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Mundo, Mundo :: 03/12/2024

Uruguay: Los unos y los otros

Benelli
La patota de traidores que terminó por adueñarse de todo lo que quedaba del movimiento Tupamaro: Huidobro, Mujica, Marenales, Topolansky, Rosencof...

Como mágicos casilleros de un infinito crucigrama, nacimos cerca de la mitad del siglo y crecimos para soñar durante los sesenta. Conscientes o no, muchos elegimos ser protagonistas de una serie de acontecimientos que, según creímos, estaban destinados a cambiar las arcaicas estructuras que nos regían. Cada cual ocupaba una ignota casilla -igual en importancia a las demás- sintiéndose parte de una avalancha que arrasaría con todo lo convencional y conocido para así sentar las bases de la explosiva transformación del mundo. Atrás y aún cercanos, estaban los horribles fantasmas del pasado que habían perseguido a nuestros abuelos, pero los ignorábamos.

Me tocó crecer en aquel barrio áspero y arrabalero cuyos confines se confundían con los de Villa Española y en el que, hasta bien entrados los setenta, algunos aún usaban el caballo como medio de transporte. Un lugar en el que la gente de trabajo se mezclaba en pacífica vecindad con taitas o rufianes y en el que no eran infrecuentes los duelos a cuchillo. Para algunos, era parte de La Unión; para nosotros, el Pueblo Nuevo. Barrio de aspecto sencillo, con casas bajas surgidas del esfuerzo de sus habitantes; la mayoría edificadas de a poco, sin arquitectos, como respuesta a las necesidades de cada familia. No abundaban los negocios; apenas un par de panaderías, tres almacenes y una carnicería bastaban para satisfacer el diario consumo de la barriada. También estaba, como complemento, el mercadito municipal con sus cuatro puestos que atendían de mañana: Subsistencias, el S.O.Y.P., un expendio de lácteos y otro de carne. La cercanía del Mercado Modelo hacía que, por las madrugadas, la silenciosa calma de sus calles se interrumpiese con el trajinar de carros y chatas.

La adolescencia se nos vino de golpe y con ella, el liceo para algunos, la escuela industrial para otros y para el resto, demasiado poco -o sea, poner el lomo y sumarse al mercado laboral por zurda para parar la olla-. Fue justo cuando la televisión irrumpió en nuestras vidas. Dos o tres aparatos en cada cuadra, no todos podían darse ese lujo, pero empezó a ser común que, por las tardecitas, algún vecino privilegiado nos permitiera -a un grupo de elegidos- ver parte de la programación. Generosa solidaridad barrial que se expresaba también por parte de los pocos que, en sus viviendas, contaban con teléfono. En nuestro apresurado tránsito hacia la juventud, a su manera, el barrio nos fue moldeando con el aporte de una serie de enseñanzas invalorables. Así aprendimos que puede ser muy escasa la distancia que separa a la pobreza de la miseria y menor aún el delgado límite entre lo malo y lo bueno. Desde muy pequeños tuvimos que asimilar que se crece como se puede, pues es norma que las circunstancias resulten determinantes en la existencia de uno o más individuos ¿Quiénes propician esas circunstancias? Eso ya es otro cuento cuyo desenlace -por más que pasen los siglos- inevitablemente, resulta cada vez más sombrío.

La fórmula para que, en esa barriada de evidentes contrastes, los unos y los otros encontráramos la manera de convivir respetándonos sin que esos dos mundos entraran en conflicto, residía en los códigos de comportamiento. Códigos para relacionarnos; una especie de ley que, sin estar escrita, todos conocíamos y aplicábamos. Así y a manera de ejemplo, quienes vivían de lo ajeno, jamás robaban en el barrio y, a su vez, aquellos que vivíamos en hogares de laburantes, no nos metíamos en los asuntos de avería.

Una de las mayores contribuciones de aquel barrio para mi formación fue la de aportarme una serie de principios o patrones de conducta que siempre respeté para desenvolverme en cualquier ambiente o situación. Códigos, premisas que no se deben violar: la lealtad por sobre todo y junto a ésta, el respeto por el compañero de senda, de laburo o el amigo. Jamás caer en la vileza de delatar voluntariamente a otros pues no existe cosa peor que un “batilana”.

Batidor: una de las formas más arteras y despreciables de la traición, que no siempre aplica para quienes, estando en cautiverio y como resultado de los brutales apremios físicos y psíquicos que reciben, se ven forzados a admitir responsabilidades y revelar algún tipo de información. Cualquiera que haya estado preso y, por tanto, sometido a ese habitual tratamiento al que recurren los integrantes de los organismos represivos, sabe perfectamente a lo que me refiero. Ese tipo de metodología inhumana se ha utilizado en todas las épocas- ya fuera en los sesenta o antes, en los setenta o en la actualidad- y se administra igualmente para lo que es político y lo que no, pero cabe señalar que fue consentido y lo es -incluso hoy- por la sociedad uruguaya.

Desembocamos así en los oscuros escenarios del pasado en los que cualquier persona sospechosa de haber delinquido o atentado contra “las instituciones” se veía expuesta a recibir -por parte de sus captores- castigos de todo tipo destinados a destruir su capacidad de resistencia. Ante eso, que se llama tortura, las reacciones podían ser diversas e impredecibles y haríamos mal en juzgarlas, pues nadie tiene derecho a mensurar, y menos a catalogar, la capacidad de tolerancia de otros. Por tanto, para incursionar en tan complejo terreno, resulta imprescindible la cautela y también, antes que nada, ponerse en la piel del otro. A propósito, si hablamos de ese pasado reciente, nos encontramos con los unos y los otros o, acaso, resultaría más apropiado decir: el uno y los otros.

El uno, Héctor Amodio Pérez, a quien -por décadas -los otros sindicaron como el traidor responsable del fracaso del MLN Tupamaros.Los otros son muchos y no resulta difícil individualizarlos. Con la salvedad de que existen varias categorías de responsabilidad en este grupo, sin duda, sus gestores fueron los dueños del relato, Eleuterio Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof. Al principio, un relato que se implementó por medio del boca a boca hacia los cuadros medios y de base de la organización, para después hacerlo extensivo hacia el resto de la militancia de izquierda. Luego, a partir de 1985, por medio de la edición de libros e intervenciones públicas en relación con la Historia del movimiento Tupamaro. El resto de los otros eran los demás integrantes de la patota que terminó por adueñarse de todo lo que quedaba del movimiento -el nombre, el discurso, la infraestructura, el rumbo político y los dudosos activos que fueron acumulando con su accionar-; a saber, José Mujica, Julio Marenales, Lucía Topolansky, Ernesto Agazzi, Eduardo Bonomi, Susana Pereyra, Luis Rosadilla, los hermanos Dubra y varios más. Pero hay más categorías en los otros: periodistas complacientes, malos historiadores, peores investigadores -devenidos en escritores “especializados”- y aquellos que, con escaso rigor de análisis o por mero interés, contribuyeron al sumarse con parcialidad al relato.

Cualquiera que incursione en el tema con rigurosidad no puede desconocer que el destino del “Negro” Amodio Pérez estaba signado desde mucho antes de su última detención. Sus discrepancias con el rumbo que tomó la dirección de la organización fueron notorias y eso llevó a que quienes impulsaban la línea de acción le fueran desplazando. Consciente de que se encontraba en una muy difícil situación, pidió que se le permitiese ir a Chile para hacerse cargo de “La Guacha”, una columna compuesta por los integrantes de la organización que estaban en ese país. A sabiendas de que, por su prestigio y notable capacidad organizativa, eso significaba un riesgo para lo que planificaba la dirección, esa solicitud le fue denegada. Pidió entonces la baja, pero también se consideró riesgoso; en ese contexto y tales circunstancias, fue detenido y conducido al Batallón Florida. Pasados algunos días, comenzó la negociación con sus captores. Y en este punto cabe consignar con claridad que existieron varias -por no decir muchas- instancias de negociación protagonizadas por otros dirigentes tupamaros. La de Píriz Budes, por ejemplo, que le precedió y que aportó una completa descripción del funcionamiento interno, así como la ubicación de locales y de militantes. ¿Otra negociación? La que, junto a los suyos, llevó adelante el “Ñato” Eleuterio Fernández Huidobro y a la que pomposamente llamó “la tupamarización del ejército”.

En tanto este siniestro personaje, junto al “Ruso” Rosencof y demás otros, se dedicaban a negociar la capitulación del MLN, así como la entrega del arsenal y la detención de Raúl “Bebe” Sendic, saliendo -un día sí y otro también- a la calle para ubicar compañeros, aportaban sus infaltables dotes de batilanas apuntalando gente implicada en los delitos económicos -no sólo se limitaron a tan repugnante labor, sino que también participaron en las detenciones y algunos hasta en los interrogatorios-. Si no estoy errado, eso, en la ingeniosa jerga arrabalera que se utiliza en ambas márgenes del Río de la Plata, se llama “batir la cana”.

Batidor, batilana y también contamos con un término popular que igualmente los define:ortivas. A la hora de aportar ejemplos, entre tantos, hay uno -por demás ilustrativo- que refiere a la confección de una lista que Fernández Huidobro y Rosencof presentaron a los militares y que incluía a integrantes del MLN responsables de haber participado en “delitos de sangre”; naturalmente, no es preciso explicar que estos dos ortivas no estaban en el listado. Dicho de otra manera, era la manera de asegurarse que, para el caso de que las tratativas llegaran a buen puerto, ellos y su camarilla estarían“livianos” y, por tanto, serían liberados en poco tiempo. Como diría mi buen y recordado amigo Darío Riani: “con cumpas así, no necesito enemigos”.

A sabiendas de que no era cierto, al “Negro” Amodio también le adosaron la entrega de la cárcel del pueblo; al respecto, años más tarde, el propio Marenales reconoció que no había sido así. El capítulo de Amodio Pérez representa tan sólo una de las muchas infamias de esta caterva de forajidos que, a fuerza de falsedades, delitos de todo tipo y deslealtades imperdonables, se fueron abriendo paso hasta llegar a ocupar los principales cargos del estado uruguayo. En este punto, cualquier tipo de análisis requiere el rigor y trae consigo una serie de interrogantes:¿por qué tanto encono con Amodio Pérez? Por contraste y en lo que respecta al “Tino” Píriz Budes, ¿por qué se evita el énfasis y se comenta como al pasar?

En relación con el período en cautiverio de José Mujica y sus generosas declaraciones ¿por qué tanto empeño en hacerlas reservadas en un intento por ocultarlas? Si ya había sido denunciado públicamente por ex integrantes de la organización. Sergio Lamanna, por ejemplo, en septiembre de 2011, cuando Mujica presidente salía de la Rural del Prado y ante las cámaras de los canales televisivos le gritó: “Vos, Pepe, la Tronca [Topolansky] y el Ñato [Huidobro] nos entregaron…” Lo mismo aplica para Rosencof, Manera Lluveras y varios más, si nos remitimos a lo que aportan los famosos “archivos”, a cuya divulgación tanto se resisten los dirigentes frenteamplistas.

Dicho lo anterior, retomo el tema del batidor como máxima expresión de lo que se entiende por traidor, sin dejar de mencionar lo que afirmó con contundencia Nicolás de Maquiavelo en los albores del siglo XVI: “La traición es el único acto de los hombres que no se justifica”.

Contundente, vil y traicionera fue la trayectoria de quien, con el tiempo, se erigió en el principal abanderado de los ortivas: José “Pepe” Mujica -antes, durante y después de su presidencia, por muchos calificada como la peor de la Historia uruguaya-. Al frente de la patota y en su desesperada búsqueda de notoriedad, no sólo se inventó ese falso personaje que tanto ha dado que hablar, sino que cometió infamias de todo tipo.

¿O, acaso, vamos a pasar por alto el asesinato de Rony Scarzella [mano derecha de Raúl Sendic cuando se separa del MLN]? Vinculado a ese hecho, el propio Mario Rossi Garretano [líder del MRO] hubiese corrido la misma suerte de no ser porque el “Ñato” se apiadó e hizo que Mujica revocara la orden de ejecución y se le diera una oportunidad para entregar los títulos de una de las chacras que el Movimiento Por La Tierra había puesto bajo su responsabilidad. El epílogo de ese incidente ocurrió al día siguiente de que Rossi Garretano fuera advertido de que su vida estaba en peligro y, entonces, con comprensible premura, se presentó en la sede de la calle Tristán Narvaja para cumplir con lo que se le exigía.

Hay muchos más episodios y víctimas, pero tal parece que a todos se los tragó el olvido y siniestros personajes como José Mujica continúan tan campantes incidiendo en el acontecer político del país. Se entiende que la ciudadanía, en general, desconozca lo sucedido, pero es difícil aceptar que sus rivales en la arena política no lo sepan ni se hayan ocupado de denunciar o investigar.¿Será por conveniencia? Después de todo, el viraje de este individuo que, de ser integrante de la guerrilla pasó a desenvolverse en el quehacer 'democrático' de los asuntos del país, no deja de ser un victorioso ejemplo para exhibir por parte del sistema. ¿Será que algunos callaron por temor? Si tenemos en cuenta los sucesos protagonizados por esa caterva sin códigos que “el Pepe” dirigía, es probable.

Soy plenamente consciente de que cada vez somos menos los interesados en discutir o tratar estos temas, algo comprensible si tenemos en consideración que -a todos- el andar del almanaque nos va dejando por el camino y también si nos ubicamos en la realidad que les toca a las nuevas generaciones, pero sí digo que quedamos algunos que sabemos cómo fueron las cosas. En Uruguay, en Suecia, en la Argentina y otros lugares, aún estamos quienes nos resistimos a tragarnos cualquier sapo y abrazarnos con culebras.

Algo que no se negocia y que, en mi caso, aprendí en aquel barrio; aunque seamos pocos, los unos -a muerte- con nuestros códigos y lejos del despreciable rumbo de cualquier batilana.

Dedicado a la memoria de Rony Scarzella y unos cuantos más.

 

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