A 150 años de la guerra que devastó la revolución paraguaya
El 16 de enero de 1870, Francisco Solano López cruzó el Río Ygatimí y se instaló en el cuartel general de Aquidabán-nigüí, donde el 25 de febrero entregó la Medalla de Amambay a los bravos paraguayos que con “abnegación ejemplar y patriótica actitud cruzaron dos veces la sierra de Mbaracayú”. Una semana más tarde, el 1 de marzo, un cabo brasileño lo atravesó con una lanza en la batalla de Cerro Corá.
“¡Muero con mi Patria!”, fueron sus últimas palabras, y no se equivocaba. “¡O diavo do López! (el diablo López”), dicen las crónicas que gritaba el soldado brasileño mientras, aterrorizado, pateaba el cuerpo sin vida del hombre contra el que durante cinco años habían luchado en una guerra que los generales dijeron que iba a ser un paseo de tres meses, a lo sumo. Se había iniciado formalmente en noviembre de 1864, tras la invasión de Brasil a Uruguay para derrocar a un gobierno progresista en la época, y terminó el 9 de marzo de 1870 con la rendición de los últimos jefes militares paraguayos.
Brasil, Argentina y Uruguay contra un país metido en la hondura de Sudamérica, sin salidas el mar ni conexiones al resto del mundo salvo por el río, era la promesa de una campaña fácil, casi un desfile. No fue así y del fin de esa horrenda guerra, que los revisionistas llamaron de la Triple Infamia, se cumplen 150 años.
En el secreto de cómo hizo ese pueblo para resistir ante los países más grandes de entonces -que además contaban con la ayuda del Imperio Británico, que organizó la guerra- está precisamente el origen del odio que generó en las elites liberales y el motivo para destruir, como lo hicieron, a una orgullosa nación. El Paraguay que desde José Gaspar de Francia hasta el mariscal López había ido creciendo en un aislamiento estratégico y en cuanto pudo, silencioso, se estaba convirtiendo en una potencia industrial pero por sobre todas las cosas, autosostenible. Violentando dos preceptos básicos del manual liberal: que estas regiones debían ser proveedoras de materia prima y consumidores de productos elaborados.
El Paraguay de Carlos Antonio López había afianzado su proyecto de desarrollo económico con impronta socialista, alejado de los centros de poder internacional. Cerrado, con una presencia determinante del Estado, era en la segunda mitad del siglo XIX el único país verdaderamente organizado del Plata. Tenía una población bastante homogénea que compartía tradiciones estrechas de patrimonialismo y solidaridad comunal, con reparto igualitario de tierras y bienes. Un idioma propio, el guaraní, y una identidad muy definida, forjada entre la tradición de los pueblos originarios y la impronta de los jesuitas desde la ocupación europea. Eso era lo contrario de lo que podrían mostrar entonces argentinos, orientales y brasileños.
El servicio militar era obligatorio y en los cuarteles se juntaban ricos y pobres, sin distinciones. Descalzos, debían servir a la Patria, porque los pies desnudos son todos iguales, había dicho el presidente Francia, el Karaí Guasú (Gran Jefe).
Esa herencia igualitaria que mantenía Paraguay era precisamente una de las virtudes a defender de extraños. Don López, que no era sonso, había intentado soluciones diplomáticas para el futuro que se le venía encima luego de la muerte de Francia. Pero al mismo tiempo no permitía que lo vinieran a espiar. Ni mapas veraces había de ese territorio paradisíaco en el que los médicos no prosperaban porque la naturaleza daba una planta para cada dolencia.
De manera que se propuso pacificar la salida al mundo, y fue importante su participación en la reunificación de la Confederación Argentina, dividida políticamente desde la batalla de Caseros entre porteños y el interior. Justo José de Urquiza –que gobernaba desde Paraná— estaba enfrentado con Bartolomé Mitre, que desde Buenos Aires hacía rancho aparte controlando los recursos aduaneros. Menudo éxito el de Francisco Solano López cuando logró anudar, en 1859, el Pacto de San José de Flores.
Sin embargo, ya presidente, el Mariscal padeció en persona las presiones de Brasil para aceptar los límites territoriales que pretendían los terratenientes yerbateros de Tacurupyta. Y las de Charles Hontnam, ese que había cruzado la Vuelta de Obligado en 1845, y procuraba la firma de un Tratado de Paz de Asunción con Su Majestad Británica. Acuerdo pensado por y para los ávidos comerciantes británicos.
En Brasil la situación no era mucho más relajada. El emperador Pedro II -de la casa de Braganza, que ocupaba el trono de Portugal con su hermana, la reina María II- sufría los embates de la burguesía brasileña al interior de su país y de la reina inglesa Victoria al exterior, ansiosa por extender sus dominios.
A fines de 1864, las tropas imperiales brasileñas, al mando de general José Luis Mena Barreto, se apoderaron de la ciudad uruguaya de Melo, con intenciones de arbitrar en la política oriental, otra vez inmersa en enfrentamientos internos. La perdida de Banda Oriental luego de la guerra con el Río de la Plata en 1827, era una herida abierta para la familia imperial y la vuelta a Montevideo podría significar una reivindicación su recuperación. Pero además, los ganaderos «gaúchos» miraban con codicia las tierras orientales.
Solano López, que tomó posesión en 1862, a la muerte de su padre Carlos Antonio, quiso atacar el mal de raíz, cruzando a Rio Grande, luego de pedir permiso al gobierno argentino. Pensó, quizás ingenuamente, que Mitre, ahora presidente, recordaría aquel antiguo esfuerzo por la unidad argentina y no opondría resistencia al paso de tropas por Corrientes.
Pero no, el general porteño era más afín a otros intereses. Con pocas ganas de tener una tercera guerra entre Buenos Aires y Río de Janeiro. O aliado con los copetudos de Buenos Aires, que habían decidido que el “futuro de la Patria” estaba en acomodarse a la luz del sol, que era por esos días una alianza con Pedro de Braganza y Victoria de Hanover. Y obedeciendo a los intereses ingleses.
El dato concreto es que Paraguay se vio envuelto en su guerra final contra los dos países más poderosos de Sudamérica y ese inestable Estado tapón de la otra orilla del río de la Plata. Con muy pocas posibilidades de ayuda exterior.
Así y todo, cuando periodistas ingleses publicaron un escandaloso tratado secreto de la Triple Alianza para repartirse los despojos de Paraguay, surgieron reacciones a favor de la causa paraguaya. Ejércitos enteros desertaron para no combatir contra un pueblo hermano. Queda para la historia la Proclama de los Pueblos Libres del riojano Felipe Varela
“¡Abajo los traidores a la Patria! ¡Atrás los usurpadores de las rentas y derechos de las provincias en beneficio de un pueblo vano, déspota e indolente! ¡Soldados federales! nuestro programa es la práctica estricta de la Constitución jurada, el orden común, la paz y la amistad con el Paraguay, y la unión con las demás Repúblicas Americanas”-
Juan Bautista Alberdi, desde Europa, y los países del Pacífico rechazaron con fervor la masacre que se avecinaba. Pero todo fue en vano. En Brasil las familias más acomodadas evitaban mandar a sus hijos a la guerra “contratando” sustitutos. Negros, pobres, que fueron a la muerte por ellos.
Que Solano López era un déspota, dijeron las mentes embanderadas con el “progreso”. Que veía conspiraciones por todos lados y por eso terminó haciendo matar a sus propios soldados, además de algunos de sus familiares. Con lanzas, para ahorrar municiones. Que había hecho combatir a niños de 12 años, se dijo.
Se dijo menos, en cambio, que hombres, mujeres y niños fueron a la batalla convencidos de una causa justa, que los había sacado de la esclavitud española para convertirlos en personas libres. Que no iban hacia la muerte por miedo a morir, argumento ridículo si los hay. Que lucharon por la propia subsistencia de sus valores comunitarios, por de sus descendientes. Y tuvieron razón, porque hubo un genocidio. Que continuó aún luego de la muerte de Solano López. Se calcula que en la guerra murieron alrededor de 700.000 paraguayos, algo así como el 90% de la población.
Un artículo del diario británico 'The Guardian' recuerda que si antes la propiedad de la tierra era de la comunidad, en la actualidad “el 85% de la tierra agrícola está en manos de solo el 2,5% de los propietarios, y los pequeños agricultores e indígenas se enfrentan a la falta de tierras”. Otra buena razón para a aquella guerra, el despojo a la nación.
De la mano de esos reclamos de tierras para los que la quieren trabajar fue que en 2008 el ex obispo Fernando Lugo fue ungido presidente de Paraguay. Fue lo más progresista que gobernó esa nación en estos 150 años. Un golpe parlamentario lo expulsó del poder en 2012.
CALPU