Las donaciones filantrópicas de Bill Gates son un fraude
Bill Gates anunció hace poco que abandonaba el consejo de Microsoft, el coloso del software de un billón de dólares que cofundó, para, anunció: “Dedicar más tiempo a mis prioridades filantrópicas, que incluyen la salud mundial, el desarrollo o la educación, así como a mi creciente compromiso con la lucha contra el cambio climático”. El New York Times informaba alegremente: “En su carrera post-Microsoft, Gates es ampliamente conocido por su trabajo en la lucha contra enfermedades infecciosas y contra el cambio climático. [En febrero], la Fundación Gates dijo que asignará 100 millones de dólares adicionales para luchar contra el coronavirus”.
Este es el típico tratamiento afectuoso que la prensa da a Gates, quien es considerado uno de los mejores multimillonarios, si lo comparamos con Trump o con los hermanos Koch. Esto se debe sobre todo a la Fundación Bill & Melinda Gates, la entidad benéfica privada más grande del mundo, que ha invertido miles de millones para luchar contra el SIDA, para acelerar el desarrollo económico y para otras muchas causas dignas.
Pero Bill Gates y su fundación son la imagen perfecta de por qué este modelo de filantropía de millonarios es tan defectuoso. La fundación fue originalmente ideada como un bonito maquillaje para tapar una reputación destruida por el juicio antimonopolio de Microsoft, lo que le integra en la larga tradición de personas obscenamente ricas que usan las donaciones ocasionales y generosas para tratar de justificar su enorme poder y riqueza.
Ventanas Rotas
Merece la pena recordar de dónde viene el dinero de Gates. En 1981, Microsoft compró los derechos de una versión de un temprano sistema operativo (“DOS”), el software básico de un ordenador que permite que sea funcional y que proporciona soporte a otras aplicaciones. Lo modificaron y lo vendieron a IBM para sus increíblemente exitosos ordenadores personales, lo que llevó a un crecimiento extraordinario de Microsoft, ya que IBM y otros muchos fabricantes de ordenadores querían el mismo sistema operativo para atraer a más desarrolladores de software, cuyas aplicaciones son las que hacen útil el PC.
Esto creó “efectos de red”: los economistas sabemos que este es un factor fundamental para la monopolización. Gates y sus colegas –también CEOs de empresas de tecnología– han usado la monopolización para reunir beneficios gigantescos y para reforzar su control sobre porciones crecientes de la economía mundial. Los efectos de red se presentan cuando un servicio incrementa su valor conforme más personas lo usan, como la red telefónica. Los mercados que dan este tipo de servicio son especialmente propensos al monopolio, tanto porque los líderes del mercado tratan de aprovechar sus redes más grandes como porque esas redes necesitan un estándar uniforme para que muchos usuarios se puedan conectar y beneficiarse de ello.
La gente quiere usar o unirse a redes que ya tienen muchos otros usuarios, como Facebook, antes que a otras con muy pocos. El prolongado monopolio telefónico de AT&T es un gran ejemplo histórico, así como los monopolios de transporte regional por ferrocarril o el imperio de redes sociales de Facebook; pero fue la compañía de Gates la que obtuvo el mejor pedazo del pastel de la temprana revolución tecnológica.
Durante el periodo de crecimiento frenético de su compañía, Gates emergió como un moderno magnate de la Edad Dorada. Incluso los biógrafos más comprensivos comentan sus “rabietas infantiles” y cómo “despotrica de manera infantil y grosera”. El número dos de Gates y CEO sucesor, Steve Ballmer, mantuvo esta reputación de la dirección, gritando como un descosido a sus empleados y, ocasionalmente, arrojando sillas. Estos patrones de comportamiento son alentados por la estricta jerarquía de los negocios, y el sector tecnológico, a pesar de su fama de practicar yoga en la oficina y de tener máquinas expendedoras de té verde, no es una excepción.
La habilidad de la jerarquía corporativa para crear ese conformismo propio de una secta es ampliamente conocida, pero Gates lo llevó a nuevas cumbres sectarias, como muestran quienes informaron del hábito de Gates de balancearse: “Entre los programadores de Microsoft se ha convertido en parte de la cultura corporativa intentar recrearse en la imagen del presidente. Gates se balancea habitualmente en la silla, los codos en las rodillas, para contener su intensidad, especialmente cuando la conversación gira en torno a los ordenadores; al entrar en una reunión importante de Microsoft no es inusual encontrarse a la mayoría de los directivos de la sala balanceándose en sincronía con él”.
El carisma de Gates también se muestra en episodios en los que golpeaba su mano contra el puño diciendo: “Tenemos que aplastar” a cualquier rival que se haya atrevido a vender software en los 90. “Vamos a arruinar a Digital Research”, se lee en la ampliamente aceptada historia de la empresa escrita por James Wallace y Jim Erickson, “mientras golpea su puño contra la palma de la otra mano. Repetiría el mismo juramento un par de veces más el siguiente año (…), asegurando que arruinaría a MicroPro y a Lotus, y siempre enfatizaba la promesa golpeando el puño contra la mano”.
Además de los efectos de red, era un deseo ardiente de Gates machacar a sus competidores, así como marcar el estándar al que debían someterse todos los productores de software, lo que llevó a Microsoft a vender más del 90% de los sistemas operativos para ordenadores en las décadas de los 90 y los 2000. Esta supremacía convirtió a Gates en la persona más rica del mundo durante decenios.
Cuando apareció nueva tecnología online fuera del control de Gates, especialmente el navegador de Internet vendido por Mosaic (más tarde Netscape), el magnate inauguró un periodo descrito en la historia de los negocios y de la informática como “la guerra de los navegadores”. Microsoft comenzó ocultando los detalles de su software a Netscape cuando la compañía solicitó probar su producto con la siguiente versión del DOS de Windows. A continuación, abordaron a la dirección de Netscape y, según las demandas legales que posteriormente antepusieron estos últimos, les ofrecieron dividirse el mercado de navegadores con una fórmula que asegurara una “relación especial”. Netscape desestimó la oferta debido a la gigantesca ventaja que tendría el nuevo navegador de Microsoft, al venir probablemente con actualizaciones del sistema operativo de Windows que alcanzarían a casi todos los ordenadores operativos del mundo.
Gracias a las consiguientes batallas legales, conocemos una buena parte de la estrategia de la guerra de los navegadores. Los debates eran planes explícitos sobre el uso del poder monopolístico para aplastar a cualquier advenedizo. Microsoft arrebató la licencia de la versión original de Mosaic a sus titulares y la volvió a desarrollar precipitadamente, obteniendo Internet Explorer, el penoso navegador que tu ordenador de trabajo todavía elige como predeterminado. Gates y sus secuaces temían que Netscape alcanzara en no mucho tiempo un punto crítico en el que los efectos de red le convirtieran en referencia. Por ello un alto ejecutivo de Windows declaró: “No entiendo cómo IE (Internet Explorer) va a poder ganar… Tenemos que impulsar más a Windows”.
Del mismo modo, se sabe que el vicepresidente de Microsoft, Paul Maritz, al crear su propio navegador gratuito, estableció el objetivo de la empresa: “Ahogar a Netscape”. Cuando se lanzó Windows 98, la compañía había ido más allá y obligó a los fabricantes de ordenadores a incluir Explorer en sus escritorios, colocándolo a la vista de millones de usuarios. Por supuesto, la pregunta acerca de cuál es el mejor navegador no es el tema principal aquí, sino más bien cómo usa la violencia en el mercado un personaje que la prensa pretende definir como un dulce abuelo benefactor.
Las duras tácticas de las guerras de navegadores, así como el interminable desfile de estos juegos de poder que van desde el diseño de chips a los reproductores multimedia, comienzan a pasar factura cuando Estados Unidos, extremadamente favorable a los negocios, finalmente tuvo que tomar medidas. Gates dijo en público: “¿Quién decide qué hay en Windows? Los clientes que lo compran”, pero en una cena de gala la conversación viró a la política y alardeó: “Por supuesto, tengo tanto poder como el presidente”.
De hecho, jugó al golf con el presidente Bill Clinton, cenó con el presidente de la cámara Newt Gingrich y recibió en el campus de Microsoft de Redmond al vicepresidente Al Gore. Como todos los grandes capitalistas, disfrutó de la compañía de personajes poderosos con intereses colindantes, pero las agresivas medidas para tomar nuevos mercados, como el de navegadores de internet, obligó al Departamento de Justicia a actuar.
El consiguiente juicio fue fascinante por varias razones, entre las que destacó la actuación de Gates. Entregó horas de testimonio grabado para el caso, que hoy en día se puede ver online. Además de comportarse como un capullo elitista, evasivo y condescendiente, Gates hizo una serie de afirmaciones que fueron refutadas en el juzgado comparándolas con sus propios emails. Los medios le estaban destruyendo en los telediarios e incluso una revista empresarial tan anodina como BusinessWeek informaba: “Discute con los fiscales la definición de palabras tan comunes como ‘nosotros’ y ‘competir’. Las primeras rondas de su declaración le muestran dando respuestas oscuras y diciendo ‘No recuerdo’ tantas veces que incluso el juez tuvo que reírse. Lo que es peor aún: mucho de lo que el jefe negaba o alegaba ignorar ha sido refutado directamente por la fiscalía gracias a fragmentos de los emails que Gates mandó y recibió”.
Fue en este momento cuando Gates descubrió las maravillas de las donaciones caritativas.
El litigio de Gates
La prensa de negocios ha observado cómo “hace veinte años se asociaba el nombre de Gates con una conducta monopolística, depredadora e implacable”, y que “tras salir muy mal parado durante el juicio antimonopolio de Microsoft, a finales de 1998, la empresa inició un periodo, descrito en su momento como ‘ofensivo seductor’, que buscaba mejorar su imagen (…) Gates contribuyó con 20,3 miles de millones de dólares, el 71% de su contribución total a la fundación (…) en los 18 meses que transcurrieron desde el comienzo del juicio hasta el veredicto”. Un gestor patrimonial declaró en un alarde de sinceridad que “su filantropía le ayudó a reinventar su nombre”.
Efectivamente, la filantropía de los hombres y mujeres más ricos del mundo es uno de los principales argumentos que sus defensores tienen: sí, claro, Gates y otros millonarios ganan mucho dinero, pero luego lo usan para ayudarnos, ¡qué generosos! ¡Fíjate, es más listo que nuestro presidente racista y televisivo! Sin embargo, la filantropía tiende a ser la hoja de parra bajo la que se oculta la clase dominante.
Además, en esta era de recortes de impuestos para los hogares adinerados y de los resultantes déficits en los presupuestos gubernamentales, muchos de los partidarios de acabar con el estado social siguen apuntando a la filantropía privada y a las organizaciones religiosas como las que pueden asumir ese papel. Resulta absurdo: las organizaciones benéficas privadas, incluso a la escala de la de Gates, no pueden responder, ni por asomo, a las necesidades sociales de todo un país de manera independiente, ya sea alojar a enfermos mentales o proveer de vacunas a la población.
Las mismas organizaciones reconocen esto, como dijo la entonces directora de la Fundación Gates, Patty Stonesifer: “Nuestras donaciones son una gota en el mar comparadas con la responsabilidad del gobierno”. Esto se confirmó cuando la fundación asignó 50 millones de dólares a la lucha contra el Ébola en África occidental, mientras que Naciones Unidas estimaba el coste total de contener el brote en unos 600 millones de dólares. Estas cantidades están al alcance de estas fundaciones modernas, pero muy lejos del tipo de compromiso que se les supone. Por supuesto, si las fortunas de los multimillonarios se socializaran y se sometieran a algún tipo de control popular, podríamos ir mucho más allá y realmente tener un sistema de salud público robusto, que permitiera hacer pruebas rápidamente sin ánimo de lucro y que evitara que las epidemias llegaran a producirse.
A veces esto es reconocido incluso por los conservadores partidarios de la austeridad y de los recortes. Milton Friedman, el consejero económico de Reagan y autor de Capitalismo y libertad, escribió en su momento: “Estaría bien poder confiar en las actividades voluntarias de los individuos para que alojaran y cuidaran de los locos, pero creo que no podemos descartar que estas actividades caritativas serían insuficientes”.
Respecto al imperio original de Gates, el Departamento de Justicia de la administración de Bush retiró la exigencia de disolver la empresa, a pesar de que el tribunal federal resolvió que Microsoft mantenía un monopolio de sistemas operativos para ordenadores basados en Intel, y que había usado tácticas monopolísticas ilegales para acabar con otros softwares que le resultaban amenazadores, como Netscape, Sun, Apple... Con todo, Gates sigue siendo hoy grotescamente rico, y por supuesto ha podido retirarse de la junta directiva de Microsoft dictando sus condiciones.
Entretanto, los medios corporativos ayudan encantados a pulir su reputación de generoso benefactor de la humanidad, en vez de la de canalla mezquino y abusón.
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