generación de violencia ciudadana se producen en aquellos asentamientos donde existen mayores desigualdades sociales, mayor hacinamiento de individuos, mayor desarraigo y alienación, todos ellos síntomas del sistema económico y social en el que vivimos. Y más aún, la mayor parte de la violencia es directamente generada por los Estados para mantener el control sobre una población o sobre un determinado recurso.

La gestión de la seguridad en la ciudad.

El control de la gestión de la seguridad en la ciudad supone el control sobre la población. Una vez que los síntomas del desarrollo capitalista urbano convierten la ciudad en impracticable, mantener el orden se convierte en una tarea cada vez más costosa. Dada la conocida ineficacia de la administración publica para gestionar casi ningún recurso, la gestión del orden se va confiando paulatinamente al mercado privado, mediante la multiplicación de las empresas de seguridad privada. De esta forma, las clases altas retiran su confianza en el Estado y asumen directamente la gestión de su seguridad frente a las clases bajas, a través de la contratación de modernos sistemas de seguridad eléctricos o la contratación de cuerpos de seguridad privados. Visto de otra manera, conforme se extiende la seguridad privada, el ciudadano medio se encuentra a merced de la gran empresa, ahora también, para la conservación de su integridad física, del mismo modo que depende de una multinacional para consumir agua.

Las administraciones locales, por su parte, como representantes de los intereses turísticos e inmobiliarios, también recurren a la seguridad privada para imponer el orden en ciudades que necesiten ser regenerados para su mejer gestión económica.

Nada hace pensar que la gestión de la seguridad por parte del mercado en lugar de la administración, vaya a ser sustancialmente diferente. Tanto la seguridad gestionada por la administración, como la gestionada por el mercado, dependen básicamente del poder adquisitivo de los consumidores de igual forma que la ciudad aparece segregada socialmente. El desarrollo urbanístico actual empuja a una ocupación secuencial del espacio, en el que los que pueden pagar más eligen la ubicación de su alojamiento, comúnmente alrededor de un centro comercial, financiero o administrativo o junto a ejes o nodos importantes de comunicación. Los que tienen menos eligen los últimos, lo que provoca la segregación social de la ciudad. La seguridad se amolda a esta segregación social y, en todo caso, la gestión privada de la seguridad podría acentuar esta tendencia.

La seguridad es una necesidad fundamental en nuestras atrofiadas ciudades post-modernas. Si no existe seguridad privada ni del estado la necesidad sigue existiendo y esta carencia es cubierta por la propia gente. En muchos barrios marginales, en los que no existe seguridad formal, es de nuevo el poseedor del poder económico el que se encarga de gestionar la seguridad. Hablamos en ese caso de mafias, aunque la forma de funcionar y la lógica no difiera sustancialmente de la del mercado privado o la administración.

La gestión popular desorganizada de la seguridad a través de las turbas, los comités de linchamiento, o las patrullas ciudadanas tampoco parecen la solución. Son la consecuencia lógica de una comunidad de vecinos asustada por su entorno. Victima de un sistema que le obliga a vivir en sus contradicciones, que le acongoja, que le mantiene alerta, pero que no le protege por no tener un poder adquisitivo suficiente. Una victima que se convierte en verdugo, al igual que el desgraciado al que quieren propinar una brutal paliza, todos victimas todos verdugos.

Así las soluciones que encontramos para el gran asentamiento urbano parecen ser, el convertirlo en una cárcel para sus habitantes incrementando las relaciones de dependencia, o el romper con esta dependencia de forma radical y organizada. Se trata de contraponer una solución individual, en la que un individuo cubre su inseguridad a través de sus relaciones unilaterales con la administración o el mercado, con una solución colectiva, en la que los individuos encuentran en el colectivo la fuerza necesaria para romper las relaciones de dependencia. Para escapar de la dependencia, para ganar libertad, la población debería primero ser capaz de gestionar su propia seguridad, de forma organizada, sin tener que recurrir a la administración ni al mercado. Este requisito es fundamental para que una comunidad dada tuviera una verdadera autonomía. Sin embargo, también cabe plantearse, sí en el actual sistema de grandes y contradictorias urbes, cabe la posibilidad de que exista seguridad, o si esta solo puede existir como una ilusión temporal.

Ruben Iban

 

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