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Mundo, Asia, EE.UU. :: 14/03/2023

Algunas reflexiones sobre multipolarismo y socialismo

Jesús Lara
Urge un mundo multipolar y el primer paso para alcanzarlo es, sin lugar a dudas, frustrar el proyecto de dominación económico-militar de Washington

Primera parte

Cometen un error quienes se apresuran a calificar de imperialista, a un país de acuerdo con sus acciones de política exterior (Rusia) o por la creciente importancia de sus relaciones con el exterior para la economía doméstica (China). Ninguno de los países que se perfilan a colocarse como fuerzas clave del nuevo polo emergente puede calificarse de imperialista en tanto su nivel de desarrollo es incomparablemente menor con el de los países de la tríada imperial ( EEUU, JAPÓN, UNIÓN EUROPEA)...

Discursos y análisis sobre la multipolaridad emergieron y proliferaron durante las últimas dos décadas en boca de diversos sectores políticos en todo el planeta. Sin embargo, la consolidación de China como potencia mundial y la guerra tecnológico-comercial que EEUU libra contra ella, así como el estallido de la guerra en Ucrania, que apunta hacia la separación definitiva de Rusia del bloque occidental, han colocado al debate sobre la multipolaridad al orden del día.

Del mismo modo, las fuerzas políticas de izquierda antimperialistas y socialistas se posicionan firmemente por la construcción de un mundo multipolar, y, generalmente, determinan sus posiciones en política exterior tomando como criterio principal la medida en que un evento particular contribuye a la multipolaridad. Esto vuelve imprescindible un análisis crítico acerca de la relación entre multipolaridad, imperialismo y socialismo.

El objetivo de este trabajo es contribuir a esa discusión. El argumento central es que el marxismo cometería un error enorme al rechazar el objetivo de la multipolaridad, pero también que no puede aceptar acríticamente ninguna las concepciones dominantes sobre la misma. El reto consiste en entender cómo el desarrollo real del capitalismo global se dirige o no hacia la multipolaridad, y cómo esto favorece o no los intereses de largo plazo de la clase trabajadora mundial.

Esto demanda análisis concretos de cada situación en las que se juega el balance de fuerzas global, y no una toma de postura basada en un esquema fijo y predefinido. En esta primera parte, presento la concepción básica de la multipolaridad, su relación con el imperialismo y con las luchas de las masas por vías de desarrollo alternativas al neoliberalismo y, eventualmente, por el socialismo.

Multipolaridad e imperialismo

La primera y obvia definición de multipolaridad es que es lo contrario a la unipolaridad. Esta última, a grandes rasgos, se refiere a la concentración del poder en un solo polo, que en la actualidad está liderado indiscutiblemente por EEUU con sus aliados subordinados de Europa occidental y Japón. El marxista egipcio Samir Amin denomina a este polo la triada imperialista.

La fuente de esta asimetría de poder yace en la superioridad económica (que abarca aspectos tecnológicos, de infraestructura y organizacionales), científica y militar del bloque liderado por EE. UU. Esto le otorga la capacidad de limitar el espacio de acción de los gobiernos del resto del mundo y, más aún, de dirigir el desarrollo económico de los mismos de acuerdo con sus propios intereses.

Este orden unipolar es, a su vez, producto del colapso del campo socialista en los ochenta y noventa del siglo pasado, que significó el fin del mundo bipolar. Los dos grandes polos en disputa eran el bloque imperialista (el "primer mundo") y el campo socialista (el "segundo mundo"). Los países no abiertamente adheridos a uno de los bloques aprovechaban en distinto grado el conflicto entre los dos hegemones y en muchos casos el apoyo abierto y decidido de la Unión Soviética para negociar condiciones favorables a su desarrollo económico o a sus procesos revolucionarios y de liberación nacional.

El multipolarismo, puesto de manera sencilla, significaría el fin del poder desproporcionado de la triada imperialista sobre el resto del mundo. Esto supone, necesariamente, el surgimiento de otros polos con capacidades económicas y militares, así como con importancia demográfica y estratégica, similares a las de la triada; esto, por un lado, obligaría a los participantes más importantes de cada polo a negociar en pie de igualdad cualquier cuestión en la que busquen avanzar sus intereses.

Por otro lado, y quizás lo más relevante para la periferia mundial (que en el corto plazo no tiene posibilidades reales de consolidarse como poder global o regional) el mundo multipolar representaría un aumento efectivo de la soberanía nacional para todos los países del mundo. O, puesto en otros términos, representaría la posibilidad de elegir caminos de desarrollo económico y político que actualmente son sancionados y prohibidos por el imperialismo norteamericano.

Así entendida, muy pocas objeciones podrían encontrarse hacia la meta de construir un mundo multipolar. Sin embargo, esta es una elaboración sumamente abstracta de la cuestión. Al menos dos puntos se vuelven evidentes cuando se analiza el problema desde el punto de vista marxista. El primero es que se toma a los estados-nación e implícitamente a los gobiernos nacionales como la unidad básica de análisis.

Se ignora así, en primer lugar, que cada nación está interconectada a todas las demás por complejas redes de producción y distribución que crecen y desarrollan siguiendo la lógica de la acumulación de capital, que tiene independencia relativa de los distintos gobiernos nacionales. En segundo lugar, y quizás más importante, en la formulación anterior cada estado-nación es una unidad homogénea, carente de contradicciones internas, la más importante de ellas siendo la división entre clases sociales antagónicas que luchan por coordinar la producción social y asignar el excedente que de ella se deriva.

Pongamos un ejemplo para ilustrar el problema. Supongamos que, fruto de conflictos internos entre EEUU, Europa y Japón, el bloque que ellos representan se desmembrara en dos bloques distintos: EEUU (junto con Canadá) contra Europa occidental y Japón. Para la ilustración del argumento, supongamos que ni China ni Rusia están en condiciones serias de equipararse a alguno de estos dos bloques.

Este mundo, en el sentido puramente político, efectivamente habría dejado de ser unipolar: ni EEUU ni Europa-Japón podrían avanzar sus intereses a costa del resto del mundo de manera unilateral. Ahora bien, en un sentido más profundo, el mundo seguiría siendo unipolar en tanto todo el planeta estaría dominado no solo por relaciones de producción capitalistas, sino por la unidad entre el estado nación de los países imperialistas con sus monopolios nacionales, que se repartirían el mundo para la provisión de materias primas, energía, mercados y súper explotación de fuerza laboral.

En una palabra: habríamos regresado a 1914, a la antesala de la Primera Guerra Mundial, es decir, al sistema imperialista clásico en donde las diversas potencias se dividen el mundo y, además, entran en conflictos inter-imperialistas por la redivisión del mismo, como tan nítidamente apuntaron los grandes teóricos marxistas del imperialismo clásico: Vladimir Lenin y Nikolai Bujarin. Ese mundo no es necesariamente más propicio para el avance de luchas proletarias que la unipolaridad imperialista.

Como demuestra la historia durante el periodo imperialista clásico, las potencias capitalistas son capaces de superar temporalmente sus diferencias para aplastar avances revolucionarios que amenacen al orden capitalista; basta recordar la invasión conjunta de más de diez ejércitos extranjeros en apoyo a las Guardias Blancas contra el Ejército Rojo durante la Guerra Civil Rusa. Tampoco crea mejores condiciones para el desarrollo económico de la periferia: el mundo de la preguerra fue el del colonialismo abierto en toda Asia y África, mientras que América Latina cayó definitivamente bajo el mando norteamericano.

De aquí se desprende una conclusión que, aunque puede parecer obvia, no siempre se menciona con la claridad necesaria: para que el mundo multipolar desempeñe un papel progresista con respecto al unipolarismo, es indispensable que al menos uno de los polos emergentes tenga un carácter no-imperialista.

Esto cambia radicalmente los términos del problema, porque en este caso, uno de los polos no determina su política exterior y su relación con el resto del mundo bajo el criterio del máximo beneficio para sus monopolios y el fortalecimiento estatal-militar. Las grandes potencias se ven en la necesidad, entonces, de negociar de manera más simétrica cuestiones que afectan sus intereses (los de su clase dominante), y el resto del mundo se puede beneficiar de esa nueva configuración.

Finalmente, es importante enfatizar que el carácter antimperialista o no-imperialista de un proyecto político no se puede determinar por los discursos o declaraciones de la clase dirigente del país en turno. La base de la teoría marxista del imperialismo es que la política de dominación más o menos directa sobre otras naciones, y los conflictos con otras potencias imperialistas, son la consecuencia necesaria de fenómenos de carácter económico: la formación del capital financiero o monopolista, problemas de subconsumo y rentabilidad a nivel interno, competencia con los oligopolios de otros países y sus respectivas maquinarias estatales, entre otros.

Por eso, cometen un error quienes se apresuran a calificar de imperialista, a un país de acuerdo con sus acciones de política exterior (Rusia) o por la creciente importancia de sus relaciones con el exterior para la economía doméstica (China). Ninguno de los países que se perfilan a colocarse como fuerzas clave del nuevo polo emergente puede calificarse de imperialista en tanto su nivel de desarrollo es incomparablemente menor con el de los países de la tríada - siendo China la única posible excepción.

Por último, a pesar de que el polo no-imperialista estaría constituido temporalmente por países más "atrasados" en términos económicos, tecnológicos y militares, aspectos importantísimos como la magnitud de la población y el consecuente tamaño del mercado interno, y su papel en el suministro de recursos naturales y materias primas, pueden ser factores que eventualmente impongan costos enormes al polo imperialista si este último insiste en el ejercicio del poder unilateralmente.

Sin embargo, como bien afirma Samir Amin, la triada deriva su poder de cinco grandes monopolios: el monopolio tecnológico, producto de descomunales gastos militares; el de armas de destrucción masiva; el de acceso a los recursos naturales, el de control sobre los medios de comunicación masiva, y el del sistema financiero global. Para que la multipolaridad sea una realidad, el polo no-imperialista debe romper inevitablemente esos monopolios, lo que demanda no sólo coordinación entre gobiernos nacionales sino apoyo popular organizado y consciente: consciente de la explotación imperialista y la necesidad de revertir esa situación. Así, el régimen político y económico de los países que conforman el nuevo polo cobra importancia esencial en la lucha por un mundo multipolar.

En síntesis, la formulación de la multipolaridad como la simple coexistencia de múltiples polos cuyas fuerzas tienden a un equilibrio pacífico es incompleta al ignorar la naturaleza de los regímenes político-económicos que constituyen esos polos. Estos sí son determinantes importantes de la forma en que la multipolaridad contribuye o no con objetivos de tipo progresistas y revolucionarios. Por todo esto, los marxistas no pueden aceptar una visión de la multipolaridad que ignore la importancia de las relaciones de producción al interior de los nuevos polos emergentes y el papel que desempeñan en ellos las masas populares.

Y, a pesar de esto, no hay duda de que, partiendo del desarrollo real en la configuración de fuerzas, el mundo multipolar que emerge seguiría siendo un mundo capitalista, en tanto los nuevos polos de desarrollo seguirían estando caracterizados por relaciones capitalistas de producción al interior y entre los países que los conforman, con la excepción, siempre en disputa interna, de la República Popular China.

En el resto de países no habrá desaparecido la explotación del trabajo ni la anarquía de la producción, con sus implicaciones en términos de pobreza, desigualdad, crisis, destrucción ambiental y el riesgo de nuevas guerras mundiales y nucleares. Todo esto, claro, con una menor fuerza que en el mundo unipolar actual.

Si este es el caso: ¿por qué poner como objetivo la multipolaridad y no directamente el socialismo? La respuesta más simple al cuestionamiento anterior es que la multipolaridad, que no es sinónimo de socialismo, sí crea las condiciones para una eventual transición a éste. La razón es que, en un mundo unipolar, todo proyecto político que vaya en contra de los intereses estratégicos de las potencias dominantes (dentro de los que se encuentran a la cabeza los proyectos socialistas) pueden ser dañados hasta niveles que vuelven al proyecto insostenible o sostenible con costos enormes.

Los medios para provocar estos daños incluyen medidas económicas, políticas y militares, como bloqueos y sanciones, el aislamiento internacional, el sabotaje, o la intervención militar directa. Estas medidas, cuando no logran provocar el colapso definitivo del proyecto, obligan al gobierno en turno a adoptar medidas de emergencia en todos los ámbitos, lo que suele acompañar una enorme centralización del poder político que, en la práctica, se ha mostrado muy difícil de revertir. Desde esta perspectiva, la unipolaridad imperialista es un obstáculo casi infranqueable en la lucha revolucionaria.

En conclusión, habría que apoyar la formación de un mundo multipolar, fundamentalmente, porque creará mejores condiciones para una transición socialista. Pero, una vez más, incluso esta tesis bastante razonable merece ser sometida a un escrutinio detallado, y éste puede iniciar con las siguientes preguntas: ¿por qué ni Marx ni los clásicos del marxismo hablaron nunca del multipolarismo como una etapa intermedia entre el capitalismo y el socialismo?

O, puesto, en otros términos, ¿qué transformaciones en el capitalismo global y en la experiencia revolucionaria han determinado la necesidad del multipolarismo como esa etapa intermedia necesaria? A estas dos cuestiones trataremos de dar respuesta en la segunda parte de este trabajo.

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Segunda parte

Urge un mundo multipolar y el primer paso para alcanzarlo es, sin lugar a dudas, frustrar el proyecto de dominación económico-militar de Washington. Solo así podremos dejar de ser agentes pasivos de los acontecimientos que estremecen al mundo, y estaremos en mejores condiciones para construir la multipolaridad que mejor responda a los intereses de largo plazo de las masas trabajadoras...

En la primera parte de este trabajo concluimos que:

Para que el multipolarismo sea distinto del imperialismo con múltiples potencias rivales, los nuevos polos emergentes deben ser no-imperialistas. Este carácter no-imperialista se puede desprender del carácter periférico o dependiente de los nuevos polos emergentes o de su estructura económica y política con contenido socialista.

El mutipolarismo no es socialismo, pero sí crea mejores condiciones para una eventual transición a éste. La razón es que la existencia de polos de desarrollo no-imperialistas limita la coerción que las potencias capitalistas pueden ejercer sobre proyectos socialistas.

En este trabajo vamos a analizar críticamente esta segunda conclusión. El punto de partida es que, aunque no siempre se reconozca abiertamente, la posición multipolarista asume que los cambios revolucionarios ocurren dispersos en el tiempo entre los países. O, en otras palabras, que las revoluciones, o la llegada al poder de proyectos políticos antiimperialistas con potencial socialista, ocurren "de país en país", como resultado de condiciones que no se suelen presentar en más de un país al mismo tiempo. Y, si ese es el caso, en un mundo unipolar el proyecto emancipador triunfante quedaría aislado ante un mundo imperialista hostil, frustrando sus capacidades revolucionarias y transformadoras en los ámbitos económico y político.

Esta formulación, sin embargo, choca directamente con la concepción marxista clásica dominante hasta los años posteriores a la Revolución Rusa de 1917. Y es que, la obra de Marx, Engels, Trotski, Lenin hasta poco antes de su muerte, y un sin fin de teóricos y revolucionarios marxistas, está atravesada por un supuesto distinto al expuesto en el párrafo anterior. Este es que la revolución socialista sería internacional y simultánea. Esto no quiere decir que, de la noche a la mañana, la clase obrera de todas las naciones y colonias del mundo se haría con el poder del Estado para construir el socialismo. Pero se vislumbraba que, al menos en los países capitalistas avanzados, el estallido revolucionario en uno de ellos contagiaría rápidamente a los demás, colocando a la clase obrera de estos países a la cabeza de la transición socialista internacional.

La idea «del socialismo en un solo país" jamás atravesó la obra de Marx y Engels, porque incluso cuando la experiencia de la Comuna de París demostró la vulnerabilidad de las revoluciones triunfantes ante agresiones militares locales e internacionales, se mantuvieron firmes en la idea y en la práctica política de que la crisis del capitalismo generaría una revolución más o menos simultánea en los países de Europa Occidental.

Esta concepción, incluso, fue llevada al extremo por las alas más radicales del Partido Socialdemócrata Alemán y otros, quienes defendían la "teoría del derrumbe" del capitalismo, según la cual el sistema llegaría eventualmente a una crisis tan devastadora de la que sería imposible recuperarse. En esta perspectiva, la situación revolucionaria llegaría uniformemente en todos los países capitalistas avanzados y la tarea de los revolucionarios era preparar las condiciones subjetivas para ese momento, que vendría dado por la crisis económica terminal del capitalismo.

Por otro lado, la teoría clásica del imperialismo de Lenin y Bujarin, aunque no se adhería a la teoría del derrumbe, mantenía la perspectiva de una situación revolucionaria simultánea a nivel internacional. Esta coyuntura sería el resultado de la crisis capitalista en la etapa del capital monopolista, caracterizada por la guerra entre estados imperialistas, que colocaría a la clase obrera de cada país directamente en contra de sus burguesías nacionales y en alianza por el fin de la guerra y la construcción del socialismo.

Cabe señalar que, aunque, efectivamente, la realidad tomó un camino distinto, el desarrollo de los hechos parecía sustentar la perspectiva de la revolución socialista internacional y simultánea. A la Revolución de Octubre en Rusia siguieron la revolución soviética en Hungría y Baviera, mientras que todo el continente europeo ardía en agitación y radicalismos revolucionarios. Un libro reciente titulado "Reformar para sobrevivir: los orígenes bolcheviques de las políticas sociales" muestra que las clases dominantes de los países nórdicos, y de Noruega en particular, veían a la revolución socialista como algo inminente, lo que precipitó la formación de su estado de bienestar.

Pero las revoluciones húngara y alemana fueron aplastadas y la revolución europea nunca se concretó. Así, cuando fue aplastado el levantamiento comunista alemán en 1923, los bolcheviques, con Lenin a la cabeza, comenzaron a asumir que, por un periodo de tiempo prolongado, y contra su voluntad, Rusia permanecería como la única nación del mundo con un gobierno obrero. La posibilidad nunca contemplada en la teoría se hacía realidad en la práctica; las condiciones fueron tan duras que los bolcheviques tuvieron que hacer una "retirada táctica" y restablecer las relaciones mercantiles en la agricultura para evitar el colapso económico, ganar tiempo, y recuperar fuerzas para avanzar.

La revolución había triunfado en Rusia porque era "el eslabón más débil de la cadena imperialista" donde se conjugaba con mayor fuerza las contradicciones del capitalismo global y estaba listo el partido de vanguardia más avanzado del mundo. El capitalismo, como demostró Marx, genera crisis recurrentes, cada vez más violentas, pero esto no era suficiente para provocar una revolución; y aunque se prepararan las fuerzas para aprovechar esa coyuntura en el futuro, los revolucionarios no podían asumir que tal coyuntura se presentaría al día siguiente en el resto de los países. Por primera vez, los bolcheviques dejaron de anclar sus planes y acciones en la perspectiva de una inminente revolución europea.

En estas durísimas condiciones emergió el debate sobre "el socialismo en un solo país", encabezado por Stalin y Trotski. Este debate no era, como podría interpretarse por el título del mismo, acerca de si habría que fortalecer a la URSS o apoyar a la revolución internacional. Ambos coincidían en la necesidad de hacer ambas cosas. El debate se planteaba en términos de si la revolución internacional era condición necesaria para la construcción del socialismo en la URSS: Trotski afirmaba que si, Stalin que no. La centralidad política de este debate era que de su resolución se desprendían prioridades políticas distintas: ¿debía el Partido canalizar todas sus fuerzas al fortalecimiento de la URSS y la construcción del socialismo internamente o a apoyar la revolución internacional? El resultado final es bien conocido por todos.

Resultó, a fin de cuentas, que sí fue posible construir una forma de socialismo en la URSS: una forma que, ni más ni menos, convirtió al país en la segunda potencia económica mundial y eventualmente le permitió derrotar al ejército Nazi en la guerra más brutal y trascendental de la historia. Este desarrollo, además, provocó el fin del aislamiento soviético y la formación de un campo socialista en Europa del Este y China, que posteriormente se expandió a Asia, África y América Latina: el unipolarismo imperialista había desaparecido y los pueblos del mundo estaban en condiciones incomparablemente mejores para luchar tanto por su liberación nacional del yugo colonial, como por la construcción de una sociedad socialista adecuada a sus propias circunstancias.

Sin embargo, las condiciones en que se encontraba la URSS en los veintes, cuando se realizó el viraje al socialismo en un solo país, son radicalmente distintas a las de la mayoría de los países del mundo, en ese entonces y ahora. La URSS era un conjunto de repúblicas, pero por su magnitud bien podríamos referirnos a su caso como "el socialismo en un solo continente"; un continente rico en tierras cultivables, recursos naturales y con una población que llegaba a los 150 millones en 1927. Además, aunque las potencias capitalistas trataron de evitar el desarrollo económico soviético por múltiples vías, la URSS fue capaz de importar masivamente la tecnología occidental e incluso mantener enormes flujos comerciales con la mayoría de estos países.

Con todo y esto, la construcción del socialismo en un solo continente, bajo el peso del subdesarrollo interno, la maquinaria estatal zarista heredada, y el asedio imperialista, tuvo dramáticos costos que afectaron radicalmente la forma del socialismo en la URSS. La colectivización forzosa de la agricultura, la industrialización a marchas forzadas y la ultra-centralización del político fueron fenómenos que dejaron una huella permanente en el primer estado obrero-campesino.

Hoy, el mundo está profundamente más interconectado y, para la mayoría de los países, su subordinación a los centros imperialistas es muchísimo mayor que el de la URSS en los años veinte. Más aún, el colapso del bloque socialista y la reacción política e ideológica que conllevó, hacen muy difícil pensar en oleadas revolucionarias socialistas que sacudan a numerosos países simultáneamente. Los procesos revolucionarios siguen estallando "en los eslabones más débiles de la cadena", y el multipolarismo es la configuración del capitalismo global que crea las mejores oportunidades para que los pueblos del mundo avancen en sus luchas con un margen de maniobra mayor y, por lo tanto, con mayores oportunidades de éxito. Por eso, y por muchas otras razones, el combate al unipolarismo imperialista es la bandera estratégica válida para las fuerzas socialistas internacionales.

Sin embargo, con respecto a esta postura se abren diversas posibilidades; analizar los dos extremos puede ser útil para entender cómo los razonamientos esquemáticos y basados en fórmulas abstractas son absolutamente insuficientes. Por un lado, a "la izquierda", está el rechazo absoluto a la multipolaridad como objetivo de los socialistas en virtud de que, con contrapesos o sin ellos, el mundo sigue siendo capitalista. Esta posición la mantienen las formas más recalcitrantes de trotskismo en países ricos e incluso en países periféricos.

Desde esta perspectiva, las relaciones de producción al interior de los países lo son todo, y mientras un proyecto político nacional no las transforme en un sentido socialista, ese mismo proyecto no merece apoyo y solidaridad de ningún tipo. Así, esta postura, llevada a sus consecuencias lógicas, cae en extremos tan lamentables y reaccionarios como el apoyo a las intervenciones militares de EEUU y la OTAN -como en Libia, Afganistán y Siria- y suele sumarse a la condena de China, Venezuela, Corea del Norte, Cuba y Vietnam, clasificándolos de "dictaduras", "regímenes bonapartistas" o "colectivismos burocráticos" que reprimen a la clase obrera o cometen el "crimen" de querer construir el socialismo en un solo país, guiados por una "dictadura burocrática". Estas posiciones, como mencionamos al inicio, no ven más allá de las dinámicas capitalistas al interior de los países, y rara vez se cuestionan las implicaciones geopolíticas de sucesos que ocurren a escala nacional. Siguen asumiendo que la revolución debe ser y será internacional y simultánea y, cuando eso no sucede, culpan y acusan a todos los que no siguen su esquema sobre cómo se cambia al mundo.

Y, en el extremo opuesto, se encuentra una forma de antiimperialismo que absolutiza a la geopolítica; aquí se colocan quienes, al posicionarse contra la unipolaridad imperialista en cada coyuntura internacional, ignoran todos los demás aspectos del problema, siendo la lucha de clases al interior de las naciones el más importante de ellos. Así como la posición anterior asume la revolución internacional y simultánea pero no lo dice, desde estas posiciones se suele presuponer que, si un régimen político se posiciona en contra de EEUU en algún tema en particular, es porque persigue objetivos de tipo antiimperialista o incluso socialistas.

Así, se ignoran por completo las contradicciones de clase en el seno de las naciones y su expresión en el terreno político. Se omite que la dirigencia política de un determinado país, aliada con la burguesía nacional, puede, en determinadas coyunturas, ver en la oposición a la triada la estrategia que mejor avance sus intereses de grupo y de clase, y no la que sirva para elevar la situación material de las masas y avanzar en objetivos antiimperialistas. Se omite pues, que, aunque un régimen político contribuya con sus acciones a la multipolaridad, sigue siendo un proyecto capitalista -con todo lo que ello implica- y que las masas populares de ese país no solo están en su derecho de ajustar cuentas contra quienes defienden un sistema que los explota y oprime, sino que merecen la solidaridad de la clase obrera mundial.

En síntesis, esta última postura sustituye la lucha de clases por la lucha entre estados nacionales - acercándose mucho a la concepción liberal- realista de las relaciones internacionales, mientras que la primera absolutiza la lucha de clases e ignora las implicaciones de distintas configuraciones geopolíticas. Desde el punto de vista marxista, no se puede aceptar ninguno de estos dos extremos: ambos son formulaciones abstractas de la problemática real que enfrentan los pueblos del mundo que luchan por su emancipación.

Pero la solución no está en otro igualmente abstracto "justo medio" entre esos dos extremos, que termine por nunca posicionarse contundentemente y actuar en consecuencia. Urge un mundo multipolar y el primer paso para alcanzarlo es, sin lugar a dudas, frustrar el proyecto de dominación económico-militar de Washington. Ya no solo por las consideraciones de largo plazo que se han expuesto en este trabajo, sino porque la existencia misma de la civilización depende de ello. Pero para que este posicionamiento sea verdaderamente consciente y, por lo tanto, se traduzca en acciones correctas por parte de quienes lo asumen, debe partir de un análisis científico de cada situación concreta. Así, quedará claro que la toma de posiciones contundentes no está en conflicto con el reconocimiento de la complejidad y contradicciones inherentes a cada fenómeno. Solo así podremos dejar de ser agentes pasivos de los acontecimientos que estremecen al mundo, y estaremos en mejores condiciones para construir la multipolaridad que mejor responda a los intereses de largo plazo de las masas trabajadoras.

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Nota: Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
observatoriocrisis.com

 

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