América Latina y el "derecho a la rebelión"
A contramano de los temas que tensionan la onda de gobiernos progresistas en América Latina, queremos reflexionar sobre el “derecho a la rebelión” *, cuando las organizaciones de los ciclos anteriores de lucha corren al rescate de utopías republicanas nunca concretadas.
Las rebeliones que ocurrieron en América Latina a lo largo del siglo XIX contra el orden colonial desembocaron en regímenes políticos dichos “republicanos”, como esfuerzo siempre tardío de acompañar los avatares del patrón civilizatorio importado de Europa desde la invasión. El orden republicano resultante guardaba, sin embargo, una semejanza sólo aparente con sus modelos europeos.
Siguiendo a rajatabla la división de poderes, el acceso a los cargos y a derechos quedaba restricto a un reducido puñado de miembros de las clases dirigentes, sin ciudadanía plena para las grandes mayorías. Estos regímenes son los que más se acomodan a países sobre los que pesan patrones de dominación que van del neocolonialismo al capitalismo dependiente. Sociedades abigarradas, con mercados de trabajo insalvablemente estratificados.
En tales condiciones, el acceso a derechos no está garantizado por el propio orden jurídico, sino que precisó ser arrancado por medio de la rebelión. Las luchas por ampliar y asegurar la participación política electoral, como la iniciada por Francisco Madero en México, o la del Partido Ortodoxo Cubano, por ejemplo, desembocó en sendos procesos revolucionarios prolongados. Y, así mismo, la conquista de tales derechos no puede tornarse un piso estable, permanente en el tiempo.
Las rebeliones resultan instituyentes de derechos que, para permanecer en el tiempo, exigen un estado de alerta y movilización. Los dispositivos legales se han demostrado inocuos para tal finalidad. Llama la atención que, en muchos casos, las rebeliones intentan explicitar y plasmar en los propios instrumentos jurídicos los medios capaces de preservar lo conquistado. Es el caso de la Constitución Mexicana de 1917, que consagra el “derecho a la insurgencia”, en caso de que el régimen vigente no cumpla con el orden legal instaurado por la carta. Fue ese derecho el esgrimido por la rebelión zapatista de 1994, en una acción pedagógica capaz de revelar la hipocresía del discurso estatal.
Es que las constituciones redactadas en un momento de entusiasmo suelen ser más bien declaraciones de deseos que aplazan su realización. Una manera de empujar para el futuro, cuando será dirimida su aplicación por leyes complementarias, la disolución de las demandas. Un futuro en que la fatiga (de la acción directa prolongada) descomprima el conflicto y distraiga la atención. Las leyes no se cumplen cuando su aplicación, por la dinámica misma de las luchas, ponen en mínimo riesgo el orden burgués. Veamos si no el caso del golpe de 1973 en Chile. La Constitución de 1988 de Brasil mal salió del papel en lo que atañe a la demarcación de las tierras indígenas y en la concretización
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de la tímida reforma agraria que propone. Demarcación y reforma agraria fueron congelándose aun durante los sucesivos mandatos del Partido de los Trabajadores. El propio orden republicano desenvuelve dispositivos de seguridad que saltan cuando siente algún peligro.
Conviene, sin embargo, actualizar la observación considerando el actual modelo de acumulación del capital y, dentro de él, el papel de los Estados de América Latina. Estos precisan allanar el camino para la aceleración permanente del despojo, exigencia de las cadenas de valor en este momento histórico. No se trata ya sólo del despojo para la “acumulación primitiva”, ni del despojo permanente de las periferias para transferir riqueza a los centros globales.
Tampoco es la expoliación que modula, compensa los límites a la acumulación ampliada provocados por el colapso de un modelo. La aceleración permanente del despojo es la esencia misma del actual modelo. Se trata entonces de un nuevo funcionamiento del Estado: Estado del despojo[1]. Entre sus características está la de poseer una mano que actúa en la ilegalidad y otra a la luz del día. La aceleración de la expoliación exige condiciones siempre cambiantes de extracción de riquezas, y no puede esperar a las reformas de los marcos jurídicos que regulan tal extracción.
Uno de los dispositivos es lanzar mano y articularse de manera constante con organizaciones paraestatales como las que actúan en el tráfico de drogas, o las milicias que operan fuera de la legalidad y administrando una economía del terror para desarmar la resistencia al despojo. La legislación “antiterrorista” no es aplicada contra esas prácticas, sino contra las luchas de los de abajo para mantenerse vivos.
Al mismo tiempo, se viene ensayando un nuevo papel para las fuerzas armadas de América Latina, involucrándolas directamente en actividades extractivas[2] que serían fuente de recursos para la institución. Al dar tal protagonismo a las fuerzas armadas en esas actividades económicas, estas cambian de carácter, tornándose en asunto de “seguridad nacional”, militarizando los territorios de extracción, y entrando así en un cono de sombra, fuera de cualquier control social o mínimamente republicano. También se perfila un aumento del protagonismo militar con la justificativa de la “vigilancia ambiental”, así como ya se hizo con el “combate al narcotráfico”.
Por su lado, la república, con su división de poderes, su calendario de elecciones, etc., se transforma en una cáscara cada vez más hueca, instancia en la cual ni siquiera se dirimen las disputas entre los sectores que realmente deciden. La percepción de la “política” (institucional) como un escenario de fingimientos ha hecho estallar más de una rebelión en las últimas décadas. Desde el
Caracazo, en 1989, en Venezuela; pasando por el estallido de Argentina y la Guerra del Agua en Bolivia, en 2001; de octubre de 2019 en Chile y de 2021 en Colombia. Las numerosas rebeliones en Haiti y las sucesivas rebeliones indígenas en Ecuador. Pero también ocurrieron rebeliones en junio de 2013 en Brasil y en abril de 2018 en Nicaragua, en medio de gobiernos considerados progresistas. En todos estos casos, se trató de irrupción no preparada por ninguna organización, resultantes de una incredulidad con relación a las formas de “democracia representativa” para defender la existencia de las grandes mayorías. En todos los casos, la insurgencia se propagó a la manera de un fósforo prendido en un ambiente cargado de gas. Las corrientes subterráneas de sociedad salieron a la luz.
Esas energías, a lo largo del tiempo, fueron encausadas y disueltas dentro del orden. Sea a través de dispositivos como elecciones y procesos constituyentes. Los gobiernos “progresistas” se demostraron claudicantes ante las exigencias de los intereses expoliadores del capital financiero y los diferentes segmentos de las cadenas de extracción. Vistos como cómplices o ingenuos, en todo caso inútiles para avanzar más allá de las trampas de los dispositivos republicanos.
Frente a esta situación, es comprensible que estallen rebeliones. En las ciudades, donde la economía está irremediablemente monetarizada, tienen la potencia de un “no” a la extinción a la que nos condena el capital. Desandan en la fatiga de la acción directa constante. En el campo, ese “no” puede desdoblarse con algún éxito en inaudibles “síes” que se prolongan un poco más en el tiempo. Hasta juntarse en un grito por la vida arriba de todo.
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[1] Ver: ZIBECHI, Raúl, y MACHADO, Decio. El Estado realmente existente: Del Estado de bienestar al Estado para el despojo. Madrid: Vorágine, 2022.
[2] Ver: https://contrahegemoniaweb.com.ar/2022/11/12/hacia-un-nuevo-papel-para-las-fuerzas-armadas/
* Pido disculpas de antemano por la profusión de expresiones entre comillas. Espero que la marca gráfica imprima en la lectura una inflexión incrédula, de perplejidad o ironía frente a ciertas expresiones un tanto paradójicas, sin precisar lanzar mano a la prolija minucia de las definiciones.
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