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Europa :: 15/05/2023

Bonapartismo, fascismo, marxismo

Maciek Wisniewski
El bonapartismo, mucho mejor que el fascismo, explica los últimos años en la política con Trump, Bolsonaro y otros ultraderechistas

En el marxismo, bien recuerda Dylan Riley en The Civic Foundations of Fascism in Europe: Italy, Spain and Romania 1870-1945 (2019), un libro que abrió nuevas perspectivas en la literatura acerca del fascismo, sobre todo desde la mirada marxista, hay dos diferentes teorías del fascismo.

Una asocia su auge con el atraso de la economía capitalista: en esta perspectiva, frente a una amenaza de la izquierda, la poco desarrollada burguesía industrial está forzada a aliarse con los sectores terratenientes y ambas −ante la inhabilidad del proletariado de tomar el poder− acaban delegándolo a un nuevo actor, el partido fascista, la emanación de la petite bourgeoisie.

Otra ve al fascismo como la dictadura del capital en declive: allí el problema no es que el capitalismo este subdesarrollado, sino que es incapaz de garantizar la esperada tasa de ganancia en el contexto de la democracia parlamentaria, algo que fuerza a los sectores industriales a aliarse con el Estado en la búsqueda de una solución imperial a sus problemas (p. 16).

Para Riley ambas versiones del argumento marxista apuntan correctamente a: a) que el fascismo conservó y extendió las relaciones de propiedad, b) su base de apoyo (la clase terrateniente y el capital), y c) cooperación con las viejas élites como vía al poder. No obstante, no queda claro como ambas se relacionan entre sí.

Esta inconsistencia tiene sus raíces en el análisis del propio Marx respecto al auge del bonapartismo. En El 18 de brumario de Luis Bonaparte, Marx ofrece dos contradictorias explicaciones del auge del Napoleón III. Una que apunta al atraso de la sociedad francesa y la alianza del pequeño campesinado propietario con la pequeña burguesía parasitaria (retomada por Togliatti o Barrington Moore Jr). Y otra que lo explica con la sobremaduración de la sociedad francesa que como ninguna en aquella época tenía tan desarrollada la estructura de clases (retomada por Trotsky y Mandel).

Esto no debería ser pasado por alto, insiste Riley: esta inconsistencia es central no sólo para el entendimiento marxista del bonapartismo y del fascismo, sino que apunta al problema general con la teoría marxista del Estado, que fue incapaz de clarificar la relación entre las formas estatales y las relaciones sociales de propiedad en el capitalismo (algo de lo que peca igualmente la sociología weberiana). Es justo esta deficiencia en el centro del marxismo la que permite interpretar los Estados autoritarios por igual como expresión de inmadurez del capitalismo o de su fase terminal (p. 18).

En el periodo de entreguerras, desde el marxismo, tanto August Thalheimer como León Trotsky trataban de recuperar el bonapartismo para analizar el auge del fascismo, pero ninguno lo teorizó adecuadamente. El modo más sistemático de usar este modelo para interpretar el fascismo provino en cambio desde el liberalismo con Hannah Arendt, relaborándolo como teoría de la sociedad de masas. Las clases, según Arendt, ya no existían, pero las masas sí, y trató de vincular esta noción con el análisis de Marx del campesinado francés (el saco de papas).

No obstante, para Riley, la reconstrucción liberal de Arendt, que culpó al colapso de la sociedad de masas y al vacío por el nacimiento del fascismo, es errónea. El argumento principal de Riley en The Civic... −donde hace una suerte de reconstrucción gramsciana de Tocqueville− es exactamente contrario: el fascismo para su auge dependió de una rica vida de asociaciones y de la existencia de una sociedad civil altamente estructurada sin los cuales no hubiera construido su organización de partido distintiva ni emergido victorioso de la feroz lucha de clases.

He aquí precisamente, en el choque entre el enfoque arendtiano y la reconstrucción marxista de Riley −que en otro lugar ofreció la mejor contrateoría frente a las compulsivas comparaciones de Trump con el fascismo−, la brecha entre los que optaban, por ejemplo, por analogizar a Trump al fascismo y los que disentían con los analogizadores, en buena parte intelectuales liberales-conservadores, invocando precisamente al clásico enfoque fascista-bonapartista de Arendt.

Vista sólo así, esta operación retórica y política incluso parecería lógica. Si Trump en efecto surgió en una época de anomia, atomización, despolitización y en un vacío organizacional −combinado con la masificación en el sentido de que la masa es la manera en la que aparece la clase cuando no está organizada−, compararlo con “la época del ‘vacío’ de entreguerras” de la que habla Arendt tendría sentido (y la ecuación Trump = Hitler su respaldo). Pero si uno abraza el enfoque de Riley, que demuestra que el fascismo no surgió en ningún tipo de vacío, las paralelas desaparecen.

En este sentido, según Riley, el bonapartismo, mucho mejor que el fascismo, explica los últimos años en la política con Trump, Bolsonaro y otros strong men. De hecho, para él, es precisamente el hecho de que el bonapartismo aplica mejor para hoy que para el auge de los fascismos clásicos lo que nos distingue del periodo de entreguerras (o sea: ¡Adiós a las comparaciones!).

Es casi como si la teoría de la sociedad de masas que ha sido inaplicable a su objeto original encontrara el fenómeno que [finalmente] pudiese explicar, apunta, subrayando a la vez que hoy hay que pensar en el bonapartismo más en referencia a la atmósfera en la que se desarrolla la lucha política que para explicar resultados electorales específicos (Microverses, 2022, p. 120).

@MaciekWizz

 

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