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Mundo, Mundo :: 17/03/2025

Vuelo 919

Samuel Blixen
El robo de oro por altos mandos militares al final de la dictadura uruguaya

En medio de una crisis económica devastadora, en 1984 la cúpula de la dictadura aseguraba su «patrimonio» personal en el exterior sacando oro en valijas disimuladas como equipaje en vuelos de aviones comerciales. Así consta en documentos inéditos del archivo Berrutti provenientes de la inteligencia militar, a los que accedió Brecha.

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Se empieza reprimiendo por supuestos ideales y se termina asesinando por dinero. La represión y la corrupción pueden andar separadas por unos meses, pero siempre acaban por juntarse.
Rodolfo Walsh

El vuelo 919 de Varig, un Boeing 727 con destino a Río de Janeiro que despegó el miércoles 6 de julio de 1984 del aeropuerto de Carrasco, fue obligado a desviarse y aterrizar en el aeropuerto Salgado Filho de Porto Alegre. Una denuncia alertaba sobre la existencia de una bomba en una maleta. Los pasajeros fueron trasladados a otro avión y continuaron su viaje una vez que la Policía hizo un minucioso registro del equipaje. No encontraron explosivos, pero sí 300 quilos de oro en barras y abultados fajos de dólares, acondicionados en 18 valijas. El cargamento pertenecía a altos oficiales del Ejército uruguayo cuyas identidades fueron preservadas por los ejecutivos de la transportista de valores Juncadella y Musso y su colateral Prosegur. Al igual que otras remesas similares --dos vuelos semanales vía Varig-, el metal precioso viajaba con destino a Nueva York.

Transporte de valores de la empresa Juncadella y Musso en el Aeropuerto de Carrasco, en 1988.

El trasiego de oro de los militares no trascendió en Montevideo, aunque la Cancillería recibió los despachos del cónsul uruguayo en Porto Alegre; la inteligencia militar, el Servicio de Información de Defensa, registró el episodio, pero decidió archivarlo. La inspección de las 18 valijas en Porto Alegre coincidió con el inicio de las conversaciones, en la sede del Estado Mayor Conjunto (Esmaco), entre representantes políticos y los tres comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas -el general Hugo Medina, el brigadier Manuel Buadas y el vicealmirante Rodolfo Invidio-, que se conocieron como el Pacto del Club Naval.

EL OPERATIVO CON ORO

La denuncia de la existencia de una bomba en el avión de Varig se inició con un mensaje anónimo recibido en las oficinas de la empresa brasileña en Montevideo, después que la nave había iniciado su vuelo. La misma comunicación se repetía, más tarde, en las oficinas de Porto Alegre y en la redacción del diario gaúcho Zero Hora. La amenaza fue comunicada inmediatamente a la Policía Federal, que dispuso el aterrizaje del avión en el aeropuerto estadual. El cónsul uruguayo Raúl Liard estaba reunido, precisamente, con las autoridades policiales cuando se disparó la alerta; recibía la información que habían recolectado durante un congreso latinoamericano de periodistas los espías del Departamento de Orden Político y Social, entre los que se contaban algunos uruguayos que habían informado sobre otro espionaje centrado en las reuniones que mantuvo Wilson Ferreira Aldunate con dirigentes blancos que habían viajado expresamente a Porto Alegre.

La presencia de los periodistas de Zero Hora en el aeropuerto Salgado Filho confirmó al cónsul Liard que se trataba de una maniobra para dejar al descubierto el trasiego militar de oro, y así lo consignó en su despacho a la Cancillería fechado dos días después, el 8 de julio de 1984. De los pasajeros del vuelo 919 solo permaneció en Porto Alegre uno de ellos, Fredy Machín Luzardo, agente de la transportadora Juncadella, que custodiaba las 18 maletas. Machín declaró que él había asistido al lacrado de las valijas personalmente, «siendo imposible que contuvieran una bomba, ya que habían sido custodiadas por los militares uruguayos desde el origen hasta el embarque en el aeropuerto de Montevideo, incluso hasta el avión». Una documentación que aportó el representante de Prosegur en Porto Alegre, Antonio Gabriel, no especificaba la identidad del dueño de los valores, que salieron de la bóveda de Juncadella en la Ciudad Vieja; indicaba el destino final en Nueva York, aunque tampoco precisaba la identidad del destinatario. Los documentos tramitados ante el Banco de Seguros del Estado incluían el cargamento en el marco de un seguro genérico que englobaba diversos transportes de valores de Juncadella, con lo que se reforzaba el secreto de la identidad de los dueños.

(El asesor de seguridad de Juncadella en 1984 era el coronel retirado Alberto Rodríguez, quien en 1982 fue jefe de Operaciones del Esmaco, órgano que había autorizado en 1979 las actividades de Juncadella en Uruguay mediante la fusión de la empresa de origen argentino con la uruguaya Musso SA, puesto que el transporte de valores -y los respectivos custodios armados- no podía ser de origen extranjero. Juncadella y Musso se convirtió en el satélite uruguayo de la trasnacional Juncadella-Prosegur, que se expandió por América Latina y España repitiendo una fórmula de asociación con militares. En 1984 Juncadella monopolizaba el transporte de valores, pero compartía el negocio de la seguridad de las remesas con otras empresas dirigidas por militares retirados -Evico, de Nino Gavazzo, Wackenhut Uruguay, de Armando Méndez-. Su bóveda, en la calle Piedras, disputaba con la del National Republic Bank, descendiente en Uruguay del Bank of America; el depósito de oro físico en Montevideo era de un volumen superior al de las reservas del Banco Central del Uruguay [BCU]. El oro que fluía sobre Montevideo convertía a Uruguay en un exportador de metales preciosos por montos superiores a la totalidad de las exportaciones no tradicionales.)

EL TRASIEGO DEL ORO

El denunciante anónimo de la supuesta amenaza de bomba pretendía, obviamente, dejar en evidencia la maniobra militar por la que se trasvasaban al exterior en forma secreta importantes sumas de dinero. Al margen de los fajos de dólares, los 300 quilos de oro interceptados en Porto Alegre tenían un valor estimado en unos 3 millones de dólares, si se tiene en cuenta que la onza troy cotizaba, en febrero de 1984, en 242 dólares y en agosto había trepado a 312 dólares. Por la manera en que se transportaba el cargamento (simples maletas despachadas en mostrador y, además, no identificadas) y por su valor relativamente modesto, quedaba descartado de plano que se tratara de una operación oficial del BCU de venta de reservas monetarias o de un traslado de divisas de algún banco privado de plaza. No hubo ninguna aclaración oficial que despejara las sospechas.

Tampoco hubo una respuesta a las denuncias aparecidas en la edición de Zero Hora del sábado 7 de julio. Citando una alta fuente de la Policía Federal del Estado, el diario gaúcho atribuía los embarques semanales de oro hacia Nueva York a la determinación de «personas allegadas a la cúpula del régimen uruguayo de trasladar al exterior su patrimonio» debido a la «crítica situación política». Las fuentes de Zero Hora adjudicaban a «personas influyentes del régimen uruguayo la intención de colocar el dinero en el exterior, posiblemente Estados Unidos o Suiza», ante la amenaza de «una radical transformación del esquema político». El diario citaba declaraciones formuladas por Inocencio Varela, director de Juncadella y Musso, quien afirmaba que «no podía revelar el nombre de quien remitía el oro ni el de los destinatarios en Nueva York» por una política de secreto.

La referencia estaba vinculada a la crisis bancaria, de balanza de pagos y de deuda pública que estalló tras el quiebre de «la tablita» a fines de 1982 y el operativo de compraventa de carteras. En dos años, a fines de 1984, la inflación se disparó un 70 por ciento, la deuda externa bruta trepó a 4.688 millones de dólares, las reservas de sistema financiero cayeron de 500 a 330 millones de dólares, las pérdidas de reservas del Banco Central fueron de 42,7 millones de dólares, la cotización del dólar pasó de 12,5 a 72,5 nuevos pesos y la salida de capitales fue cercana a los 1.300 millones de dólares. Tal el saldo que dejó la dictadura cuando se llevaron a cabo elecciones nacionales (con partidos y candidatos proscriptos), las primeras en 13 años.

EL ORIGEN DEL ORO

En medio de esa maraña de cifras hay que ubicar los 12 millones de dólares que por mes -a lo largo de 1984, por lo que se sabe hasta ahora- se fugaban discretamente en valijas hacia cuentas bancarias de militares uruguayos en el exterior. Parece sensato excluir como fuente de ese vellocino de oro las arcas oficiales, las reservas de oro -generalmente depositadas en el exterior- objeto de eventuales ventas. Ello no implica que las remesas vía Varig no fueran parte de «retribuciones» por acuerdos alcanzados en la compra de carteras incobrables, la venta de bancos a instituciones del exterior, el saneamiento de los balances comprometidos y la toma de préstamos internacionales con intereses de muy corto plazo. Todas estas medidas fueron impulsadas por los directores civiles y militares del BCU, algunas sugeridas por el Citibank y el Bank of America, y autorizadas expresamente por el «presidente» de la república en acuerdo con la Junta de Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas. Es difícil explicar tal generosidad sin contrapartida. Existía ya un antecedente de «valijas discretas»: el comandante de la Armada, el vicealmirante Hugo Márquez, ya había ensayado el método cuando impulsó la colocación del capital de la Armada en cuentas a plazo fijo en la sucursal en Nassau, Bahamas, del Riggs Bank, la institución preferida por la familia Pinochet; el capital -trasladado en valijas hasta Nueva York- retornaba a las cuentas oficiales de la Armada, pero se omitía el registro de los intereses.

En 1984, año en el que los militares aceptaban renunciar al poder, el país se consolidaba como un exportador neto de oro, explicado en parte por las ventas de ese metal para uso industrial que demandaban los joyeros estadounidenses instalados, principalmente, en la costa este de los Estados Unidos. La exportación de oro superó, en tres años, los 700 millones de dólares, exclusivamente hacia el país norteamericano. Una investigación de Brecha de febrero de 1988 («Paraíso fiscal y tráfico de metales preciosos. Uruguay blanquea 500 millones de dólares anuales») reveló que hacía imposible cuantificar la totalidad de las exportaciones de oro a otros mercados: el decreto 570/979 del 4 de octubre de 1979 -una joyita del sistema de plaza financiera implantado por el ministro de Economía Valentín Arismendi con la anuencia de la cúpula militar- eximía de registro y pago de impuestos a la circulación -«importación, ingreso, comercialización, distribución, exportación y egreso»- de oro, plata, platino y paladio, ya fuera en barras, monedas, lingotes o planchas. «No será necesario formular declaración alguna ni cumplir ningún trámite para proceder a la entrada o salida del país de los metales preciosos.»

Ese decreto permitió, a comienzos de la década de 1980, enmascarar en Uruguay el flujo de oro de Sudáfrica, cuya comercialización estaba embargada por la ONU, por la persistencia del sistema racista del apartheid. Sudáfrica, a mediados de los ochenta producía el 60 por ciento del oro mundial. Hasta 1984, las relaciones comerciales y diplomáticas de la dictadura uruguaya con ese país africano fueron fluidas; seis de las diez compañías de aviación que no acataban la exhortación de la ONU a prohibir el transporte de productos de Sudáfrica operaban en Uruguay, entre ellas, Varig. Una trasnacional de origen sudafricano, la Anglo American Corporation, con sucursal en Montevideo, enmascaraba el flujo de metales provenientes de Sudáfrica e intermediaba en su comercialización y exportación. No solo de oro: también de paladio, un metal de extrema ductilidad utilizado en las nuevas tecnologías y en la industria automotriz como catalizador de los escapes de gas de los vehículos. Sudáfrica era el principal productor mundial de paladio.

Además, denuncias provenientes de Brasil indicaban un tráfico ilegal de oro desde las minas a cielo abierto hacia Uruguay, donde la legislación facilitaba su «legalización». Pero ese flujo no explicaba las ventas de oro, que solo hacia Estados Unidos totalizaron 120 toneladas en dos años: 267,1 millones de dólares en 1983 y 397,8 en 1984. Uruguay fue, al finalizar la dictadura -y probablemente en los primeros años de la «reinstitucionalización»-, el enclave para el blanqueo de los metales preciosos cuyo origen inconfesable quedaba amparado por el decreto 570.

Esas montañas de oro que en el ocaso de la dictadura se concentraban en las dos bóvedas de la Ciudad Vieja alimentaron el trasiego de valijas para el «resguardo del patrimonio» de la «cúpula del régimen» en vísperas de la apertura democrática, un recurso que también aplicaron los militares argentinos, chilenos, brasileños, bolivianos y paraguayos. Un total de ocho documentos, sumergidos en los 3 millones de imágenes digitalizadas del archivo Berrutti, dan cuenta del episodio de la supuesta bomba en el avión de Varig. La inteligencia militar optó por ignorar las consecuencias del suceso, pero no dejó de registrarlo, y esos documentos aportan pistas sobre ese costado de la crisis económica que aceleró el fin de la dictadura: los delitos económicos, nunca investigados.

LAS CARTERAS INCOBRABLES

En marzo de 1985, transcurrido apenas un mes de la instalación del Parlamento, el senador blanco Carlos Julio Pereyra hizo una exposición, durante dos días, sobre la compraventa de carteras incobrables. Fue una síntesis demoledora que dejó al descubierto la responsabilidad de tres ministros de Economía (Valentín Arismendi, Walter Lusiardo, Alejandro Végh), los directores del Banco Central (José Gil Díaz, José María Puppo, Juan Carlos Protasi, el general José María Rivero, el coronel Daniel Legnani), el «presidente» Gregorio Álvarez, los miembros de la Junta de Comandantes en Jefe y los generales responsables del Esmaco y la Secretaría de Planeamiento, Coordinación y Difusión, hoy Oficina de Planeamiento y Presupuesto.

Las conclusiones del senador Pereyra fueron aplastantes: «Hay una pregunta que todos nos estaremos haciendo. ¿Cómo es que estas compras de papeles sin valor se realizan un mes antes de la devaluación, 26 días antes, generando un sobreprecio, una sobreganancia a aquel a quien le sacan "el clavo ardiendo" de una cuenta incobrable? [...] ¿No lo sabía el señor ministro de Economía y Finanzas? ¿No lo sabía el señor presidente del Banco Central? ¿No lo sabía el director de Planeamiento? No se puede pensar que no lo sabían, pero sucedía que los mismos asesores de la Dirección de Planeamiento eran asesores de estos bancos».

Y remachaba: «La dictadura persiguió a hombres libres, encarceló, torturó y asesinó, pero además de todo esto fundió al país y destruyó sus fuentes de producción. Todas estas barbaridades, señor presidente, y las atrocidades financieras que aquí hemos visto, todas estas cosas increíbles, como la compra de papeles sin valor por las que se pagan buenas sumas de dólares, todo este endeudamiento general del país, producido por esta política económica y por la compra de carteras, toda esta defraudación a la sociedad uruguaya, reitero, todas estas barbaridades, sólo pudieron suceder bajo una dictadura».

El sistema, que se amoldaba a la democracia rescatada, no se dio por enterado. No investigó la ruta del dinero: de la construcción de Palmar, el desguace de Industrias Loberas y Pesqueras del Estado, el vaciamiento del Banco Hipotecario, el operativo Conserva, la venta de bancos, la compra de carteras, la exportación de oro.

Brecha

 

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