Bolivia: la maquinaria del fraude en marcha
Bajo los parámetros de una guerra híbrida de manufactura estadounidense y con las bendiciones de la jerarquía conservadora de la Iglesia católica local, la contrarrevolución en Bolivia avanza. En su fase actual, el régimen de excepción de la autoproclamada Jeanine Áñez ha desatado una guerra abierta contra el Movimiento al Socialismo (MAS) del exiliado presidente depuesto Evo Morales, que vía la judicialización de la política ( lawfare) utiliza el derecho como principal arma vengativa de los putschistas.
A corto plazo, el objetivo del bloque golpista es desarticular y liquidar al movimiento de masas y a las fuerzas políticas populares-indígenas nucleadas en torno al MAS, para impedir su regreso al gobierno en las elecciones del próximo 3 de mayo y consolidar el sangriento proceso de restauración conservadora iniciado en noviembre pasado.
Tras las matanzas de Sacaba (Cochabamba) y Senkata (El Alto), el gobierno de transición delineado desde Washington ha venido reconfigurando la maquinaria militar-policial como principal sustento de la contrainsurgencia social, que tiene en la prensa hegemónica su principal instrumento para la guerra sicológica. Los mandos de las fuerzas armadas bolivianas han venido impulsado una reformulación organizativa de la institución castrense, a lo que se suma un realineamiento ideológico con los aparatos de inteligencia y seguridad nacional de Estados Unidos e Israel, cuyas expresiones más visibles son la creación de órganos de inteligencia antiterrorista y las operaciones de militarización y patrullajes preventivos antisubversivos en ciudades y regiones del país.
En los hechos, aunque de manera encubierta, desde los días del golpe las fuerzas armadas han venido ejerciendo un papel de vigilancia, control y dirección sobre el conjunto del aparato estatal, con el aval del Comando Sur del Pentágono. Aunque la cara represiva visible del régimen de facto es el ministro de gobierno, Arturo Murillo, quien ha criminalizado y judicializado la lucha social imputándola como sedición, terrorismo y corrupción, como forma de encubrir una cacería política de dirigentes del MAS.
Con el paso del tiempo han ido saliendo a la luz pública los nombres de algunos operadores del golpe de Estado cívico-policial-militar-mediático de noviembre pasado y sus articulaciones externas. En particular destacan el ex delfín del dictador Hugo Banzer, Jorge Tuto Quiroga, quien habría servido de articulador interno de los halcones de la administración Trump, con Mike Pompeo a la cabeza, y el entonces rector de la Universidad Mayor de San Andrés, Waldo Albarracín, organizador de la llegada a la ciudad de La Paz de los grupos paramilitares de la Unión Juvenil Cruceñista, la víspera de la consumación golpista.
Según declaraciones del propio Albarracín, la imposición de Jeanine Áñez como usurpadora se adoptó en una reunión secreta celebrada en la Universidad Católica, donde junto con Quiroga, Carlos Mesa y otros golpistas, estuvo presente un representante del régimen de Jair Bolsonaro, cuya afinidad con la autoproclamada es patente en razón de los dislates neofascistas, racistas y de fanatismo religioso de ambos. Según el diario La Razón, Áñez habría requerido allí entre 200 y 300 mil dólares para compensar los riesgos que supondría asumir la presidencia en tales circunstancias.
Otro personaje identificado en la coyuntura como el rostro de la CIA en el seno de la jerarquía católica es el arzobispo de Santa Cruz, Sergio Gualberti Calandrina. De ideas ultramontanas y poseedor de una narrativa racista al servicio de la oligarquía vía la manipulación ideológica de la resentida clase media tradicional, Gualberti encarna a la santa iglesia política boliviana en su tarea de contención de la plebe, identificada en el discurso oficial de la aventurera del Palacio Quemado como indios salvajes, satánicos y hordas masistas. La etnicidad como campo de batalla de la democracia formal, esgrimida como estrategia de defensa de privilegios de clase en tiempos de campaña electoral por un representante eclesial.
Como dice Álvaro García Linera: En el fondo, todo racismo es un método contrainsurgente de la igualdad, es decir, de la democracia. Todo proceso de igualdad social tiene un costo inevitable: la devaluación de los privilegios de las clases tradicionales. En el caso boliviano, según el ex vicepresidente durante el gobierno de Evo Morales, el odio fue el lenguaje de una clase envilecida que no dudó “en calificar de ‘salvaje’ al cholaje” que la estaba desplazando. Lo que a su juicio está dando lugar al surgimiento de un tipo de populismo de derechas y de fascismo alentado por la insatisfacción de sectores medios; lo que en el caso de Bolivia es un tipo de neofascismo con envoltura religiosa.
Huelga decir que la maquinaria de un fraude en favor del actual bloque golpista y las fuerzas reaccionarias –con la justicia como arma electoral de aquí al 3 de mayo− está en marcha. No hay ninguna garantía de elecciones libres y transparentes en Bolivia. En la etapa de la contrarrevolución vuelta gobierno, los que estuvieron dispuestos a asesinar impunemente con la anuencia de la administración Trump no tendrán ningún reparo en burlar la voluntad de las mayorías al precio que sea.
La Jornada