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Mundo, Mundo :: 06/01/2025

Poesía y verdad. O el arte y el fetichismo de la mercancía

Ieca-Orko de la puntania
A propósito del Paul Éluard sensorialista (1977-2024). In memoriam

Si entendemos a la semblanza como una biografía política, en nuestro caso, de un grupúsculo a decir verdad del todo intrascendente, no conviene detenerse en la personalidad de sus integrantes, ni una recopilación de anécdotas hilvanadas a discreción. Mejor es abocarse a dar cuenta de su intento de configuración estético-política, desde sus inicios hasta su disolución. Y es que, como es sabido, existe cierta tendencia a explicar y a explicarse las tensiones políticas como antipatías personales. Y que cuando se avanza en esas interpretaciones, se advierte una cierta psicología que se regodea en menudencias, para poder autopercibirse magna.
Como bien se ha señalado, casi que como un eco de los estertores del estallido social del 2001, en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC, se formaría un agrupamiento tan discreto como altisonante, aglutinado en torno al concepto estético-político del Sensorialismo.
Si bien con un fuerte anclaje postmodernista, las aulas y carreras de la facultad estaban dándose a nuevos bríos de militancia estudiantil, que venían un poco a sacudir cierta modorra academicista finisecular. Se podía volver a hablar de Marx y del marxismo, aun cuando fuertes inflexiones “post”. Las agrupaciones de izquierda ganarían algo más de predicamento, y hasta lograrían hacerse con el centro de estudiantes unos años después, ya cuando el grueso de esas inquietudes militantes iba siendo ganado por una epicidad kirchnerista en ciernes.
Y como suele ser lo habitual en tales coyunturas, las carreras, las cursadas, los planes de estudio y los programas comienzan a sufrir una suerte de crisis de sentido, quedan expuestos, se transforman en objetos de polémica abierta, sufren algunos embates, se resienten, resisten con mayor o menor suerte, pero no quedan incólumes y sufren algunas transformaciones. Irónicamente, o no tanto, las carreras del todavía departamento de artes de la facultad era el que aparecía como más ajeno a los cuestionamientos de los nuevos bríos militantes (elegimos aquí el término militante antes que político por razones que, esperamos, se esclarecerán más adelante). La facultad parecía ser un taller en el que se forjaban las nuevas camadas de artistas pour la galerie, sin mayores inquietudes que las de alcanzar cierta resonancia estético-comercial. Todo ese circuito postmo-kitch que luego se aglutinaría en barrio Güemes y demás, estaba todavía en sus albores, pero ya podía verse el cliché de Frida en esas sensibilidades. Acaso teatro pudiera haber tenido una impronta algo distinta, pero con marcadas declinaciones hacia una expresión corporal new age, con ínfulas experimentales y afectaciones deseantes (snob).
El Sensorialismo surgió como una impugnación a todo aquello, y se pretendía incubadora de una crítica estético-política a lo que se le presentaba como una asfixia y ahogamiento de la genuina inquietud e inclinación artística -tenida como una manera superior, o libre, de experimentar la vida- por parte de la academia, y el circuito del arte existente y en formación. Y en esa impugnación se combinaban tanto la sospecha hacia la ajenidad del arte respecto de la política, como la certeza de que la formación académica no producía más que técnicos sin la menor inquietud artista, incapaces de crear experiencias de mundo capaces de enriquecer la vida.

El Sensorialismo primitivo
Quizás una mejor denominación para este acápite pudiera ser la de Sensorialismo romántico, por toda la gama de sentidos que el término romántico condensa tanto en términos estéticos como histórico-políticos. Como bien se ha señalado, este primer momento estuvo relativamente signado por la crítica de la técnica, o, mejor, al tecnicismo en la formación académica.
Parido por párvulos de la bohemia universitaria, con antecedentes literario-humorísticos donde el ingenio paródico remedaba la imaginación satírica, el Sensorialismo primitivo tendría en el expresionismo y la libertad de expresión, su caballito de batalla ludista. Apenas una crítica negativa respecto del tecnocratismo academicista que aplastaba la expresión, la creatividad, etc. No había una propuesta estética positiva y no tenía por qué haberla. La improvisación lúdica y “la técnica” del bricoleur (sin siquiera mencionarlos) eran nuestras “armas de la crítica”.
Con todo, las tendencias más politicistas y las más esteticistas se hacían notar ya en esos primeros pasos, preanunciando las diferencias posteriores. Digámoslo así, la tendencia mayoritaria iría construyendo la crítica al postmodernismo como una nueva forma de estetizar la política, a la que había que responder, una vez más, politizando el arte. Y si la minoría se había propuesto realizar el arte sin abolirlo, la mayoría iría decantando hacia aquello de abolir el arte sin realizarlo. Aun cuando se fuera consciente de que ambas posiciones eran erradas. Que de lo que se trataba era de abolir el arte al realizarlo, y de realizarlo al abolirlo.
Y abolir el arte sin realizarlo, en un primer momento, significó una política de sustracción del tecnicismo artístico. A lo que la tendencia minoritaria, que de alguna manera había participado “manifiestamente” de esa posición, respondería con una vuelta a la técnica. Había que realizarse como verdaderos artistas, y eso significaba demostrarse diestros técnicamente, con, junto y más allá de que la expresividad subjetiva de cada quién pasara por lo lúdico, lo onírico, etc. Y si para esta posición la inquietud poiética debía verse subordinada a la tekné, en tanto que dominio (estético) de la cosa, la posición contraria sería la de que la poiesis debía pasar a forma parte de la praxis política, asumida esta como la actividad transformadora de la realidad.
Esto diferencia inaugural es la que marcaría esta primera etapa del Sensorialismo antes que cualquier otro motivo. Un diferendo que tenía como punto de partida ya el propio concepto estético-político que aglutinaba al grupo, y la perspectiva sobre la actividad artística que de ello se derivaba. Y es que si de una parte la sensibilidad aparecía como un campo de reivindicación poético-sensualista, de la otra se presentaba como una terreno de disputa, como un campo de batalla poético-sensorialista. De suyo, estas diferencias de concepto implicaban ideas disímiles -aunque de momento no necesariamente excluyentes- acerca de lo que el Sensorialismo tenía que ser y hacer en términos artísticos. Para la perspectiva que se tenía a sí misma por “fundacional”, el obrar artístico era un hacer dispuesto para la contemplación sensible, mientras que para la perspectiva más “activista”, se trataba de una actividad sensible que habría de incidir prácticamente en la realidad. Se trataba de un diferendo entre el hacer y el accionar, entre una propuesta de “conmover y movilizar” estéticamente la escena, y otra que despreciaba la escena y se proponía contribuir poéticamente al activismo político y la agitación social.

El (Sur)Realismo Sensorialista
Allende a las disputas, la etapa primitivista del Sensorialismo había tenido como punto de convergencia el liberar la sensibilidad, mejor, a la inquietud sensible, de las ataduras tecno-academicistas de la producción artística. Pero no solamente se trataba de una reivindicación de los impulsos primigenios de la creatividad, sino también de ciertos coqueteos con las formas “primitivas” -asumido este término en un sentido antievolucionista- del arte-ritual, etc.
El enfoque fundante, o se daba a la composición de escenas hedonistas dónde “el autor” tenía a los dioses báquicos como invitados a un banquete apolíneamente por él mismo regenteado. O dábase a la “creación” romántica de ucronías donde él, como demiúrgica deidad, gustaba verse adorado y reconocido como todo un “gran Hombre”, resucitador eventual de virtualidades poéticas de mundos perdidos, a los que gustaba de neronear después, como padre de la criatura.
Mientras tanto, el grupo iba dándose cada vez más a la discusión sobre las formas, que planteábase como una forma superior (y superadora) de la diatriba inicial contra “la técnica”. Ya en este punto, la perspectiva “fundante” comenzaba a verse rezagada no sólo en términos políticos, sino, asimismo, en sus posicionamientos estéticos, pues no se podía reducir la discusión sobre las formas a una mera cuestión de orden técnico. Y tanto en el arte como en la política -en tanto arte de construcción de hegemonías-, las formas hacen al contenido.
Habíamos partido de la certidumbre de que, en la producción artística, la materia había de estar sujeta a la sensibilidad y la imaginación poética antes que a la racionalidad teórico-metodológica del tecnicismo.
Y dada una cierta decepción con nuestros resultados iniciales, e incluso de antemano, la posición fundante, ya vimos, daba un paso atrás, al tiempo que la posición mayoritaria hacía una crítica al primitivismo en otros términos, y plantéabase que para el Sensorialismo no se trataba de que el corazón desplazara a la cabeza, sino de que ambos se unieran en la imaginación, o, más todavía, en una imaginación intelectualmente cultivada.
El Sensorialismo debía madurar intelectualmente, y situarse en el terreno de (su)realidad. De algún modo, había que volver a interpretar el mundo que se pretendía transformar, para que sus enunciados, declamaciones y proclamas no fueran meras “letanías” anticapitalistas, prestas siempre para todo tiempo y lugar. El debate sobre las formas llevaba, inevitablemente, a la discusión sobre el contenido. El formalismo y el constructivismo sumábanse a la prosapia surrealista y al romanticismo expresionista inicial que auspiciara el grupo.
En términos generales, y luego de demasiadas discusiones respecto del postmodernismo -si era más una actitud que una realidad, o a la inversa- llegóse a un cierto acuerdo respecto de que “el contenido” era la realidad socio-histórica, poéticamente mediada por la sensibilidad y la imaginación artística, y a través de la cual adquiere una existencia estética, no tanto como cosa social, sino como significación social. Que el contenido del arte, por tanto, no estaba dado por los artistas, las tendencias o las corrientes artísticas particulares (tal, entendíase, era la postura fundante, y por motivos “autorales” evidentes). El contenido se les impone, pero de modo tal que, al atravesarlas, son ellas las que le imprimen un estilo propio y distintivo. Y encuadradas en este orden de sentido, las formas debían ser asumidas como la arquitectónica de lo sensible.
El Sensorialismo debía evitar toda tendencia al formalismo abstracto, tenido como forma ampulosa y/o paroxística del tecnicismo (donde la realización del arte, irónicamente, aparecía como la muerte del arte, en tanto ningún contenido vivo se desenvolvía en ello). Mas, al mismo tiempo, debía evitarse toda tentativa de un burdo contenidismo materialista. Una vez más, las formas debían hacer al contenido, y la mediación entre forma y contenido debía estar dada por la refracción de este en la sensibilidad e imaginación artística, teórico-críticamente espoleadas.
Llegados a este punto, el Sensorialismo veíase obligado a realizar un ajuste de cuentas con su matriz fundacional de corte sensualista. Se estableció que, contrario a como se autopercibía, la tendencia sensualista no tenía un carácter simbólico, en cuyas obras pudieran plasmarse significados múltiples. Al contrario, se advertiría en ello un carácter fetichista del arte, el cual se percibe en la presentación de las obras como cosas; no como formas semióticas, sino como materialidad sensual. Y en presencia de su eseidad material (aun como imagen), el público era puesto a percibir una fuente de goce o placer, de bienestar.
Se comprendió que la conciencia estética fetichista desea gozar de las obras como cosas, disfrutar sensualmente de sus cualidades. Que ante ella, las obras de arte se presentan como resultado de la taumaturgia de sus “creadores”, y estos a su vez se gozan a sí mismos en sus cualidades taumatúrgicas. Que el arte fetichizado mistifica “las creaciones” y las presenta como resultado de la magia de los artistas. Que todo ello era la forma en que el arte quedaba sujeto al fetichismo de la mercancía.
El mercado capitalista del arte, según este diagnóstico, no pondera las producciones artísticas por sus cualidades poético-culturales, sino en la medida en que las considera como contribuciones directas a la riqueza económico-material, como mercancías de valor ador[n]ativo.
El Sensorialismo abocábase entonces a la búsqueda de una sensibilidad social emancipada, que no se vinculase al arte en búsqueda del del mero goce sensible, o el placer sensual inmediato; sino que lo aprehendiese como plasmación y revelado estético de la sensibilidad social subjetiva, como la generación poética de formas de conciencia sensible en las que el ser social se refleja intersubjetivamente, apreciando y justipreciándose, y mediante lo cual los sentidos físicos y espirituales se forman y recrean.
El arte, por tanto, no podía seguir siendo asumido como aquella técnica-taumatúrgica dada a la composición de coseidades sensibles-supransensibles.

El Sensorialismo situacionista
De una concepción místico-fetichista de la producción artística habíamos pasado a otra, dialéctico-materialista, que la asumía como una producción simbólica en la que la imaginación trasponía poéticamente los datos de la sensibilidad física y espiritual (la sensorialidad), dando lugar a formas simbólico-sensibles que inscribiéndose en el flujo de la práctica social, pudieran tener algún tipo de efecto estético-revulsivo sobre la conciencia. El arte era forma y no cosa, actividad sensible antes que materia sensible, una acción más que un hacer.
Claro está que estos desplazamientos se fueron dando de manera contradictoria y enrevesada, y casi que iban dándose en los hechos antes que a través de discusiones, y ya por el propio ímpetu que la tendencia activista le iba imprimiendo a la actuación del grupo. Ciertamente en este punto la cuantía de las intervenciones, el quantum de la presencia en la vida política tendía a fungir como un criterio de validación por encima de la cualidad y la eficacia de la práctica. Las discusiones se daban mal y por saldadas, la tendencia fundante intentaba brillar por su ausencia, abrumada en su silencio, sintiéndose marginada, presa de su imaginación que fantaseaba ya no escenas románticas, sino conspiraciones maquinadas en su contra. Y entre encuentros y desencuentros, iba pergeñando algún tipo de salida pletórica de epicidad dramatúrgica.
La tendencia activista iba deviniendo cada vez más en tendencia militante.
Eso dejaba en suspenso la elaboración de un enfoque crítico propiamente Sensorialista, puesto que se suplía el análisis y la reflexividad, con diatribas morales e invectivas ideológicas en contra de la moralidad y la cultura “burguesa” en abstracto, bien al modo de las izquierdas universitarias de por entones -acaso continúe siendo así- donde la censura desplaza a la crítica y demás.
El activismo dividíase, a su vez, y en este contexto, en una rama que pretendía continuar de manera independiente a los lineamientos partidarios, y otra que se iba acercando cada vez más decidida y definidamente al trabajo con estos. La tendencia fundante, en este marco, era cada vez más fantasmática, y fue esfumándose hasta desaparecer con más pena que gloria, en alguna última peri-patética aparición. Con todo, su salida marcaba un punto de quiebre, y la apuesta por “conmover y movilizar” la escena artístico-cultural, aun posicionándose en sus márgenes, era dejada de lado. Había que deshacerse de todo vedetismo -aunque se presentase con ropajes “alternativos”- y lanzarse a “cambiar la vida” y “transformar la sociedad”.
De suyo esto conllevaba un ahondamiento en las polémicas acerca de la autonomía relativa del arte, de su relación con la práctica política, de su propia potencia política, y, claro, en nuestro proceso interno, de si no estábamos corriendo el riesgo de abandonar una escena por otra, en este caso, la escena político-partidaria. Más específicamente, la cuestión era si nos íbamos a dedicar a poner en escena la agenda política de un partido X, o si efectivamente nos mantendríamos fuera de toda escena, para asaltarla mediante acciones tipo golpe de mano.
Como de costumbre, nada llegó a resolverse efectivamente y la cuestión fue decantando sola y a fuerza de los hechos. Los partidos también juegan, y si no te pueden cooptar por completo, buscan dividir y absorber lo que puedan. Y en eso, terminaron siendo exitosos.
Pero en el entremés, el Sensorialismo pudo ir barruntando sus propios elementos de teoría-crítica. Y a partir de la certeza de que no se podía seguir encasillado en la crítica al secuestro seguido de muerte del arte por los museos, sino que había que hacer una actualización de la crítica a la vida colonizada por la industria cultural, la repulsa al fetichismo sensualista iba dando paso a la denuncia de la exaltación industrial de las sensaciones (a la postre, el sensacionalismo), que, esa era nuestra hipótesis, desarrolla(ba) los efectos del fetichismo y el misticismo llevándolo al extremo de lo colosal (lo sublime-mercantil), afectando toda manifestación de vida, y ya no sólo como dirección “cultural” de las conciencias, sino como expropiación “espectacular” de la experiencia.
Nos habíamos vuelto hacia el situacionismo, pero sin dejarnos llevar por una reproductibilidad técnica del mismo, sino que dándole una vuelta de tuerca sensorialista.

Sensorialismo ex post
El concepto de situación resultaba particularmente potente, para nosotros, en tanto nos permitía superar las antinomias entre forma y cosa, entre materia y acto, entre hacer y activar. En otros términos, nos permitía superar la dicotomía entre obra y performance (concepto este por el cual sentíamos un particular recelo, puesto que lo advertíamos como una captura académica de la idea de los happenings). Para nosotros, la situación había devenido en un sucedáneo poético de la noción de praxis, a la que, sin embargo, permitía dar un mayor realce, en tanto y en cuanto se la asumía como la acción propia y autoeducativa de las masas, etc.
El concepto de espectáculo, por otra parte, nos permitía superar las discusiones acerca si nuestro campo de acción debía ser “la calle” en contra de “el museo”, “el shopping” o “la catedral”. El espectáculo reunía todos los espacios, hasta los más domésticos e íntimos. Y todo debía ser puesto en situación, empezando por la escena política en sí misma. Quizás porque en ella se dirimía nuestra propia interna grupal en relación a “los partidos”, mas también porque nuestro devenir coincidía con un momento de ebullición y movilización político-académica en el que los nuevos aires progresistas iban copando la escena. Y no sin cierto sectarismo, nos convertimos en críticos tempranos de la progresía, en la que llegamos a incluir hasta la propia izquierda.
2005 sería, pues, nuestro momento sesentaichesco. Pudimos darnos a asaltar la escena político-cultural, con, junto, en contra y a la par con las performances de los artistas partidarios. Poníamos a Marx contra el marxismo, a los DDHH contra el progresismo, y, como no podía ser de otra manera, al arte contra el arte mismo. Y si bien pudiera ser que nuestros enunciados resultaban más altisonantes que nuestras acciones, el propósito no estaba en producir performances estridentes e intrusivas, sino en generar intervenciones sediciosas o subversivas. Las situaciones las suponíamos dadas por las movilizaciones mismas, y no teníamos la pretensión de generarlas o de irrumpir en ellas -si en la escena-, sino de activar, de agitar en ellas y a través de ellas. No buscábamos el reconocimiento ni la aprobación, sino la perplejidad, la incomodidad y la confusión. Generar una herida narcisista en la sensibilidad autocomplaciente del progresismo, y de una izquierda que apenas si se presentaba como un progresismo más radical y consecuente.
En las movilizaciones, y particularmente en las de carácter universitario, había mucho de puesta en escena -de actuación en términos performáticos-, y para nosotros, en ese entonces, en la escena, la imagen se imagina como situación, como un suceder práctico-existencial anclado en la materialidad de la vida diaria. Y, sin embargo, las movilizaciones generaban el “escenario” situacional propicio para activar sin fabricar escena, sin aditar espectáculo. Y, una vez más, el concepto situacionista justificaba nuestra pobreza escénica. La situación estaba dada por el momento de confrontación social y de lucha, pero las movilizaciones eran sólo su puesta en escena. Allí interveníamos, allí agitábamos (revolucionamos “el arte del panfleto”), allí nuestra pobreza escénica conjugábase eficazmente con nuestra grandilocuencia enunciativa.
En ese marco, y presentándose al modo de performances, el arte no aparecía como una actividad póstuma (en sentido hegeliano), pero incluso así aparecía como una representación de la praxis. Nuestro propósito era obrar en contra de ello. Y la situación resulta ahora algo paradójica, porque abolíamos el arte sin realizarlo, pero la propia situación parece haber encontrado en nuestras formas, la manera de expresar(se), de manifestar(se como un) algo vivo, toda vez que, a nosotros, todas las formas escénicas se nos antojaban entonces carentes de vida y/o de realidad. Tal vez sólo estábamos justificando nuestra falta de imaginación y de talento, más cuando todo esto surgía de una reflexividad post festum, puesto que, en nuestro caso, en el principio siempre fue la acción, pero a un modo surrealista, de automatismos psíquicos y asociaciones libres.
De hecho, podría decirse que nunca hubo un convencimiento genuino sobre la efectiva posibilidad de una perspectiva sensorialista, que las más de las veces era una etiqueta de presentación, y de justificación nominal, ya para un hacer, ya para la acción. Se trataba de una significado vacío y flotante, al que se lo llegó a confundir incluso con una suerte de sensibilísimo, convocándoselo para sensibilizar sobre tal o cual problemática. Cuando lo cierto es que se trataba sí de un emblema de lucha, más de que una propuesta pedagógica. No pretendíamos sensibilizar de nada a nadie, y las pocas veces que nos vimos metidos en algo así, resultó siendo bastante frustrante.
El fin de las movilizaciones dejaría nuestro activismo huérfano de “escenario”, las discrepancias en torno a lo partidario cobraron prevalencia (al fin y al cabo, la agenda del partido ofrecía una “escena” o “tribuna” desde la cual agitar), la cosa fue declinando y encontró su fin en un film entre chaplinesco y surrealista, acompañado de alguna que otra publicación. El Sensorialismo había muerto y nosotros [no] lo habíamos matado. Algunos se plegaron a la escena partidaria, otros intentan asaltar la escena de tanto en tanto, otros quedaron o se mantuvieron fuera de escena y otros tantos la frecuentan marginalmente.
Sólo la tendencia tenida por fundante se metió de lleno en ella. Y no hay nada que objetarle en ese sentido, siempre buscó ser reconocido y apreciado por el mundo del espectáculo, aun en la impostura del nihilismo lúcido de corte beat.
Para nosotros, de todo aquello queda poco y nada, apenas sí una experiencia intensa que a la distancia puede parecer más enjundiosa de lo realmente acaecido. El Sensorialismo fue un nimio avatar en la escena cordobesa de principios del milenio. Una superfetación que no da ni para maldita. Que, contrario sensu, no fue motivo de tesis alguna. Pero que ahí quedó, y a alguien le puede haber parecido algo rescatable, tanto como para que alguno sintiera la tentación fantasmear con su aura, llenarlo del acartonado y nerónico humo de su Marlboro box, lucrar más no sea un café con ello, hacer consumo irónico de su fama, y volver a fantasmear la figura de Salzano.

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[*] Esto no es una elegía
Esta suerte de breve ensayo de interpretación, surgió como intento de respuesta a una nota publicada en el principal diario de Córdoba, Argentina, el 16/12/23, bajo el título de “La vez que fui Paul Eluard”. Una suerte de panegírico personal de su propio autor quien casualmente acaba de fallecer en estos días. Un fabulator narrator de sí mismo y de la vida que supo hacerse de un nombre y un lugar en “la escena” literario-artístico-cultural de la capital mediterránea del capitalismo argentino, convirtiéndose en uno de sus más nóveles y conspicuos animadores, fungiendo cual Deus ex machina, a través de quién se introducían novedades literarias.
No está en el ánimo de nuestras letras el agraviar su figura ni su recuerdo, al contrario. Nuestra mejor manera de recordarle, creemos, es reseñando las inquietudes, actuaciones y diferendos estético-políticas que por un momento nos cruzaron, para distanciarnos indefectiblemente luego.
Queda en nosotros saber que nunca hubo inquinas o resentimientos personales, que el trato post festum siempre fue amable y gentil, aun cuando quedara para el tintero este ajuste de cuentas.

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