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Argentina :: 06/10/2022

Argentina 1985: la teoría de los dos demonios ya tiene su película

Sergio Nicanoff
La condición es que el espectador se deje llevar por los diversos cliches, estereotipos, ausencias, medias verdades o rotundas falacias que se van desgranando

Peligrosos criminales pertenecientes a las fuerzas armadas que han asolado un país, exterminado a las/os resistentes y que condensan en sus rostros y gestos toda la representación de lo abyecto, del mal encarnado. Un fiscal ya veterano –Darín en el papel de Julio Strassera- que recibe la enorme carga de juzgarlos y que deberá sostenerla apenas con la ayuda de un joven proveniente de familia de estirpe con antepasados militares -Peter Lanzani como Luis Moreno Ocampo- junto a un equipo de novatos/as sin experiencia alguna en procesos pero que aún creen en la justicia.

Un presidente -Raúl Alfonsín que nunca aparece físicamente pero que siempre está tácitamente presente- que pese a las presiones de sus pares y la del ala derecha de su partido, encarnada en su Ministro de Interior, respalda la republicana división de poderes –está clarísimo, división de poderes le dice una arrobada Alejandra Flechner en el papel de esposa del fiscal al razonar lo que le dijo el presidente a su marido al recibirlo poco antes del alegato final- y el desarrollo del juicio más importante de la historia. Una trama que va creciendo , plena de tensiones, que arribara al desenlace de un alegato final de su heroico fiscal que emociona y redime a la justicia como encarnación de la igualdad jurídica de la ciudadanía y la tranquilidad de que los crímenes finalmente se pagan, pese al sabor amargo de la no condena de algunos de sus miembros.

Momentos de angustía -la selección de algunos testimonios en el juicio como el de Adriana Calvo resultan sobrecogedores, impactantes y vuelve a traer el horror real del terrorismo de Estado-, emoción y humor que descomprime de la mano de un Ricardo Darín que realiza una vez más un papel impecable encarnando sin duda alguna el rostro actoral del sentido común progresista -formal y “bien pensante”- de una franja importante de la sociedad argentina.

La película sobre el juicio a las Juntas militares de 1985 de Santiago Mitre muestra el oficio de su director, que logra que las más de dos horas de duración transcurran rápidamente. La condición de ese transcurrir sin tropiezos es que el espectador se deje llevar por los diversos cliches, estereotipos, ausencias, medias verdades o rotundas falacias que se van desgranando en el transcurso de la película como una suerte de retorno tardío de la teoría de los dos demonios pergeñada por el radicalismo con el retorno de la democracia liberal en 1983. Detengámonos brevemente en algunos de ellos.

En reiteradas ocasiones se expresa la idea de que el inicio de la violencia política en Argentina ha sido producto de la guerrilla. En la versión de la doctrina de seguridad nacional que encarnan los responsables de la masacre y sus defensores en el juicio se trata por supuesto de haber salvado a la patria del ataque de la subversión apátrida, postura esbozada de forma burda en más de una oportunidad. En cambio los héroes que buscan el castigo de los criminales sostienen …que esa violencia ha sido iniciada por la guerrilla pero que la represión de los militares se ha desarrollado por fuera de la ley con métodos clandestinos, salvajes, horrorosos, cobardes que deben ser penados si queremos vivir en democracia. Ha existido un uso de la fuerza asimétrico y desproporcionado.

Por supuesto todo intento de reflexión sobre la violencia política que salga de la perspectiva de una sociedad sana que ha asistido como observadora impotente e inerme, víctima de la espiral de violencia de guerrilleros y de militares no se puede hallar en todo la película. Ni una sola mención al papel del poder económico, cúpula de la iglesia católica, algunas dirigencias políticas y sindicales o embajadas extranjeras en el genocidio. Nada que ponga algún alerta, más no sea tibio, al mencionar el proyecto dictatorial de desarticular la organización, fortaleza y accionar del movimiento obrero y las clases populares, a las comisiones internas y cuerpos de delegados. Que indique alguna pista de su voluntad de fragmentar la sociedad civil, de disciplinarla tras una larga historia de resistencias previas.

No, los culpables de la represión están allí, son exclusivamente los monstruos que están siendo juzgados y al ser condenados la conciencia de la sociedad y la de todos/as nosotros puede tranquilizarse. ¿Alguna imagen que reponga algo de la violencia sistemáticamente diseñada desde el poder incluso antes del desarrollo de las organizaciones armadas? ¿Alguna alusión aunque sea indirecta, efímera, momentánea, de la revancha clasista desplegada con el golpe de 1955, o antes aún con los bombardeos y la masacre de civiles en Plaza de Mayo, los asesores franceses y la larga construcción de la tesis del enemigo interno, la proscripción del peronismo, los reiterados golpes de estado, los fusilamientos clandestinos de José León Suárez y Lanus, las listas negras, las torturas y detenciones, el proyecto de la dictadura de Onganía de quedarse por décadas en el poder prohibiendo todo tipo de participación política?

Ninguna. No existen porque en el imaginario que recorre el film todo se explica y se condensa en esos polos antagonistas –guerrilla y militares- con estos últimos como principales culpables, individuales, del genocidio.

Como comenta en alguna oportunidad Moreno Ocampo frente al propagandista de la dictadura Bernardo Neustadt, no es la institución sino algunos militares. Más aún, un mensaje evidente de la película reside en que las “buenas personas”, aun cuando pertenezcan a la elite del poder, rechacen el juicio, compartan lazos personales y de negocios con quienes ejercieron el terrorismo de Estado, pueden cambiar de opinión si conocen la verdad del horror. Allí está la madre de Moreno Ocampo para demostrarlo, férrea opositora del proceso judicial, modificando su postura y reconciliándose con la decisión de su hijo al conocer el testimonio de Adriana Calvo. Sí, Videla debe ser condenado. Por supuesto, no la clase social que construyó e hizo posible el exterminio.

Cómo sucedió en los 80’ y 90’, las/os militantes que resistieron, se comprometieron e imaginaron otra sociedad, que en muchos casos optaron por ejercer la violencia como única alternativa de resistencia y dignidad posibles, aparecen despojados, vaciados de toda decisión, de toda opción, acción, gesto que pueda correrlos de su rol de victimas pasivas, indefensas frente al horror. Hay que evitar toda posibilidad de problematizar la sociedad de la época y de traernos alguna incomodidad que perturbe la dinámica de redención de la justicia estatal como epicentro del relato.

Aún más perturbadora resulta la opción del film de eliminar toda mención de las movilizaciones, la lucha previa contra la dictadura y el clima de época tras su caída, que construyó una dimensión político cultural que permeó a gran parte de la sociedad –aun cediendo en ese momento a ciertos discursos dominantes como no hablar de las opciones políticas de la generación masacrada- que fue el verdadero sostén que hizo posible la realización del juicio. Sólo las Madres de Plaza de Mayo aparecen pero como meras espectadoras del proceso judicial.

Apenas algún comentario a la ausencia de todo compromiso de Strassera en la dictadura, problema que aparecerá en algún otro momento de la película para ser descartado con el argumento de la imposibilidad de hacer algo en ese momento, para permitir al espectador seguir atrapado por la simpatía cascarrabías y la persistencia de nuestro personaje principal. Tranquilos, allí está nuestro heroico fiscal y sus jóvenes ayudantes –ellos sí creen en la posibilidad de redimirse de “nuestras” instituciones y no toman caminos violentos- que harán justicia por nosotras/os.

Destinada a llenar cines y ser aplaudida por gran parte de sus espectadores no es casual que reaparezcan estas miradas y construcciones en el momento actual. La película está enmarcada en la perspectiva de Alfonsín como padre de la democracia, creencia compartida por franjas del Kirchnerismo donde la Coordinadora de los 80’ y la Campora de hoy se encuentran con naturalidad en sus prácticas de gestionadores de la estatalidad.

Frente a una ultraderecha que crece mundialmente y localmente, frente a “los fachos” que mencionan en más de una ocasión algunos de los protagonistas de 1985, la idea es oponer la defensa acrítica de las instituciones liberales. Frente a una sociedad brutalmente desigual el metamensaje es dejar en manos de algunas personas nuestros destinos. Nada de tramas colectivas, comunitarias, capaces de construir una praxis que transforme lo existente sino a lo sumo de “equipos” como el del fiscal Strassera, pleno de buenas intenciones en el marco de las instituciones vigentes.

Podemos aplaudir tranquilizados porque se ha vencido al “mal” y luego volver a nuestras vidas, votar –como única acción individual posible- lo que reproduzca el presente estado de cosas siempre y cuando se revista de un lenguaje progresista, 'ligth', al gusto de la onda 'new age' y de cuidado de la salud palermitana. Más aún, el relato se puede acomodar perfectamente a las versiones de la derecha supuestamente más benignas, sea un Larreta o una Elisa Carrio. Como en un juego de espejos los “fachos” justifican y ratifican un supuesto progresismo.

A estas alturas aclaramos para algún distraído/a que sin duda el juicio en su momento fue un paso adelante en la lucha contra los responsables del terrorismo de estado y así fue recibido por la mayoría de la sociedad. Incluso determinados momentos de la película reponen con plenitud la densidad del horror puesta en juego para crear una cultura del terror y del miedo que paralizara toda acción colectiva. Eso puede ser útil en especial para las nuevas generaciones.

Pero el sentido predominante de su contenido no pasa por allí ni por sus virtudes cinematográficas. Convertido en mero pasado se evita toda posibilidad de ubicar que en múltiples sentidos la dictadura aún habita entre nosotros y que en cada instancia de dependencia, explotación y opresión actual vuelve a emerger. No es con pedagogías posibilistas y “cívicas” que sólo generan aceptación y naturalización que se podrá enfrentar los rasgos más brutales de esa pervivencia.

Desde quienes intentamos transformar el horror existente hoy, de quienes sabemos que los juicios, las condenas, el rechazo al 2×1 y un largo etc. sólo fueron posibles por una prolongada y diversa multiplicidad de gestos, espacios, acciones, escraches, disputas de sentido. Que nos resistimos a disociar el pedido de justicia frente a los crímenes de los 70’ y no miramos para otro lado frente a los Berni, Guernica, gatillos fáciles, la desaparición de Julio Lopéz, gobernadores y Barones del conurbano.

Desde ese lugar sostenido con cuerpo, entrañas y sentires tendremos que seguir atesorando sueños, multiplicando panes y peces, reconstruyendo sentidos como ya se hizo frente a las leyes de impunidad y los indultos que esa misma clase política y sistémica concedió después del juicio a las juntas. Rescatando nuestra historia no desde el bronce sino desde la empatía. Dando las batallas que se nos presentan en el mundo de hoy. Negándonos a ser espectadores que consuman productos que ya vimos y sufrimos, aunque retornen en envases o películas seductoras.

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