Fidel, líder ejemplar
El 25 de noviembre se conmemoraron ocho años de la transvivenciación de Fidel. No sabría decir cuántas conversaciones privadas sostuve con él desde que lo conocí en 1980. Tras nuestro primer encuentro, en Managua, viajé en numerosas ocasiones a Cuba, y creo que, a partir de 1985, en casi todas ellas tuve la oportunidad de encontrarme con él.
El 19 de febrero de 2016 me encontraba en La Habana; era mi último día de estancia en la ciudad y ya tenía las maletas hechas para partir en la tarde de vuelta a Brasil. Por la mañana fui a la Casa de las Américas para asistir a la proyección del filme Bautismo de sangre, basado en mi libro homónimo, y había quedado en almorzar con Homero Acosta para, a continuación, dirigirme al aeropuerto.
Para mi sorpresa, Homero llegó mucho antes de lo previsto y me sacó de la sala donde se exhibía el filme. Dalia Soto del Valle, la esposa de Fidel, lo había llamado para decirle que el Comandante tenía interés en hablar conmigo por teléfono. Por razones de seguridad, la llamada no podía hacerse por celular. Teníamos que regresar al hotel para llamar desde el teléfono fijo del cuarto en que me había alojado.
Ya yo había cerrado mi cuenta en el Meliá Habana. Aun así, Homero insistió en que volviéramos al hotel. Por suerte, el cuarto seguía vacío. Homero hizo la llamada y me pasó el teléfono. Dalia me dijo que, lamentablemente, "el jefe" no había podido verme en aquellos días, pero que quería saludarme por teléfono antes de que me fuera. Fidel, siempre atento conmigo, me preguntó si tenía que regresar a Brasil aquella tarde, si no podía quedarme unos días. Le expliqué las dificultades para hacerlo.
-¿Pero no podrías por lo menos venir aquí a tomarte un café? -- me invitó. Respondí que sí. Ya en el carro de Homero, ni él ni Roberto, su chofer, sabían dónde quedaba la casa de Fidel. Era un secreto guardado bajo mil llaves por razones de seguridad. Pero yo había estado allí varias veces y conocía bien el trayecto. De modo que se dio una situación inusitada: un fraile brasileño les indicó el camino hasta la residencia del Comandante a un alto funcionario del Palacio de la Revolución y a su chofer. Además, era la primera vez que Homero estaba personalmente con él, lo que se repitió en muchas de mis visitas posteriores a Cuba, incluso el día en que Fidel cumplió 90 años.
Lo que primero llamaba la atención al ver a Fidel era lo imponente de su figura. Parecía más grande de lo que era, y la chaqueta verde olivo lo revestía de un simbolismo que transmitía autoridad y decisión. Cuando entraba en una habitación era como si todo el espacio fuera ocupado por su aura. Quienes se encontraban alrededor se callaban, atentos a sus gestos y sus palabras. Los primeros momentos solían ser de cohibición, porque todos se quedaban esperando a que tomara la iniciativa, escogiera el tema, hiciera una propuesta o lanzara una idea, mientras él persistía en la ilusión de que su presencia era una más y que lo tratarían de manera igualmente amigable, sin ceremonias ni reverencias. Como en la canción de Cole Porter, seguramente se preguntaba si no sería más feliz siendo un sencillo hombre de campo, sin la fama que lo revestía.
Dice la leyenda que en altas horas de la madrugada solía manejar de incógnito su jeep por las calles de La Habana. Sé que tenía el hábito de aparecer inesperadamente en las casas de sus amigos, siempre que viera una luz encendida, y aunque afirmaba que estaría solo cinco minutos, no era infrecuente que se quedara hasta que los primeros rayos de luz anunciaran la aurora.
Otro detalle que sorprendía de Fidel era el timbre de su voz. El tono en falsete contrastaba con su corpulencia. A veces sonaba tan bajito que sus interlocutores aguzaban los oídos como quien escucha secretos y revelaciones inéditas. Y cuando hablaba no le gustaba que lo interrumpieran. Magnánimo, pasaba de la coyuntura internacional a una receta de espaguetis, de la zafra azucarera a recuerdos de juventud.
Pero no era un monopolizador de la palabra. Jamás he conocido a alguien a quien le gustara tanto conversar. Por eso no concedía audiencias. Le disgustaban los encuentros protocolares, en los que las mentiras diplomáticas resuenan como verdades definitivas. Fidel no sabía recibir a una persona por 15 o 20 minutos. Cuando se reunía con alguien el encuentro duraba al menos una hora. Con frecuencia toda la noche, hasta que se daba cuenta de que era hora de ir a la casa, darse un baño, comer algo y dormir.
En las conversaciones personales, el líder cubano procuraba extraer el máximo de su interlocutor. Cuando se entusiasmaba con un tema, quería conocer todos sus aspectos. Indagaba todo: el clima de una ciudad, el corte de una ropa, el tipo de cuero de un portafolio o los aviones militares de un país. Si el interlocutor no dominaba los detalles del tema que había surgido, lo mejor era cambiar de asunto.
Aunque iniciara el diálogo cómodamente sentado, daba la impresión, al poco tiempo, de que todo asiento resultaba demasiado estrecho para su corpachón. Electrizado por el entusiasmo que le causaban sus propias ideas, Fidel se levantaba, caminaba de un lado a otro, se paraba en medio de la habitación con los pies juntos, el tronco arqueado hacia atrás, la cabeza inclinada sobre la nuca y el dedo en ristre; se tomaba una dosis cowboy de wiski, probaba un canapé; se inclinaba sobre su interlocutor, le tocaba el hombro con la punta de los dedos índice y del medio, le susurraba al oído; apuntaba incisivo con el índice de la mano derecha, gesticulaba con vehemencia, argüía con el rostro enmarcado por la barba y abría la boca exhibiendo los dientes pequeños y blancos, como si el impacto de una idea le exigiera reabastecer los pulmones; le clavaba al interlocutor sus ojos pequeños y brillantes, como quien quiere absorber toda información transmitida.
Era necesaria mucha agilidad para acompañar sus razonamientos. Su memoria prodigiosa se enriquecía con una envidiable capacidad para hacer complicadas operaciones matemáticas en mente, como si echara a andar una computadora en el cerebro. Le gustaba que le contaran anécdotas e historias, le describieran procesos productivos, le trazaran el perfil de políticos extranjeros. Pero no admitía que invadieran su privacidad, guardada bajo siete llaves. A menos que el interés estuviera relacionado con su única pasión: la Revolución Cubana.
Siempre rodeado de atentos miembros de la seguridad personal, Fidel sabía que no era blanco solamente del afecto de sus admiradores. Entre 1960 y 1972, mafiosos como Johnny Roselli y Sam Giancana, deseosos de recuperar los casinos expropiados por la Revolución, intentaron asesinarlo en colaboración con la CIA.
A pesar de todo, sobrevivió. Y falleció a los 90 años serenamente, en su cama, rodeado por su familia.
Hoy Cuba enfrenta una grave crisis económica causada por el criminal bloqueo impuesto por la Casa Blanca. Fidel ya no se encuentra al frente del país y, por tanto, el pueblo cubano no cuenta con el timonel que lo condujo durante los cinco años del Período Especial (1990-1995), que tuve la oportunidad de presenciar.
Raúl Castro, quien lo sucedió, tiene una edad avanzada y se encuentra merecidamente retirado en su casa. Y el pueblo cubano eligió democráticamente a Díaz-Canel para presidir el país por segunda vez.
Hay quienes dicen que Cuba no estaría enfrentando tantas dificultades si Fidel estuviera vivo y al frente del gobierno revolucionario. Pero esa opinión no me parece justa. Primero, porque la coyuntura actual, sobre todo en el nivel internacional, es muy diferente a la de la década de 1990. Hoy la hegemonía imperialista se ha visto fortalecida por la desaparición de la Unión Soviética, y las medidas de Trump y Biden han reforzado aún más el bloqueo. En segundo lugar, porque Díaz-Canel no gobierna solo. La Cuba revolucionaria siempre ha tenido un gobierno colegiado, integrado por el Buró Político, el Consejo de Estado y la Asamblea Nacional del Poder Popular.
El gobierno actual realiza todos los esfuerzos posibles para reducir la crisis y preservar los principios fundamentales del socialismo, porque ellos le garantizan a Cuba independencia y soberanía, y evitan que el país se someta a los intereses neocoloniales de las naciones metropolitanas, como es el caso de la mayoría de los países de América Latina y el Caribe.
Fidel fue un líder único, dotado de un don que raros líderes políticos poseen: carisma. Pero eso no lo hace insustituible. Él lo sabía, tanto que, aún en vida, le traspasó el comando de la Revolución a su hermano Raúl. Y participó en la elección de Díaz-Canel.
A la luz de esta conmemoración (que significa hacer viva la memoria) de los ocho años de la desaparición física de Fidel es imprescindible tener presente que las revoluciones y sus avances, entre crisis y desafíos, no dependen de un hombre o una mujer: dependen de un pueblo. Sin el apoyo y la movilización populares todo poder tiene bases frágiles. Y están vivos el ejemplo y el pensamiento de Fidel para que el pueblo cubano demuestre, una vez más, su resiliencia revolucionaria y su capacidad de superar las barreras que el enemigo intenta imponerle a su libertad.
Cubadebate