No todo es 'lawfare'
Ahora que el lawfare está en la centralidad de la política latinoamericana es justo y necesario detenernos por unos instantes para precisar su definición, y así evitar que dicho término sea manoseado más de la cuenta y que con tanto uso y abuso acabe perdiendo importancia y sentido.
Como decía Gilbert Rist, se ha hablado y escrito tantísimo del término “desarrollo”, que luego de años, es posible que este concepto sirva para todo, desde evocar a una gran cantidad de rascacielos en Nueva York, hasta pensar en letrinas construidas en algún poblado africano. Si permitimos que esto ocurra con el lawfare, entonces, acabará siendo un abarca-lo-todo que irremediablemente lo condenará a su devaluación progresiva como concepto útil.
De ninguna manera es una contradicción afirmar que para defender la potencialidad del lawfare como herramienta explicativa de muchos de los sucesos políticos que vienen ocurriendo en el siglo XXI en América Latina debemos asumir que “no todo es lawfare”. No toda causa o proceso judicial contra políticos/as o exfuncionarios/as es lawfare. Así, es fundamental delimitar qué es y qué no es.
Por un lado, no podemos ni debemos confundir lawfare con todo golpe blando (por ejemplo, véase el caso del golpe a Manuel Zelaya de Honduras o a Fernando Lugo en Paraguay, donde el lawfare no fue el componente determinante); ni con un golpe de Estado “tradicional” (véase lo que sucedió en Bolivia en 2019). Ni tampoco debemos confundirlo con casos de corrupción reales (no armados), ni con casos como el de “Pepín” Rodríguez Simón en Argentina –prófugo en Uruguay, con pedido de extradición y alerta roja de la Interpol–, que sí ha estado involucrado en operaciones judiciales contra el kirchnerismo. O la situación de Jeanine Áñez, que sí es responsable, precisamente, del golpe de Estado en Bolivia contra Evo Morales.
De modo tal que no todo es persecución ni lawfare. Tales situaciones difieren abiertamente de la persecución al correísmo en Ecuador, del proceso del Lava Jato en Brasil (desde el golpe parlamentario a Dilma, pasando por la criminalización del Partido de los Trabajadores y el encarcelamiento de Lula), así como de la persecución política contra Cristina Fernández y algunos de sus funcionarios y funcionarias. Todos estos procesos se han dado en el marco de una creciente y tensa disputa entre potencias, de pérdida de hegemonía de EEUU y de crisis del capitalismo, que ha sido desafiado en América Latina (con luces y sombras) por sectores, gobiernos, etc. que cuestionan el orden neoliberal.
Por otro lado, y considerando lo anterior, si el lawfare se convierte en horizonte de significado casi exclusivo de los procesos de cambio, se corre el riesgo de darle un poder y entidad aún mayor al que ya tiene. Podría conducir, por ejemplo, a la desconexión con las necesidades y problemas cotidianos de la gente, que requieren de soluciones a corto y mediano plazo. De modo tal que comprender el lawfare y diseñar las herramientas necesarias para contrarrestarlo es un desafío que sí o sí debe afrontar el progresismo cada vez que esto se produzca en cualquier circunstancia sin perder de vista que el objetivo es seguir avanzando en lo político y electoral para lograr sociedades más justas.
En definitiva, por un lado, no todo proceso judicial contra los políticos es lawfare. Tampoco es lawfare todo juicio por corrupción. Es sólo uno de tantos problemas y desafíos a enfrentar y resolver por las izquierdas y los progresismos. Podríamos decir, entonces, que el lawfare es una manera más de sostener el poder geopolítico defendido por una red de intereses y actores a nivel local e internacional vinculados generalmente a las derechas (liberales y conservadoras). Sería una de las estrategias para mantener el statu quo, que puede articularse con otras vías para la desestabilización, y que de ningún modo debería eximir al progresismo de enfrentar tantos otros problemas y desafíos en nuestra región.
CELAG