Uruguay: La cárcel de "Libertad"
Las paradojas del destino han hecho que yo tuviera que añorar los años de la dictadura militar en mi país; tuve en mala suerte crecer y abandonar mi infancia en esa época. No es a la barbarie a quien debo estar agradecido y parecería estar de más aclararlo, si no fuera por la ilimitada necedad humana que nunca descansa.
Una vez, en una clase de literatura de la secundaria, le preguntamos a la profesora por qué no se hablaba de Onetti, siendo que dos años antes había recibido el Premio Cervantes en España y que, se decía (alguien dijo), era uno de los clásicos vivos de nuestro país. La respuesta, contundente, fue que Juan Carlos Onetti había recibido todo de Uruguay —educación, fama, etc.— y luego se había ido al exilio a hablar mal de su país.
No es necesario comentar semejante exabrupto. Sólo que uno espera de alguien que se ha dedicado a la literatura una visión menos estrecha de la existencia. Se supone que alguien con ese extraño oficio ha vivido varias vidas y ha tenido que sentir y pensar el mundo desde otras cárceles. Sin embargo no es así; la necedad no es la simple carencia de algo sino el resultado de un largo aprendizaje, casi siempre basado en la práctica.
Si este recuerdo ocupa todavía en su memoria algún lugar, tal vez forme parte de su cuota de arrepentimientos. Agregaré que aquella profesora, hasta donde alcanza mi juicio, no era una mala persona. Quizás era más feliz que las otras profesoras de literatura que tuve años después. Lo único que tenían todas en común era cierta sensualidad, insospechable por su forma de vestir o de hablar.
A lo que voy es que no sería raro que alguien piense, mientras menciono que crecí en tiempos de dictadura, que me debo a ella, que le debo mi educación y poco menos que la vida y que, por lo tanto, debería tenerle algún agradecimiento. Claro que la respuesta es no. Como decía Borges —el tantas veces ciego, pero no menos veces brillante—, uno nace donde puede. A mí me tocó nacer en un momento histórico donde la política —o, mejor dicho, su antítesis: la barbarie— se filtraba por las rendijas de las puertas y las ventanas, hasta destruir a familias enteras. Una de esas fue, entiendo, mi familia. O parte de mi familia. Pero no voy a entrar en eso ahora.
No puedo evitar recordar esta trasnochada la cárcel de Libertad, allá en Uruguay. Antes, yo había conocido depósitos menores, con motivo de las visitas que mi familia le hacía a mi abuelo, Ursino Albernaz, el viejo rebelde, el revolucionario, la oveja negra de una familia de campesinos conservadores. Mi abuelo había sido negado por su primera familia; le quedaba la que él mismo había construido y, sin querer, destruido también. Fue torturado por varios “soldaditos de la patria”. Omitiré nombres de vecinos, ya que aún viven y no tengo más prueba que la confesión de mis seres queridos, ya todos muertos; sólo diré que el célebre “Nino” Gavazzo estuvo entre sus cobardes inquisidores.
Aunque el adjetivo “cobarde” es una redundancia histórica, ya que las dictaduras no recuerdan ningún acto heroico, ni de sus soldados ni mucho menos de sus generales. Ni siquiera pudieron inventarlos; no sólo porque carecían de imaginación sino porque ni ellos mismos se creían cuando se colgaban estrellas y medallas en sus uniformes, una tras otra hasta cubrirles todo el pecho de chatarra que portaban orgullosos en las fiestas de sociedad. Sólo queda el recuerdo de la permanente y obsesiva propaganda detallando los horrores ajenos. O las demostraciones de amor de los religiosos seguidores de Pinochet que en los años noventa desfilaban con retratos de los desaparecidos por el régimen y con una leyenda que decía: “Gracias a Dios están muertos”.
(Recientemente estuvo aquí en la Universidad de Georgia el célebre Frederic Jameson donde, con su habitual guiño provocador, recordó las costumbres narrativas de los imperios, el placer del éxito y la tortura: la épica pertenece a los ganadores, mientras el romanticismo es propio de los perdedores. No obstante, es ésta la que permanece. En América Latina ni siquiera hubo una épica de los vencedores. ¿Quién se puede imaginar a un escritor, por enano que sea, rescatando alguna de los miserables éxitos de nuestros atilas?)
De esos cursos en el infierno, mi abuelo salió con una rodilla reventada y algunos golpes que no fueron tan demoledores como los que debió sufrir su hijo menor, Caíto, muerto antes de ver el final de lo que él llamaba “tiempos oscuros”. A principio de los años 70 ascendieron a ambos al mayor espacio simbólico de la dictadura: los enviaron a la cárcel de Libertad.
Recuerdo la cárcel de Libertad desde infinitos puntos de vista. Para los niños que íbamos allí, el largo viaje era un paseo, aunque siempre debíamos madrugar para luego esperar a un costado de la ruta en noches frías y lluviosas. Esperar, siempre esperar en la ruta, en las terminales de ómnibus, en los interminables puestos de seguridad, en pasillos y salas de manoseo.
Cuando niños no podíamos imaginar que todo ese proceso, además de agotador, era humillante. Nos salvaba la inocencia, o la casi inocencia, porque siempre supe qué significaba aquello: era algo de lo que no se podía hablar. Años más tarde, uno de mis personajes llamó a esa generación, “la generación del silencio” y creo que dio sus razones, aparte de ésta.
Ese “silencio” significaba, para mí, que existía una contradicción trágica entre el discurso oficial y mi propia vida. En la humilde escuela de Tacuarembó a la que yo asistía, aquella escuela que goteaba sobre nuestros cuadernos los días de lluvia, se nos hablaba de la justicia y el orden pacífico que reinaba en el país, gracias a los Soldados de la Patria. Años después, en la secundaria, todavía se repetía que vivíamos en democracia.
Mientras debíamos escuchar y repetir todo esto en el ámbito público, en los veranos, en una cocina rural de Colonia, escasamente iluminada por un farol de mantilla, escuchaba las historias de personas desconocidas acerca de hombres y mujeres lanzados desde aviones al Río de la Plata, por arte de la dictadura argentina.
Quince años más tarde serían éstas mismas confesiones, por parte del ex capitán de navío Adolfo Scilingo, que escandalizarían al mundo. Eso fue en 1995, según recuerdo; leí esta noticia en algún país de Europa —por la arquitectura podría ser Praga—, lo que me dio una idea de la sospechosa inocencia del mundo y de buena parte de nuestra sociedad. Luego Scilingo o Tilingo se desdijo argumentando que todo había sido una “novela”.
Penal Militar de Reclusión 1 (conocido como "Libertad" por su ubicación próxima a la ciudad de Libertad).
Si libero mi memoria a partir del primer “check point” que precedía la entrada a la monstruosa cárcel de Libertad, enseguida me vienen a la conciencia militares con botas negras por todas partes, mujeres cargando bolsas, niños quejándose por el paso rápido de sus madres, maldiciones en secreto, invocaciones a Dios. Luego un salón como una estación de trenes, gris por todas partes. El cielo también gris y el piso húmedo, marcado por las botas que iban y venían. Un militar de bigotes recortado, llenando formularios y autorizando a pasar a la gente. No sé por qué, se parece a un Videla de ojos claros, labios apretados y voz de mando.
Luego una salita pequeña donde otros uniformados palpaban a los visitantes. Luego otro camino de asfalto que conducía a otro edificio. Una sala sin ventanas. Un retrato de José Artigas vestido de militar blandengue. Más esperas, más ganas de ir al baño y no poder. Una niña hermosa que me sonríe entre tanto fastidio. El pelo rubio le brillaba entre las penumbras de la pequeña sala. Pero a mí me había impresionado su mirada, inocente (se me ocurre ahora), llena de ternura, algo improbable en ese infierno.
En algún momento mi abuela se levantó y pasó para hablar con su hijo, por teléfono. Los separaba un vidrio espeso. Esa misma tarde u otra parecida le confesó que había sido allí, en la cárcel, donde se había convertido en aquello por lo cual estaba preso. Tiempo después me repitió a mí también la misma convicción: si había caído injustamente, ahora por lo menos tenía una justificación que le haría todos aquellos años de su juventud más soportables. Ahora tenía una causa, una razón, algo por lo cual sentirse orgulloso y redimido.
Luego los niños seguíamos por otra puerta y salíamos a un patio tiernamente equipado con juegos infantiles. Allí estaba el tío, con su bigote grueso y su eterna sonrisa. Su incipiente calvicie y sus preguntas infantiles. “¿Cómo te va en la escuela?” A mi lado recuerdo a mi hermano, mirando ensimismado a mi tío, y mi primo más chico M., arrojándose de un tobogán. Caíto lo agarraba, lo subía de nuevo y entre los gritos de alegría de M., volvía a preguntar: “¿Y cómo están los papis?” “¿Ya tienes novia?”.
Pero nosotros no estábamos para eso. Me acerqué al tío y le dije, en voz muy baja para que no me escuchara el guardia que caminaba por allí, el mensaje que tenía para él. Se quedó serio.
Luego lo recuerdo del otro lado de un tejido de alambre, caminando en fila india junto con los otros presos. Yo tenía ganas de llorar y me contuve. Mi primo gritó su nombre y él hizo como si se tocara la nuca y movió los dedos. Lo vi alejarse, con la cabeza inclinada hacia el suelo. El tío había sido torturado con diferentes técnicas: lo habían sumergido repetidas veces en un arroyo, lo habían arrastrado por un campo lleno de espinas. Más tarde supo que cuando se lo llevaron su esposa se pegó un tiro en el corazón.
Mi hermano y yo estábamos ese día de 1973 o 1974 en aquella casa del campo, en Tacuarembó, jugando en el patio al lado de una carreta. Cuando oímos el disparo fuimos a ver qué ocurría. La tía Marta, que apenas conocí, estaba tendida en una cama y una mancha cubría su pecho. Luego entraron personas que no puedo identificar a tanta distancia y nos obligaron a salir de allí. Mi hermano mayor tenía seis años y comenzó a preguntarse: “¿Para qué nacemos si tenemos que morir?” La mama, la abuela Joaquina, que era una inquebrantable cristiana a la que nunca vi en iglesia alguna, dijo que la muerte no es algo definitivo, sino sólo un paso al cielo. Excepto para quienes se quitan la vida.
—¿Entonces la tía Marta no irá al cielo?
—Tal vez no —contestaba mi abuela—, aunque eso nadie lo sabe.
A uno de los empleados de mi padre le gustaba jugar con un verso que había que repetir cada vez usando una sola vocal:
Estaba la calavera
sentada en una butaca
y vino la muerte y le preguntó
por qué estaba tan flaca?
Astaba la calabara, santada an ana bataca, a vana la marta… Cuando llegaba aquí, su rostro deformado por tantas as en su boca me recordaba a la muerta. La tía Marta estaba fría y muerta. Tiempo después tuve un sueño que se repitió algunas veces. Yo yacía inmóvil pero consciente en un sótano, lleno de desperdicios. Alguien, con la voz de mi abuela, decía: “Déjenlo, está muerto”. Entonces era doblemente abandonado: por mí mismo y por los demás. Este sueño, como algunos otros —aunque a los críticos de letras les gusta repetir que los sueños no le importan a nadie más que a quien lo soñó— está trascripto, casi literalmente, en mi primera novela.
Mi hermano y yo supimos, por deducción secreta, por qué lo había hecho. Aunque ahora pienso que nadie puede culpar a nadie de un suicidio sino al que aprieta el gatillo o se cuelga de un árbol. Ni siquiera a un dictador. Dejar cartas responsabilizando por su propio suicidio a alguien que no se encuentra presente es completar la cobardía del acto supremo del escapista —y una prueba póstuma de la manipulación de las emociones ajenas que el muerto ejerció o quiso ejercer en vida. En el caso de la tía Marta no fue un acto político; sólo fue víctima de la política y de sus propias debilidades.
El tío Caíto murió poco después de salir libre, en 1983, casi diez años más tarde, cuando tenía 39. Estaba enfermo del corazón. Murió por esta razón o por un inexplicable accidente en su moto, una noche, en un solitario camino de tierra, en medio del campo.