Bolsonaro, el genocida demente
Al final de la tarde del viernes, en Brasil se supo que desde las 24 horas anteriores había otros 428 muertos por el coronavirus, y que el total de pérdidas fatales llegaba a 6 mil 329 desde mediados de marzo. Los infectados, a su vez, sumaban 91 mil 589.
Entre la tarde del jueves y la del viernes murieron casi 20 enfermos de Codiv-19 cada hora. La curva del número de infectados y muertos empieza a alejarse de la trayectoria en ascenso para transformarse en un trazo vertical. Hoy debe superar los 100 mil infectados y los 7 mil muertos.
Lo peor y más agobiante es saber que se trata de números irreales. Las notificaciones se dan a un nivel muy incierto por la falta de exámenes y retrasos en notificaciones: se calcula que el número verdadero, tanto de contami-nados como de muertos, sea de entre cinco y 10 veces lo admitido de forma oficial.
El cuadro de recursos para enfrentar la pandemia es agobiante. En Manaos, la capital del estado de Amazonas, con una población de un millón 700 mil habitantes, el sistema de salud, tanto público como privado, está colapsado.
En abril hubo 2 mil 400 entierros: 80 por día, más de tres a cada hora. Faltan ataúdes, y el gobernador pidió a Brasilia un avión militar para transportar cuerpos a la capital. La ayuda fue negada. En las dos mayores ciudades de Brasil, San Pablo y Rio, el sistema público de salud está al borde del colapso. Lo mismo en casi todo el país.
Hay, a la par, otro dato aterrador: médicos e investigadores dicen que el auge de la pandemia recién empezará en la segunda quincena de mayo, y se alargará hasta fines de junio. En medio de semejante escenario, Bolsonaro cambió a su ministro de Salud y forzó la renuncia de la gran estrella de su gabinete, el ex juez y ahora ex ministro de Justicia Sergio Moro.
La salida de Moro, quién condenó sin prueba alguna a Lula da Silva y con eso abrió camino para la elección del sicópata ultraderechista, significa una grave crisis política. El enfrentamiento entre los dos desgasta la escasísima gobernabilidad que le queda a Bolsonaro.
En el ministerio de Salud, el cambio de Luiz Henrique Mandetta por Nelson Teich tuvo un impacto altamente negativo, pero de otro orden. Mal que bien, Mandetta cumplía las determinaciones tanto de la Organización Mundial de Salud como de la comunidad científica. Mantenía diálogo permanente con gobernadores y conocía el sistema público de salud. Prestigió al cuerpo de funcionarios de la cartera, situando en puestos clave los considerados más capacitados.
Al sucesor le impusieron, como segundo, a un general reformado. Luego de larguísimas dos semanas, el nuevo ministro por fin aceptó una conferencia virtual con los gobernadores. Y todos quedaron asombrados con la falta total de propuestas frente a un cuadro preocupante en que muy pronto el número diario de muertos superará el millar.
Está más perdido que un ciego en medio de una balacera, alertó un gobernador en referencia al nuevo ministro. Nelson Teich es oncólogo y tiene experiencia en administrar hospitales privados y carísimos. Sabe del sistema público de salud lo que sé yo del idioma sánscrito: existe, pero no tengo idea de cómo es.
Frente a tal pandemónium, ¿qué hace el ultraderechista y desequilibrado presidente brasileño? Incita al pueblo a que salga a la calle y vuelva a la vida normal. Pasa el tiempo detectando enemigos hasta cuando abre la nevera, hostiga de manera incesante a gobernadores y alcaldes, se pasea por las calles junto a hordas de seguidores fanáticos cuidadosamente arrebañados, estornuda, se limpia las narices y con la misma mano saluda a ancianos.
Un ejemplo de lo que ocurre cuándo se sigue lo que preconiza Bolsonaro: Blumenau, en el sureño estado de Santa Catarina, reabrió su comercio y volvió a la vida normal. Las tienda se llenaron de gente, hubo fiesta por todos lados, y Bolsonaro elogió la medida. Resultado: en quince días, el número de contaminados y muertos subió 173 por ciento en la ciudad.
La economía brasileña se hunde estrepitosamente, el número de desempleados escaló la marca de los 12 millones 300 mil en dos meses, y la ayuda federal tanto a estados y municipios como al sistema de salud y a los desamparados, anunciada con pompa y circunstancia por Bolsonaro, no es más que una falacia indecente. En términos generales, no llega a 25 por ciento de lo prometido. O sea: no hay vestigio de programa de gobierno, o siquiera gobierno en el país.
El viernes primero de mayo, Día Mundial del Trabajo, Bolsonaro recibió en la residencia oficial a un grupo de supuestos agricultores. Aprovechó para reiterar que, si dependiese de él, todos estarían en las calles, pero que la Corte Suprema determinó que esa decisión les toca a gobernadores y alcaldes. Así, la culpa no es suya.
A las pocas horas, vinieron los nuevos números fatales. Y que seguirán subiendo y subiendo. Y es eso: Bolsonaro cree que son pocos. Quiere más.
La Jornada