Las calles, serán siempre nuestras?
En las concentraciones y marchas más plurales como las de Barcelona, Gazteiz o Gamonal, no albergo dudas en cuanto a que la cantidad de gente involucrada en los minutos previos a los enfrentamientos con los cuerpos de seguridad agrupaban a personas no afines a la ultraderecha. De no ser así, estaríamos realmente jodidos y jodidas.
Las protestas y los disturbios acontecidos este fin de semana en diversas ciudades del Estado español han desatado la ira, en las redes sociales, de quienes los ven tan solo como una estrategia de desestabilización de la extrema derecha; y la reflexión de otros, entre los que me incluyo, que tratamos de comprender el conjunto sin lanzarnos a la acusación fácil.
He de ser sincero: repasando los vídeos y las fotografías de, por ejemplo, Barcelona, Gamonal, Gasteiz, Indautxu, Logroño… las prácticas violentas, donde las ha habido, tienen un componente de estrategia hooligan evidente. Otras manifestaciones como la de la tarde en San Blas y su prolongación en la noche por el centro de Madrid eran de corte netamente fascista y esos son quienes participaron. Obviaré unas terceras por su escasa trascendencia como las de Málaga, Santander o Valencia en la que los cuatro gatos que participaron eran grupúsculos de ultraderecha.
Sin embargo, en las concentraciones y marchas más plurales como las de Barcelona, Gazteiz o Gamonal, no albergo dudas en cuanto a que la cantidad de gente involucrada en los minutos previos a la algarada y a los enfrentamientos con los cuerpos de seguridad agrupaban a personas no afines a la ultraderecha. De no ser así, estaríamos realmente jodidos y jodidas. Imaginen que en una ciudad del tamaño de Burgos hubiera 300 fascistas violentos. La cosa sería preocupante. Sinceramente lo digo.
Visitando grupos de ultraderecha en las redes sociales se puede comprobar que han alentado este tipo de protestas, distribuyendo algunos de los carteles, y que se alegran del resultado violento de las mismas. Las disfrutan. No es de extrañar, es la primera vez en años que son capaces de llevar esta algarada callejera a un plano político ajeno a un evento deportivo y, además, añadir a su protesta a otras personas ajenas a los ambientes más radicalizados de esa extrema derecha.
A excepción de Valencia, donde la ultraderecha tiene un bastión que poco a poco se desmorona, Madrid que por su tamaño sigue teniendo un movimiento de ultraderecha amplio y las recientes razias fascistas en Barcelona en las postrimerías del procés, el resto de las ciudades del Estado hacía más de dos décadas que no veíamos movilizaciones de la ultraderecha, exceptuando los humorísticos intentos cayetanos del final de esta primavera.
Viendo las fotografías, por poner un ejemplo de Emilio Morenatti en Barcelona, o de Tomás Alonso en Gamonal, lo fácil es atribuir los disturbios a la ultraderecha y la ultraizquierda, como han hecho respectivamente La Vanguardia o El Diario de Burgos.
Pero hacerlo supone la demonización del resto de las personas que participaron en las protestas que, o bien equivocadas, o bien simplemente hartas, han estado codo con codo con esos fascistas, -como en el caso de Barcelona-, o que simplemente han sido ellas, hartas, las que han protagonizado las protestas -véanse los casos de Gasteiz o Gamonal-. Sin ese grupo de manifestantes, en su mayor parte jóvenes, que no son fascistas, la protesta no hubiera existido o se hubiera quedado en el paseo nazi que fue la movilización de la tarde y noche del sábado en Madrid.
Las personas que hemos evitado la definición simplona de las protestas en apelativos ingeniosos para nuestro momento de gloria en Twitter como “negacionalsocialistas”, o tachándolas de protestas de ultraderecha sin más, para pasar a otro asunto, andamos preocupadas. Yo ciertamente lo estoy. Me siento angustiado por las personas rechazadas.
Por quienes han participado en las diferentes protestas pues ya no aguantan más en lo económico. O simplemente porque no comprenden que no puedan juntarse en una casa ocho personas, pero sí deban usar el transporte público hacinado para ir a trabajar junto a varias decenas de compañeros y compañeras en una fábrica, un taller o una oficina. O porque vieron la fiesta de Pedro Jota. O porque no entienden que tengan que cerrar sus pequeños negocios mientras centros comerciales siguen abiertos.
Estoy intranquilo también por la juventud que participa de estas protestas, en las que los gritos han sido “libertad” o “el pueblo unido jamás será vencido”, sin saber, u obviándolo, que quien está lanzando piedras a su lado puede ser un fascista redomado.
Quizá el problema radica en que todas esas personas, negacionistas, ultraderechistas y rechazadas, dejen de ser un pastiche para convertirse en un solo cuerpo. En ese preciso instante la izquierda habrá fracasado, quien sabe si por dejadez o por superioridad moral. Los diferentes cuerpos que han participado en las protestas de este fin de semana – entre ellos negacionistas, fascistas y rechazados- comparten en la actualidad, como lo hacemos toda la sociedad, un patrón común: un individualismo atroz. Ese que ha inoculado en la sociedad el neoliberalismo hasta un punto en el que nuestro ombligo es el único interesante y nuestro culo el único que salvar. Que en ninguno de sus carteles se haga referencia a lo común o a lo público es solo el reflejo de la sociedad que ha construido el neoliberalismo. Libertades individuales parece ser lo único que reclaman. Cada uno la suya.
El profesor de ciencia política Igor Ahedo escribía un texto el pasado viernes titulado “Negacionismo y Edad media del selfie”, que resumía a través de las redes sociales y que apuntaba fino hacia las particularidades de esta protesta concreta y, probablemente, de las que surjan en un futuro.
“Se tiene que hacer comprender que el neoliberalismo ha conquistado el alma de las sociedades, como pretendían Hayeck y Thatcher. Del "qué hay de lo nuestro" se ha pasado al que hay de lo mío. Esto afecta a cayetanos, fascistas o chavales de barrio. “No es correcto reducir”, aseguraba el profesor para, después aclararnos que la diferencia entre los cayetanos y los chavales de barrio es que a los primeros “les importa cero el presente porque tienen futuro”, mientras que los segundos reivindican ese presente, aunque sea de mierda y precario, para ponerse ciegos y olvidar, “porque no tienen futuro”. “Unos viven de la destrucción de ilusiones y otros en ilusiones destruidas”, recalcaba.
Ante este panorama no sirve el reduccionismo ni la generalización. Sirve la pedagogía, la salida del túnel de obediencia y la movilización. La vuelta a esas calles que reclamábamos como nuestras. Pero no desde una posición filonegacionista, si no desde la perspectiva de aquellas personas a las que nos están abocando al ciclo casa-trabajo-casa, eso si tienes un empleo, exigiéndonos que no socialicemos y que no compartamos en nuestra parcela de vida más allá del ámbito laboral. Ante eso cabe la movilización. Como cabe ante el estado policial impuesto con el toque de queda. Romper con el silencio para la lucha por lo común. Por lo de todas. Como hicieran en Barcelona o Vallecas. Reclamando lo nuestro: la sanidad pública, el obligado aumento del transporte público, el derecho a la vivienda, las libertades de movimiento y el propio derecho a la protesta. También toca hacer pedagogía contra el negacionismo.
En conjunto, lo que toca es hacer. No vale la postura cabizbaja que hasta hoy ha mantenido la izquierda. Porque centrifuga a esos rechazados de los que hablábamos antes y que deberían ser nuestros más cercanos aliados. Porque son los nuestros. Porque seguir dentro de la dinámica de obediencia ciega o encerrados en nuestros individualismos deja el espacio público en manos de la ultraderecha y del vandalismo sin conciencia. Porque o se vuelve a las calles o quizá no volverán a ser nuestras.