A 5 años de la muerte de Eduardo Galeano
El hombre de los abrazos era un “testigo de ojos abiertos y oídos atentos” que ayudaba a mirar. El pretérito imperfecto no anula la electricidad de una escritura que enciende los fueguitos de la memoria; historias que indagan en el sufrimiento y la esperanza de quienes han sido despojados de sus riquezas por obra y desgracia de la explotación y el saqueo sistemático de las potencias capitalistas. Si se puede ser desobediente cada vez que se reciben órdenes que humillan la conciencia y violan el sentido común, también vale ser insumiso con los tiempos verbales. A cinco años de su muerte, Eduardo Galeano es uruguayo y argentino, pero también podría ser chileno, colombiano, guatemalteco, mexicano, boliviano o paraguayo; un curioso fenómeno de ciudadanía múltiple porque con cada uno de sus libros logró transfigurar las conciencias hermanadas de América Latina.
El derecho de soñar
Un modo de echar en falta su prosa al hueso, despojada y tan precisa que parecía construida por un demiurgo de las palabras, en las contratapas de Página/12 como en sus libros, consiste en preguntarse qué hubiera escrito el autor de Memoria del fuego sobre el avance de las derechas neoliberales latinoamericanas, encabezadas por Mauricio Macri y Jair Bolsonaro, con discursos que fogonean el odio y que vulneran derechos. Este planteo contrafactual, que tal vez sólo propone una especie de juego intelectual, puede resultar al menos interesante para obligar a pensar alternativas a los hechos considerados “inevitables”, como podrían ser los respectivos triunfos electorales de Macri y Bolsonaro. Galeano tampoco fue testigo del ascenso de Donald Trump a la presidencia de EEUU.
El inventario de acontecimientos significativos que no vivió podría extenderse más. Si se incluye la pandemia global de coronavirus como un parteaguas del tiempo y el espacio, pareciera que los cinco años transcurridos de su muerte son muchos más porque no se sabe cómo será el mundo que él y sus lectores conocieron. Entonces, en tiempos de perplejidad y desorientación, se extraña su voz y sus historias como dardos que interpelan, que invitan a medirse con el prójimo como esperanza y no como amenaza. Si no fuera por el derecho de soñar, “los demás derechos se morirían de sed”. ¿Qué escribiría sobre el distanciamiento social, ese lenguaje de la asepsia y el disciplinamiento y control de los cuerpos aislados, que ven en los otros siempre al “enemigo invisible” portador del “mal”?
Eduardo Germán Hughes Galeano –que nació en Montevideo el 3 de septiembre de 1940 en el seno de una familia de clase alta y católica de ascendencia italiana, española, galesa y alemana- fue un niño muy creyente. Sabía que esa búsqueda de dios en los demás permanece, aunque la figura de Dios con mayúscula se cayó “por el agujerito del bolsillo y nunca más lo encontró”, como él mismo recordaba ese período místico de la infancia. Empezó a garabatear dibujos en la adolescencia. Sus primeras caricaturas las publicó en El Sol, un semanario socialista de Uruguay, con el seudónimo de Gius.
En los años 60 fue editor del semanario Marcha y luego director del diario Época. Tenía 31 años cuando publicó Las venas abiertas de América Latina (1971), un texto que encarnó la educación sentimental y política de varias generaciones, un clásico de la izquierda latinoamericana por el cual fue censurado por las dictaduras uruguayas, chilena y argentina. ¿Cuántos escritores son capaces de cuestionar en retrospectiva algunas de sus obras más emblemáticas, esas que los proyectan para siempre en una comunidad o en el mundo, admitiendo que han envejecido mal?
Voces jamás escuchadas
Galeano cultivaba una honestidad intelectual infrecuente para el “egómetro” de escritores y periodistas: él mismo afirmaba que no podría volver a leer ese texto canónico anticolonial y anticapitalista. “Las venas abiertas intentaba ser un libro de economía política, pero yo no contaba con suficiente entrenamiento o preparación”, reconoció el escritor en la II Bienal del Libro de Brasilia, un año antes de su muerte, y agregó que “no sería capaz de leerme el libro de nuevo; me desmayaría. Para mí esa prosa de la izquierda tradicional es extremadamente pesada y mi mente no la tolera”. Él combatía el maniqueísmo de la ortodoxia ideológica con la heterodoxia. “La realidad es mucho más compleja precisamente porque la condición humana es diversa. Algunos sectores políticos para mí cercanos pensaban que dicha diversidad era una herejía. Incluso hoy, hay algunos sobrevivientes de ese tipo que piensan que toda diversidad es una amenaza. Por fortuna no lo es”, argumentaba el autor de Vagamundo y otros relatos (1973), Memoria del fuego (1982), El libro de los abrazos (1989), Las palabras andantes (1993), Patas arriba. La escuela del mundo al revés (1998), Espejos. Una historia casi universal (2008) y Los hijos de los días (2012), entre otros.
Galeano se inscribía en la estirpe de escritores formados por el mexicano Juan Rulfo. Lo consideraba el maestro que le enseñó escribir con el hacha y la pluma en esa suerte de cacería de la palabra que huye y una vez que cree atraparla la descubre “muy vestida” entonces “hay que desnudarla”. La dictadura uruguaya lo encarceló primero y después lo obligó a exiliarse en Buenos Aires, donde dirigió la revista Crisis, entre 1973 y 1976.
“Nosotros no sólo escribíamos para ser leídos, también tratábamos de recoger las voces de la calle y de la realidad. Mientras la revista duró sus 40 números, que por cierto dejaron una huella dentro y fuera del país, lo logramos. Fue una experiencia exitosa porque pudimos darles su espacio a las voces jamás escuchadas o rara vez escuchadas. Por eso siempre digo que discrepo con mis buenos amigos de la Teología de la Liberación cuando dicen que quieren ser la voz de los que no tienen voz. Eso no es así. Todos tenemos voz y algo que decir, algo que merece ser escuchado, celebrado o perdonado por los demás”. Como su nombre figuraba en las listas negras de la dictadura cívico-militar, se exilió en Cataluña, donde escribió Días y noches de amor y de guerra, una crónica rigurosa del horror político de las dictaduras, que obtuvo el Premio Casa de las Américas en 1978.
Las mentiras de Adán
Heterodoxia y feminismo podrían ser las puertas principales (aunque no las más transitadas) para ingresar a la cosmogonía de Galeano. Pero no es el “feminista” gatopardista que se pinta de verde para acomodar su discurso al clima imperante y disimular su machismo. Mujeres, la antología póstuma que dejó preparada antes de su muerte, reúne textos que publicó en libros de los años 70, 80, 90 y la primera década del 2000, salió al mismo tiempo que se hacía la primera marcha convocada bajo la consigna Ni una menos, en junio de 2015.
“Para que el amor sea natural y limpio, como el agua que bebemos, ha de ser libre y compartido; pero el macho exige obediencias y niega placer. Sin una nueva moral, sin un cambio radical en la vida cotidiana, no habrá emancipación plena. Si la revolución social no miente, debe abolir, en la ley y en las costumbres, el derecho de propiedad del hombre sobre la mujer y las rígidas normas enemigas de la diversidad de la vida. Palabra más, palabra menos, esto exigía Alexandra Kollontai, la única mujer con rango de ministro en el gobierno de Lenin. Gracias a ella, la homosexualidad y el aborto dejaron de ser crímenes, el matrimonio ya no fue una condena a pena perpetua, las mujeres tuvieron derecho al voto y a la igualdad de salarios, y hubo guarderías infantiles gratuitas, comedores comunales y lavanderías colectivas. Años después, cuando Stalin decapitó la revolución, Alexandra consiguió conservar la cabeza. Pero dejó de ser Alexandra”, escribió Galeano en un texto titulado simplemente “Alexandra”.
En esta perspectiva feminista –que no es la de un militante ni un teórico, sino de la de un narrador que posa la mirada en eso que antes no solo no se miraba sino que no figuraba en la agenda de prioridades mediáticas- se inscribe también un ejercicio de imaginar un punto de vista radical en el relato bíblico patriarcal, un texto que comenzó a circular en 1998 y que está en Patas arriba: “Si Eva hubiera escrito el Génesis, ¿cómo sería la primera noche de amor del género humano? Eva hubiera empezado por aclarar que ella no nació de ninguna costilla, ni conoció a ninguna serpiente, ni ofreció manzanas a nadie, y que Dios nunca le dijo que parirás con dolor y tu marido te dominará. Que todas esas historias son puras mentiras que Adán contó a la prensa”. En el segundo libro póstumo, El cazador de historias, que apareció en 2016, continuó buceando en la importancia de las mujeres en ciertas comunidades consideradas “bárbaras”:
“Los conquistadores británicos quedaron bizcos de asombro. Ellos venían de una civilizada nación donde las mujeres eran propiedad de sus maridos y les debían obediencia, como la Biblia mandaba, pero en América encontraron un mundo al revés. Las indias iroquesas y otras aborígenes resultaban sospechosas de libertinaje. Sus maridos ni siquiera tenían el derecho de castigar a las mujeres que les pertenecían. Ellas tenían opiniones propias y bienes propios, derecho al divorcio y derecho de voto en las decisiones de la comunidad. Los blancos invasores ya no podían dormir en paz: las costumbres de las salvajes paganas podían contagiar a sus mujeres”.
Los mapas del alma
Diez años de trabajo y un total de mil páginas que abarcan toda la historia de América latina vista desde el ojo de la cerradura. Esta podría ser una síntesis de la trilogía Memoria del fuego, un audaz híbrido que mixtura elementos de la poesía, la historia y el cuento, conformado por Los nacimientos (1982), Las caras y las máscaras (1984) y El siglo del viento (1986), que recibió el American Book Award de la Universidad de Washington, además del premio otorgado por el Ministerio de Cultura de Uruguay. La prosa de Galeano, por momentos, está más cerca de la esencia de la poesía que de cualquier otra forma literaria. Las palabras, en manos del uruguayo, son como centros de irradiación de múltiples vibraciones imprevistas; objetos de amorosa búsqueda del escritor que parece que logra reanimar cada palabra que pronuncia en la escritura, para dar mayor vivacidad al pensamiento. Como si estuviera sugiriendo que no es posible amar las palabras sin conocerlas profundamente.
Cualquier evocación no debería prescindir de una de las grandes pasiones de Galeano: el fútbol. Cuando era niño, quería ser jugador de fútbol, pero pronto descubrió que jugaba “muy bien mientras dormía”. En la biblioteca o mochila de un gran futbolero, no debería faltar El fútbol a sol y sombra, una obra excepcional de quien se declaraba “messiánico”, es decir admirador de Lionel Messi. Sus textos son como fuegos que alumbran con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear. Cuando en 2010 recibió el premio Stig Dagerman, en Suecia, por estar “siempre y de forma inquebrantable del lado de los condenados”, escribió una carta de agradecimiento que concluye así: “Ojalá podamos mantener viva la certeza de que es posible ser compatriota y contemporáneo de todo aquel que viva animado por la voluntad de justicia y la voluntad de belleza, nazca donde nazca y viva cuando viva, porque no tienen fronteras los mapas del alma ni del tiempo”.
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Cinco años de soledad
Eric Nepomuceno
Hace cinco años, en 2015, el trece de abril fue un lunes. Y aquel lunes Eduardo Galeano, el hermano mayor que la vida me dio, cometió la suprema e imprudente indelicadeza de, veterano y eterno viajero, partir en su único viaje sin vuelta.
En aquel día recordé versos hermosos y tremendos de T. S. Elliot, diciendo que abril es el más cruel de los meses. Nunca más salieron de mi alma: dijo el poeta que abril es el mes en que “los árboles muertos ya no te cobijan/ y el canto de los grillos no consuela”.
Y en aquel día funesto recordé que en abril del año anterior otro amigo había cometido la misma indelicadeza, abriendo una gruta en mi alma y despejando un temporal en mi memoria, Gabriel García Márquez. Que, a propósito, me fue presentado por Eduardo.
Dije también que fueron 42 años de intensa fraternidad, y que Eduardo me abrió las puertas de un mundo que era mío y al cual yo pertenecía sin saberlo. Y que nada me consolaba en aquel abril ni en los que vendrían.
Ahora que recuerdo a Eduardo me doy cuenta de que estaba preparado para recibir la noticia de su partida, que sería sin retorno. Sabía del avance de su enfermedad, temía que nuestro encuentro de febrero, dos meses antes, fuese lo que fue: el último. Lo que yo no sabía es que estaba preparado para la partida pero no para lo que vendría después.
Perdí la cuenta del número de veces en que, frente a algo raro o preocupante o gracioso o hermoso, me agarraba llamando a Eduardo por teléfono. Tardaba infinitos segundos hasta recordar que ya no, que ya no. O las tantas veces en que iba a Buenos Aires con la idea de juntarnos los cuatro para cenar en el italiano de la Boca que nos encantaba, y donde nunca más volví ni volveré.
Nos recuerdo caminar por Santa Fe, despacito y hablando de cosas sin la menor importancia, rumbo al café de la librería que él había elegido como refugio, caminando y hablando por el puro placer de compartir vida y afecto.
Recuerdo tantas, pero tantas cosas de Eduardo, que a veces pensar en la suerte que la vida me concedió me consuela del dolor de su ausencia. Y muchas otras no hacen más que reforzar ese dolor. Cada tanto me pregunto qué diría él de lo que ocurrió y ocurre desde su partida. A veces, logro una respuesta. Otras no, y me queda un hueco de dudas en el alma.
Nos conocimos a fines de abril de 1973. A mis 24 años, yo había llegado a Buenos Aires en marzo, acompañado de Martha, mi actual y eterna compañera. Llegamos para escapar del ahogo tenebroso de la dictadura brasileña.
En aquel tiempo se conspiraba de distintas manera. Con sobres, por ejemplo. Y fue al entregar un sobre al periodista uruguayo Alberto Carbone, un encargo del editor brasileño Fernando Gasparian, que todo empezó.
Recuerdo que Carbone leyó todo el contenido del sobre y luego me clavó una serie de preguntas afiladas. Cuando ya no había asunto, me contó que un compatriota suyo estaba por presentar una revista cultural. Como yo andaba parco de trabajo, me invitó a acompañarlo para que me presentase al compatriota.
Era Eduardo Galeano, y la revista era “Crisis”, que en poquísimos meses ganaría un espacio especial y eterno entre las publicaciones culturales más relevantes de América Latina.
Luego de una larga conversa (Eduardo conocía Brasil bastante bien) él me incorporó al equipo que dirigía. Y en pocas semanas me adoptó como hermano menor.
Gracias a él conocí a la más luminosa constelación contemporánea de nuestra América. Buenos Aires era, con la Ciudad de México, el principal polo cultural del continente, y “Crisis” era un muelle donde aportaban buques de altísimo porte.
Recuerdo estar en casa y recibir llamadas de Eduardo. “A ver si te acercas a eso de las cinco, que Mario pasará por aquí”, o “Mañana almorzamos a la una y media con Augusto, quiero que lo conozcas”. Yo iba y me deparaba con Benedetti, con Roa Bastos.
Y hubo el día en que me dijo que no se lo contara siquiera a Martha, pero nos veríamos a las siete de la noche en el Ramos para que me presentara a un amigo que andaba discretísimo por Buenos Aires. Del Ramos caminamos hasta otro bar donde conocí a Osvaldo Soriano y el invitado de honor, Julio Cortázar.
Nunca, nunca olvidé un detalle de esas y muchísimas otras historias igualitas: todo se daba con una naturalidad asombrosa, como si en mis años jóvenes la vida me hubiera elegido para regalar lo que tenía de mejor.
En julio de 1976 Eduardo finalmente se rindió a la realidad mortal de Videla y compañía. Se fue para Río de Janeiro, y a los pocos días (el 19, para ser exacto: el día en que asesinaron a Roberto Santucho) acompañé a Helena hasta Iguazú, de donde voló para encontrarlo.
Eduardo pensaba que podría establecerse en Brasil. Fue desaconsejado enfáticamente por un amigo que yo le había presentado, Chico Buarque.
A las pocas semanas nos reunimos: me tocó escapar noche adentro con Martha y Felipe, que tenía diez meses de vida. Y de Río zarpamos rumbo a España. Yo, expulsado de mi país. Y Eduardo, convencido de la realidad. Me quedé en Madrid, Helena y él se instalaron en Calella de la Costa, vecina a Barcelona.
Sobran memorias sombrías de aquellos tiempos duros. Pero prefiero las divertidas, tan típicas de nuestras vidas. Futbolero más fanático aún que yo, inventamos una fórmula peculiar para seguir el Mundial del 78: por teléfono. Yo, en mi casa madrileña, él en su ático de Calella.
Recuerdo cuando aportó en Madrid, venido de un tristísimo exilio en México, Alfredo Zitarrosa. Por teléfono me llegó el pedido de Eduardo, tan de él: “Dale atención, Alfredo anda muy triste, a ver si lo distraes un poquito de esa nube oscura en que anda”.
De los autores de los más de 80 libros que traduje al portugués de Brasil, uno y solo uno participó conmigo de la revisión final: Eduardo, que hablaba muy bien mi idioma. Nos inventábamos maneras de reunirnos.
Recuerdo cuando estábamos revisando Los Nacimientos, el primer volumen de su trilogía Memorias del Fuego. Nos juntábamos en un café del Zócalo de Coyoacán, el hermoso barrio colonial de la Ciudad de México, a poquitas cuadras de mi casa. Eran jornadas largas, en que consumíamos cordilleras de cigarrillo y océanos de café.
Todas las tardes, alrededor de las cinco, una muchacha de una hermosura celestial pasaba por la plaza. Nunca supimos su nombre, nunca le hablamos. Pero tan pronto ella pasaba surgían las soluciones que buscábamos intensamente y en vano. Eduardo me sugirió, cuando terminamos la revisión final, que descubriese su nombre. Creía que la bella debía firmar como coautora.
Luego inventaron ese engendro llamado internet, y nuestros diálogos a la hora de la revisión final se dieron a la distancia. Pero confieso que fueron muchas las veces en que recordaba el paso diáfano de la muchacha de la plaza de Coyoacán, y el trabajo alzaba vuelo.
Todo eso quedó parado en el tiempo. Todo eso es parte de mi mejor memoria. Ya esa memoria hay que merecerla, principalmente en abril, el más cruel de los meses.
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